jueves, 29 de enero de 2015

"¿Me echabas de menos?"

- ¿Y no echas de menos aquello?

- ¿Te estás quedando conmigo? ¿Quién cojones echaría de menos aquello? Todo el puto día lloriqueando, todo el puto día quejándose de todo cuanto le rodeaba, no había ni un segundo en el que no tuviera que darle instrucciones sobre qué hacer. No me gusta cargar con nadie.

- Bueno, pero no todo era así. ¿De verdad que no había momentos buenos?

- Desde luego. Estaban esos días en los que todo salía a pedir de boca, supongo. Una putada aquí, otra putada allí, carcajada y golpe seco contra el hormigón, corres y escapas de la policía. Trepas, saltas, luchas. Joder, te sientes vivo haciendo de la sangre un modo de vida. Después te das cuenta de que "tu otra persona", la que te espera cuando llegas a casa, no hace más que sentirse como una mierda y quejarse, moquear y decirte que por qué tienes ser así. Eso sí que no es vida.

- Ya, bueno. No sabía esa parte.

- No, nadie sabe esa parte. ¿Alguna vez has visto una película de tiros?

- ¿Te refieres a una de acción?

- Joder, de acción, de drama, qué mierdas importa. Una de tiros, sangre, vísceras, tripas de hijos de puta volando por todas partes. Esas películas en las que una palabra en falso supone un tiroteo brutal y sanguinario con docenas de muertos. ¿Te has dado cuenta de que esas películas nunca muestran lo más real de un tiroteo?

- ¿Y qué es lo más real de un tiroteo?

- Que alguien tiene que recoger los cadáveres. En las películas de asesinos, el héroe, o el villano, quién cojones sea el que mata a alguien, arrastra el cadáver. Arrastra el cadáver para que nadie lo encuentre. Eso sucede en unas décimas de segundo, no para mostrar realismo, sino simplemente para decirte de una manera subliminal "eh, este tío es un profesional, ámalo". Pero a no ser que sea un puto dramón y el cadáver sea el cadáver de su propio amigo, nunca sale en pantalla nadie cargando con un cuerpo durante más de diez minutos, si prestas atención.

- ¿A dónde quieres llegar con eso?

- A que nadie carga con un cadáver durante más de diez minutos. Se ve patético, no tiene sentido. Cuando cargas con algo muy pesado durante mucho tiempo, tiene que tener cierto valor para ti, me da igual si es el objeto o la tarea. ¿Qué me dices si tuvieses que cargar con el cadáver de alguien que ni siquiera te importa, durante toda tu vida, arrastrándolo aquí y allá?

- ¿Eso era tu última relación? ¿Eso es lo que quieres decir? Es un poco duro, ¿no crees?

- Sí. Esa era mi relación con Jack. Por suerte perdí su cadáver en alguno de esos callejones. Problema solucionado. Te dejo, mis vacaciones han terminado, y hay que ponerse manos a la obra.

Chains terminó la copa de un trago.

Cogió la cazadora y se marchó del bar.

domingo, 25 de enero de 2015

El lobo y el mono.

En algún lugar de su infierno
el lobo y el mono se miraron a los ojos.

El frío y la nieve se deslizaron por las grietas de las puertas.
Cruzaron todos los desvanes, haciendo crujir la vida.
Azularon el tiempo,
congelaron la verdad
y cubrieron el caos con una fina capa de escarcha.
El hielo acarició lentamente las hojas verdes,
y se mantuvieron así por siempre.



El calor y la luz bañaron las paredes de la cueva.
Pintaron las paredes de roca con símbolos de guerra y muerte.
Enrojecieron los recuerdos,
abrasaron cada mentira
y envolvieron las normas en llamas.
El fuego iluminó cada estancia como si el amanecer fuese eterno,
y ya nunca hubo oscuridad.

Cuando el hielo y el fuego terminaron aquella danza,
las memorias escritas en papel se convirtieron en ceniza.
Los motivos quedaron hechos pedazos,
las razones se lanzaron río abajo.
No quedaron reglas ni mandamientos a los que abrazarse.
El mundo era libre



Y así apareció y desapareció el orden.
Y así apareció y desapareció el caos.
Para quedarse allí y no volver jamás.
Para no volver jamás y quedarse para siempre.
Para que la lógica del mundo no existiese nunca más.


Y en aquel caos ordenado,
en aquel orden roto,
el lobo y el mono se miraron a los ojos por primera vez
en toda su existencia.
Habían combatido entre ellos desde el comienzo del mundo.
Habían sangrado, llorado,
gritado, asesinado,
perdido y ganado frente al otro.
Habían derrotado comadrejas.
Ratas.
Arañas.
Sapos.
Víboras.




Uno frente al otro.
Lobo de fauces cerradas,
runas, piedras,
ojos de hielo,
paciencia
y alma de escarcha.
Mono de puños cerrados,
símbolos, pergaminos,
ojos de fuego,
rebeldía
y alma de piedra.





Y sellaron la paz
que tanto había esperado aquel lugar.
La guerra cesó allí dentro.

Y ante la muerte de la lógica,
la desaparición del dolor,
la paz que pintó las paredes de la cueva y selló las puertas,
nada era real.
Nada era tangible.
Todo era la creación de otra creación de otra creación.
Todo estaba unido,
encadenado,
despacio,
a un núcleo que latía con fuerza,
como un inmenso ser vivo.
Cálido,
suave,
vivo.

El lobo y el mono durmieron bajo aquel corazón,
protegiendo las espaldas del otro.
Sus cadenas fueron cadenas compartidas desde aquel instante.
Compañeros en aquella nueva tierra sagrada,
comprendieron que nada era cierto.

Lo único real cuando el alma está en guerra,
es la sangre.
La sangre que brama.

miércoles, 21 de enero de 2015

Suerte.

Aprieta el puño,
no dejes escapar la cuerda.
Si miras abajo, se acabará todo.
Si miras abajo, ya nada podrá salvarte.

Un esfuerzo más.
Ya casi lo tienes.
Estás cada vez más cerca,
y el dolor no habrá sido en vano.
El sudor no habrá sido en vano.

La ira desaparecerá,
la vergüenza,
la culpa,
el miedo.
La sangre en las manos se limpiará al fin
para dar paso al silencio.
Las balas caerán sobre la alfombra,
la tormenta volverá a la botella.
Los aquellos y los estos,
los ningunos,
los nadie, los todos,
los ellos,
los gritos,
los muertos,
los vivos, la vida,
la muerte,
tu suerte,
la mía,
la sangre.

La sangre de las flores.
El adiós eterno.
Llegará el viento,
y con él se llevará este humo.
Se irá el invierno.

Aprieta el puño,
no dejes escapar la cuerda.
Si miras abajo, se acabará todo.
Si miras abajo, ya nada podrá salvarte.

Un esfuerzo más.
Ya casi lo tienes.
Ya casi has llegado


al principio del camino.

Suerte.



martes, 20 de enero de 2015

De verdad que no.

No la culpé.
Comprendí la diferencia entre acantilado y sofá.
El guerrero no es un mueble,
no se puede pedir una vida igual de intensa,
para un soldado que para un mendigo.

No la culpé por destrenzar mis arneses
y observar desde lo alto de la montaña.
Aquí yazco sentado en la ladera,
observando como el cóndor pasa.
Una y otra vez, pasa.

No la culpo.
Solo Dios sabe que no la culpo.

Pero Dios no existe.

Necrolástica.

Desarrollé un macabro pensamiento que me hacía valorarla más que cualquier cosa jamás tenida por tesoro en toda la historia del triste ser humano.

Cuando las voces se elevaban y el hielo desgarraba una grieta entre ambos, quizá por la estupidez que emana esta especie violenta y sin sentido, la imaginaba muerta bajo una nube de humo a la mañana siguiente. Tendida en la cama, fría, un cadáver de marfil cuyos ojos abiertos intentaban perforar el techo de la habitación con dos agujeros imaginarios, con la obstinación apática de un cuerpo inerte.

La imaginaba muerta a la mañana siguiente, y me imaginaba al pie de la cama, contemplando la obra.

Entonces recordaba cuando las voces se elevaban.
Recordaba el hielo.
Recordaba la estupidez.

Y olvidaba.

lunes, 19 de enero de 2015

Oración Cero.



Vengo del incierto camino
en el que hablar con el viento era un terrible delito.

Vengo de aquel mundo que solo existe en la noche,
en la fiebre del alcohólico,
en los rencores de pasamontaña y fuego.

Vengo del último reino en la tierra,
allí donde vuestras mentiras serían colgadas al sol,
como tiras de carne,
secándose con la brisa de la mañana,
como se seca la sangre sobre la piedra de Caín.

Vengo de un lugar que vuestras pesadillas no podrían imaginar.

Y hoy cojo la flor de loto con las manos desnudas,
y os dedico una sonrisa desde lo más profundo de mis tripas.

Ella me espera en el cielo,
el hada de la Luna.

Cumplí mi condena,
mastiqué mi castigo como se me indicó desde el Génesis.
Hoy he pagado por el asesinato del sol.

No dormiré más bajo la montaña,
esperando el látigo de mil lenguas afiladas.
No dormiré más atado a mis propias armas.

No quedan cadáveres que desenterrar.
No viviré más sobre la mano de Buda,
esperando el terrible espasmo
de sus dedos cerrándose sobre mi cuerpo,
crujiendo mis huesos de cristal.

No seguiré en el fondo de este oceáno,
con los pies enterrados en el fango,
observando en silencio la superficie
y las sombras,
las formas,
los colores,
como observan los tiburones a los humanos
las tardes de verano.

Cumplí mi condena,
tragué todos los pedazos de la Gran Cadena.
Hoy he pagado por perder la mano.

Comienza mi viaje al Oeste.
Clavo mi kukri en la puerta de mi casa,
ya habrá tiempo de guerras en ese futuro lejano.

Me marcho al final del camino,
allí donde no alcanza la vista.
Me marcho al final del camino,
para dar media vuelta
y comenzar de cero.



martes, 13 de enero de 2015

El laberinto sin luz.

Y allí me encontré a mi mismo. Yo bajaba las escaleras, a escondidas, para que nadie me viese. Y yo subía las mismas escaleras, a escondidas, para que nadie se diese cuenta. Crucé la mirada conmigo mismo mientras bajaba los peldaños lentamente, congelado por la sorpresa. Mi otro yo me dedicó una mirada de alegría, la que surge del reencuentro feliz. Y se marchó.

Rebusqué entre los papeles. Hojas rotas, diarios quemados, poemas incompletos sobre los que habían escupido. Ahora todo tenía sentido, y me sentía tonto y ridículo por no haberlo visto antes. Tenía las heridas en las palmas de mis propias manos y las buscaba en su espalda. Algún día dejarás de ser patética, flor de loto. Algún día comprenderás el mundo.

El sigilo se perdió al girar las esquinas del laberinto y los manotazos buscaron papeles a los que aferrarse. Cuando encontraron el correcto, mis dedos se relajaron. Pero no me dominó la calma, sino la derrota. Cuando estás a punto de morir, te invade una paz terrible, una paz helada y horrible que sirve como premonición ante la tormenta. Y en ese momento la sentí. La paz de la muerte. Yo mismo había asesinado a la vida, o alguien en mi lugar lo había hecho. No lo recordaba. Pero allí estaba. El papel manchado de sangre y las lágrimas con carmín húmedo. Ahora comprendía los aullidos.

El lobo no comía, no bebía. Solo aullaba y gritaba desde hacía noches. Ahora comprendía los aullidos. Ahora comprendía el dolor del mundo. El camino hacia la derrota se iluminó con grandes faroles de fuego e iluminó la estancia.

No era más que un ser insignificante luchando para no estrangularse a sí mismo, presa de la desesperación al contemplar su propia existencia. Patético. Patético ser inferior. Creías que la gloria de tu propio ego alimentaría el fuego de tu estómago. Pero lo llenó de sangre. Sangre que se ha desbordado y ha empapado las hojas de papel, sus hojas de papel. Y qué iba a hacer yo, si había llegado a dormir en la morada de un Dios. Qué iba a hacer yo, si no sabía en qué gastarme tal enorme tesoro.

Recogí los papeles. Sequé la humedad de las páginas. Recogí mis cosas y subí las escaleras despacio, cargando mis cosas entre los brazos. Alguna se cayó, rebotando con un sonido quebradizo sobre los peldaños. Pero qué importaba. Había quemado mis propias banderas por quedarme dormido con el cigarrillo en la mano. Había arrojado al lago todas mis provisiones sin despertarme en la noche, había roto mis planos y mis mapas, había destrozado mi brújula de una pedrada.

Y ahora estoy en mitad de una selva oscura, sin nada más que una lanza rota para defenderme de mi otro yo, aquel con el que me había cruzado en las escaleras. Porque él estaba allí, merodeando alrededor de mis ruinas. Con esa expresión de alegría fría, como de una estatua que sonríe sin sentirlo. Con esos ojos fríos que se alegran de la derrota, con esa mirada de serpiente. Está ahí fuera, en algún lugar de la noche, observándome y calculando mis movimientos. Calcula los pasos que doy. La comida que como. Las horas que duermo. Los pelos que se me caen y los que me crecen. Calcula las lágrimas que contengo al día. Me observa y yo no puedo verlo. Él está ahí, yo no sé donde me encuentro. Perdido en el laberinto. Con mi lanza rota. Con mi extremo del hilo.

Solo tenía una antorcha para pasar la noche eterna. Y el miedo me hizo ahogarla en el río. Ahora he asesinado el fuego y por mucho que lo intente, no puede encenderse. Ya no ardo.


Ya no ardo.

Ya no sueño.

Ya no sueño.

viernes, 2 de enero de 2015

Paso 3.

Lluvia de fuego.

























































Vivir con las cenizas.