martes, 28 de mayo de 2013

Sacra.

El guerrero abandonó el hogar. No miró hacia atrás, ni apreció los rostros brillantes de su familia, que lloraba por su marcha. Porque allí no había familia alguna que lo hiciese. Simplemente, tomó el último trozo de pan, sus ropas, su manto, sus armas, y partió hacia la Gran Montaña.

Cuando llegó al bosque, encontró una ardilla atrapada en un zarzal. Escuálida y hambrienta, la ardilla era incapaz de liberarse. El guerrero se quitó los guantes y separó las ramas con sus manos. Las espinas se hundieron en su carne y la sangre empapó la tierra. Una vez liberado el animal, le dio su último trozo de pan. La ardilla lo tomó con avidez, y corrió hacia el espesor del bosque, hasta que el guerrero la perdió de vista. No poseía más comida, pero no importaba.

En su camino se introdujo en la espesura, y la noche cayó sobre la región. Hizo un fuego improvisado en el que calentarse y apenas tuvo tiempo de sentarse junto a las llamas. Escuchó a un niño asustado y lloroso, a los pies de un árbol. Las sombras los rodeaban, y el niño temblaba de pánico. Lejos de detenerse a descansar, el guerrero tomó una rama y envolvió su camisa en ella, prendiéndola fuego. Cogió al niño, y caminó con él a través del bosque, tranquilizándolo. Una vez en los últimos árboles, la figura de una mujer corrió a su encuentro y abrazó con fuerza al niño. Observando con recelo al guerrero, reparó en que su camisa ardía en la improvisada antorcha.

MADRE: ¿Por qué te has desprendido de tu camisa para ayudar a mi hijo, si a partir de ahora solo podrás cubrirte con tu manto?
GUERRERO: Porque podía.


Y se alejó.

Encontró en el camino a un hombre atado a un árbol, herido y solo. El guerrero se acercó y soltó sus ataduras con las manos, que ardían por las heridas causadas con el zarzal. El hombre estaba desnudo y cubierto de sangre, por lo que le tendió su manto y  lo arropó en él. El hombre levantó la mirada, feliz.

HOMBRE: ¿Por qué te has desprendido de tu manto, si a partir de ahora deberás viajar con el torso desnudo?
GUERRERO: Porque podía.

Y dejó al hombre atrás.

Una vez salió del camino, el guerrero comenzó a ascender la Gran Montaña. El cruel sol abrasaba su espalda desnuda, el hambre le mermaba las fuerzas y sus manos apenas podían agarrarse a la colina. Cuando había logrado escalar unos metros, encontró a una mujer que no podía subir por sí sola. El guerrero soltó todas sus armas, y cargó al hombro a la mujer. A cada paso, las rodillas crujían. Los muslos dolían. La espalda, que cargaba con el peso de la mujer, se tensaba como la cuerda de un arco. Al llegar a la cima, extenuado y con el cuerpo destrozado, dejó a la mujer donde lo pidió.

MUJER: ¿Por qué has cargado conmigo, si a partir de ahora viajarás desarmado y el cansancio no te permitirá llegar antes a tu destino?
GUERRERO: Porque podía.


Y siguió ascendiendo.

Cuando llegó a la cima, el guerrero penetró en la cueva. Sabía que allí se hallaba un sabio, el Sabio de la Verdad. Estaba vestido con coloridos y extraños ropajes y su rostro se hallaba cubierto de una máscara, una extraña máscara con forma de cráneo humano. Solo se le veía la boca, una boca sin felicidad ni tristeza en ella. El guerrero se acercó al Sabio, y se hincó de rodillas frente a él.

SABIO: ¿Por qué has subido hasta aquí arriba para hincarte de rodillas, tú que nunca cedes ante nada ni nadie?
GUERRERO: Porque necesito una respuesta que solo tú puedes darme.
SABIO: Pregunta entonces.
GUERRERO: ¿Por qué hago que los demás sigan viviendo a costa de mi propia vida, solo porque puedo?
SABIO: La pregunta es si realmente quieres o debes hacerlo, hijo. ¿Qué te dicta tu corazón?

El guerrero se incorporó y agarró con fuerza el cuello del Sabio. Lo arrastró fuera de la montaña, y arrancó la máscara cadavérica que cubría su rostro. Al hacerlo, comprobó que el Sabio de la Verdad no tenía rostro. Solo una gran boca que respondía a las preguntas de los viajeros.

GUERRERO: ¿Cómo alguien sin rostro puede hablar de la verdad que todos quieren ver, si nunca la ha visto?
SABIO: ¿Cómo es que tú ayudas a todo el mundo porque puedes, si ellos nunca han podido?

El guerrero no dijo una sola palabra. Arrojó al Sabio desde lo alto de la Gran Montaña y escuchó su desgarrador grito, estrellándose contra las afiladas rocas que encontraba en su camino hacia la muerte. Se sentó, y dejó que una enorme manada de lobos lo rodease. Los animales se acercaron lentamente, y se sentaron junto a él. Lo lamieron, lo acariciaron, se apoyaron sobre sus piernas. Y el guerrero cerró los ojos.


GUERRERO: Sea el Caos.


jueves, 16 de mayo de 2013

"Pills won't help you know".

Vida.
Fuego.
Humo.
Luz.
Sombras.
Colores.
Viento.

Dolor.
Cansancio.
Duérmete.
Duérmete.

Pared.
Sangre.
Risa.
Soy yo.
Nadie más.
Yo.

Imágenes.
Sol.
Luna.
Sol.
Luna.
Ciclo.

Dolor.
Cansancio.
Duérmete.
Duérmete.

Viento.
Colores.
Sombras.
Luz.
Humo.
Fuego.
Muerte.

martes, 14 de mayo de 2013

La sala.

El chico abrió los ojos lentamente. Su vista tardó un buen rato en acostumbrarse a la luz: todo era brillante, tanto que apenas era capaz de distinguir su propia mano protegiendo sus ojos del poderoso haz de luz. Poco a poco, las siluetas cobraron forma.

Se encontraba en una sala, una gran sala de paredes claras. Vislumbró entonces estatuas, cuadros, vasijas. Observó fascinado aquellas obras de arte. De variados y vivos colores, aquellas obras poblaban la sala como si de un museo se tratase. Se incorporó y caminó entre ellas, despacio, observándolas. Miró a los ojos a las estatuas, que lo observaban con ternura, perfectas y robustas. Miró los cuadros, situados tras vitrinas infranqueables que mantenían intactos sus hipnóticos y atractivos colore. Y por último, miró las vasijas, las únicas obras de arte que podía observar de cerca, siendo de su misma altura. Pasó su mano por encima, y eran cálidas y agradables. Y con esta sensación, se acurrucó en el centro de la sala y durmió.


Al despertar, la luz de la sala era mucho menos intensa. Para su asombro, apenas podía moverse con libertad: estaba rodeado por las vasijas. Lejos de parecer bellas y perfectas, las miró fijamente y se le antojaron simples y hoscas, todas con la tapa abierta. Algunas presentaban sustancias pegajosas en su superficie, otras estaban sucias y agrietadas, otras llenas de polvo y telarañas. Y solo unas pocas se mostraban tan bellas y brillantes como el día anterior.

Alzó la vista por encima de aquel corro de vasijas que lo avasallaba y vio como las estatuas estaban giradas,  dándole la espalda en aquella incómoda escena. Trató de atravesar el corro de vasijas entre ellas, pero era imposible. Demasiadas. Comenzó a sentirse amenazado ante aquella situación tan bizarra. Se agobiaba. Estaba nervioso, sudaba. Y en un arrebato de liberación, empujó una de ellas.

La luz parpadeó un instante, el tiempo justo para que el chico cayese hacia atrás con el impulso y la vasija se le viniese encima. El objeto cayó sobre él con fuerza, que trataba de sujetarlo desde el suelo. La vibración y el pataleo del crío provocó que el suelo temblase con fuerza, y las vasijas comenzaron a caer sobre él. Al verlas más de cerca, observó sus colores oscuros y agresivos, que lo arrinconaban contra el suelo y lo aplastaban. El miedo se apoderó de él. El miedo, el agobio, el pánico, la ansiedad. Cerró fuerte los ojos y trató de sujetarlas en vano. Los recipientes caían sobre él, uno tras otro, aplastándolo y magullándolo. Sintió así por primera vez el sabor de la sangre en su boca. Sintió el dolor. El cansancio. Las vasijas lo asfixiaban, sus brazos no podían con el peso y sus piernas estaban inmovilizadas. Ni siquiera gritando, golpeando y pataleando logró librarse.Su cuerpo cedió al brutal cansancio y se rindió al dolor. Y durmió de nuevo.


Al despertar, la boca seguía sabiendo a sangre, pero sus heridas estaban secas y cuarteadas. Sentía los moratones en la cara y el cuerpo. A duras penas abrió los ojos y se incorporó lentamente, y comprobó que las vasijas estaban agrupadas lejos de él. Diferentes grupos. Apartadas. Y ante él se erigía una estatua altiva, que ya no lo observaba con ternura, sino con autoridad. Altiva. Amenazadora.

"Solo es una estatua", se dijo. "No puede hacerme nada. Nadie puede hacerme nada", se dijo. Así que caminó por la sala, entre las obras de arte. Ya no las miraba fascinado, ya no le interesaban. Las miraba con desdén y de reojo. Dejó las vasijas y las estatuas atrás y observó todos aquellos cuadros que no podía alcanzar, tras aquellas vitrinas: estaban volteados. Ya no podía ver ninguno. Asqueado de aquel lugar, se rebeló. Comenzó a lanzarse contras las vasijas, y cuando alguna se le caía encima, la apartaba a golpes. Ni siquiera se preguntaba por qué. Solo cuando se giró y comprobó que uno, solo uno de todos los cuadros, no solo no tenía ninguna vitrina sino que además estaba girado hacia él, solo entonces se detuvo. Cesó la locura y se sentó junto al cuadro. Y desde entonces, noche tras noche, cuidó del cuadro. Retocó sus colores, lo acarició,durmió sentado contra la pared, protegería aquel cuadro con su vida.

Una mañana, el cuadro no estaba. Todos los demás cuadros se encontraban fuera de sus vitrinas, volteados hacia él. Ahora podía verlos, tocarlos, acercarse a ellos. Pero no. Él quería de vuelta su cuadro, su único y maldito cuadro. Y ya no estaba. Ya no estaba el cuadro que le había esperanzas, que lo había salvado de si mismo. Ya no estaba el único cuadro que le importaba.

La oscuridad reinó en la sala. La locura, la soledad, la rebeldía, el dolor. Todo comenzó a rotar con fuerza dentro de su estómago. Y enloqueció. Insultó a las vasijas, insultó a las estatuas, a los cuadros. A todas aquellas mierdas de obras de arte que lo habían jodido, que lo habían apartado y dejado solo. 

Destrozó a golpes las vasijas, que le habían hecho daño, lo habían acorralado, lo habían asfixiado y le habían decepcionado al verlas de cerca.
Destrozó a golpes las estatuas, que le habían dado la espalda cuando no tenía nada más.
Destrozó la estatua, aquella estatua que le había hecho creer que era insignificante, que no era nada más que una mierda que lloriqueaba y se retorcía en el suelo, ensangrentado.
Destrozó los cuadros que no lo habían siquiera mirado cuando no tenía nada ni nadie y más lo necesitaba, los que habían aparecido cuando no necesitaba a nadie más que a sí mismo.
Destrozó todas y cada una de las obras de arte que poblaban la sala.
Y disfrutó haciéndolo.



Extenuado, ensangrentado y sudado, cayó en el centro de la sala. Jadeaba, y solo le respondía su propio eco asfixiado y roto. Estaba solo.
Echando un vistazo alrededor, comprobó por primera vez que la sala tenía una puerta. Lentamente se incorporó y, a duras penas y cojeando, la alcanzó. Se armó de valor, y la abrió con los nudillos apretados. Y entonces lo entendió.

La sala contigua, era idéntica a la anterior.