martes, 15 de abril de 2014

El Gran Esqueleto

En una costa lejana, más allá de donde alcanza la vista, se extiende una cordillera de huesos inmensos. El cadáver de un gigante yace tirado sobre la hierba, descansa sobre la arena y muere en el mar, y su esqueleto se alza ante la vista del visitante, que cegado por la intensidad del sol a campo abierto, cree ver una ciudad, en lo que en realidad ve un túmulo.

Aquella aldea de tuétano y graznidos de cuervos, aquel altar de la muerte situado en ninguna parte y de nombre incierto, atraía a las malas gentes del lugar. Bajo la promesa de tesoros y riqueza, bandidos de toda clase y condición se acercaron al esqueleto del gigante, a sacar todo cuanto fuera posible para enriquecerse. Tal fue el saqueo, que las historias se extendieron a los vecinos más lejanos. Aquellos que nunca habían visto el mar, llamaron la Costa Negra a aquel túmulo a caballo entre Poseidón y Hades. Aquellos que habitaban la ya llamada Costa de la Muerte, lo llamaron el Relado, por el estado en el que quedaron los huesos tras el saqueo. Aquellos que ya habían estado, no le pusieron ningún nombre. Se limitaron a no regresar.

El bandidaje se asentó poco a poco entre los huesos del gigante. Comercios, restaurantes, hogares, plazas. Una ciudad en toda regla, enmascarada por un paisaje céltico y una sonrisa falsa que no muchos terminaron de creer. Para la desgracia de quienes cayeron en la trampa, la Costa Negra se los tragó lentamente, hasta asfixiarlos. Pero esa es otra historia.

El Gran Esqueleto tenía su propia Corte de dirgentes. En el país de los ciegos, el tuerto es el rey, dicen. Si entre las gentes del Relado ya había suficientes maleantes para saquear los palacios de 10 reyes, sus dirigentes eran capaces de saquear ellos solos una treintena de palacios, de reyes o emperadores. Tal era su codicia que al llegar al poder, no dudaron en terminar de saquear lo poco que le quedaba al lugar, para después vender el propio hueso del gigante. Organizaban una fiesta en el extremo oriental de la aldea, y mientras los transeúntes miraban hacia esa zona, sus líderes asaltaban el costillar gigante en plena noche y no dejaban nada para los cuervos. La memoria no era nada a respetar cuando se trataba de dinero. Y es que cuando no quedó nada más que comer, cuando ya se hubo saqueado todo lo que se pudo en el Relado, las gentes comenzaron a comerse las monedas. Comenzaron a masticar el cobre con el ansia de quien muere de hambre. Pero no había dinero suficiente en el mundo para calmar el hambre de aquellas gentes.

Las gentes del Relado eran peculiares. Si solo hubiesen sido bandidos, hubiese sido otro pueblo más, como los hunos o los cosacos. Pero si los comparásemos a estos, estaríamos faltando al respeto y al honor del que hacían gala estos pueblos. No, la gente del Relado no sabía de honor. En sus macabros intentos de calmar su sangrienta hambre, las gentes de aquel lugar terminaron comiéndose su honor, masticando y salivando como perros rabiosos en una perrera abandonada. Las gentes que habitaban el Gran Esqueleto se miraban los unos a los otros con desconfianza, con rencor. Todos envidiaban la casa del de al lado, todos miraban con recelo la bolsa de dinero que llevaba el vecino. El hambre y su alma negra hacía que la gente desarrollase un odio intenso hacia todo lo que estuviese fuera de sí mismo. No quedaba comida, bebida, dinero, ni honor que comer. Así que la deshumanización de la Costa Negra comenzó a extenderse poco a poco. La gente se comió los gusanos que aún poblaban el decadente esqueleto. La gente se comió sus principios, acompañándolos de corteza, para que el sabor no los hiciera sentir culpables. La gente masticó la ilusión, escupiendo grandes pedazos, pues la lusión es amarga como un limón podrido. No tuvieron ninguna duda en comerse la felicidad a bocados, como niños desnutridos, y ni siquiera pensaron en lo que estaban haciendo cuando se comieron su libertad. Pero nada de esto sació a las gentes del Relado. Nada.

Cuando uno ha vaciado su bolsa, la más llena y cercana es la del vecino. Pero si el vecino también ha vaciado su bolsa, ¿qué puedes arrebatarle? Las gentes del Relado elaboraron un plan ancestral: todo nuevo habitante traerá consigo una bolsa con ilusión,  felicidad y libertad. Jugosos bocados para un pueblo decadente y monstruoso como el del Gran Esqueleto, que no dudaban en despojar a todo niño o viajero de aquellos bienes para que nunca pudiesen marcharse. La Costa Negra se convirtió en un lugar oscuro, gris, donde el Sol dudaba de sí posar sus rayos, por si aquellas gentes decidían masticarlos. El Gran Esqueleto creció en población, y desde los cielos solo era una montaña de huesos y cuervos, donde las gentes del lugar reptaban y vivían como gusanos, comiéndose lentamente los restos y los cadáveres. Por el día, la sonrisa falsa y demacrada estaba a la orden del día: trataban de robar y comer todo lo que podían. Si el rival era fuerte, en pocos días lo desmoralizaban por completo, arrebatándole todo vestigio de humanidad y de felicidad, pues los hombres tristes son presas fáciles. Por la noche, los vicios corruptos y malsanos de aquellas gentes salían a relucir: algunos cortaban el cuello del vecino, para emborracharse con su sangre hasta caer al suelo, ebrios de crueldad; algunos se masturbaban en los cementerios, jubilosos por la desgracia ajena; otros colgaban a niños de los pulgares y los ablandaban a patadas, como el carnicero que golpea la carne en su establecimiento; otros agarraban en callejones oscuros a las mujeres feas o gordas, las metían en un carromato lleno de espejos, y se reían a su alrededor toda la noche; otros escribían falsas historias y mentiras en papeles, hacían aviones de papel, y dejaban que circulasen por el pueblo, para que alguien lo leyese y hacer caer una desgracia sobre los implicados; otros se hacían cortes en las muñecas y culpaban a su vecino, para poder comerse el buen nombre del enemigo y para alimentarse con la atención de quienes les creían. Todo formaba parte del objetivo total del Relado: comer. Alimentarse de todo. Comer del plato ajeno, comer de la cara ajena, comer del estómago ajeno.

Aquel Gran Esqueleto en podredumbre se levanta aún en la lejanía, y los pocos incautos que caen en el lugar tienen la desgracia de comprobar cuantas tragedias aquí he relatado. Aquellos que estuvieron allí el tiempo suficiente, marcharon a la primera ocasión. Aquellos que siguen volviendo, están malditos. Y aún vagan por el mundo, sin rumbo, buscando un rayo de luz, un lago limpio, una sonrisa sincera, un abrazo y un espejo sin imperfecciones, para librarse de la maldición del Relado.

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