martes, 24 de diciembre de 2013

El Montaraz y La Diosa.

Recuerdo cuando comenzó la travesía.

Me ajusté las correas de los brazaletes y comprobé que la pechera de la armadura estuviese bien colocada.
Cansado, me eché el manto por encima del hombro, cargué a la espalda mi bolsa.
Amarré con fuerza las dos espadas a la espalda.
Una por ti. La otra por mí.
Acomodé el arco en la funda y eché un último vistazo a mi rostro en el agua antes de partir. 

Veía ese mismo reflejo después de dos décadas. Los años habían pasado, los rasgos habían cambiado, pero la mirada era la misma. Vagamente reconocía esos ojos verdes, apagados y cansados tras la batalla. La barba sucia y enredada, y el pelo despeinado. La sangre cruzando mi rostro de lado a lado, cuarteada y seca. Escupí sobre la superficie del agua, y ésta se enturbio repentinamente y se volvió de color rojo, haciendo desaparecer mi cara en un débil remolino de sangre.



Salí de la casa y eché la vista al cielo. Las nubes, negras como el fin, cubrían toda la región. Frente a mí se extendía el desolador espectáculo que había sido mi día a día. Los cráneos de mis enemigos yacían empalados a lo largo y ancho de mi pradera, seca, convertida en ceniza. Dos vigas apuntalaban la puerta de mi cabaña,  vigas en las que los dedos, los amuletos y los dientes de mis rivales en combate oscilaban colgados de cuerdas. Al coger ambos palos y tirar de ellos con fuerza, arranqué los fúnebres muestrarios que sujetaban mi vida y la cabaña emitió un fuerte crujido. Mientras me alejaba, pude escuchar el estruendo de lo que había sido mi hogar, derrumbándose lentamente.

Crucé el bosque nevado, de altos pinos. Me abrí paso dejando tras de mí un reguero de nieve sucia, rojiza y turbia. Llegué al puente y observé las aguas del río, por última vez. Las corrientes entrechocaban, los peces se arremolinaban intentando ascender y la cascada emitía un ruido atronador. Atravesé el puente y corté sus cuerdas, dejando que se precipitara al abismo. Nunca más volvería a aquel lugar. En aquel acantilado dejé caer mi arco, y entregué así toda seguridad. Toda la seguridad de ver venir a mi enemigo, de luchar en la distancia. Dejé de ser Cazador.

Las praderas se tornaban verdes, la nieve se deshacía con los rayos de sol fugitivos que lograban abrirse paso a través de aquellas oscuras nubes, que lentamente, emigraban. Comenzó a llover, empapándome de pies a cabeza. El peso de la armadura, del manto cargado de agua, de las armas, ya no importaba. El viaje había comenzado. Vi restos de hogueras junto a los árboles, todos mis viajes fallidos. Todas las travesías que comencé y que el frío y el agua me había obligado a abandonar, forzándome a calentarme en el fuego y dormir, perdiendo toda esperanza. Pero no esta vez. Dejé caer mi manto sobre uno de los trozos de leña negra y calcinada. Entregué toda comodidad, toda protección contra el frío o la inclemencia del tiempo. Viajaría ligero, llegaría rápido. Allá donde iba no necesitaba calor. Dejé de ser Peregrino.



La lluvia cesó y la nieve desapareció a medida que avanzaba por la región. Continué mi camino apartando helechos y arbustos hasta llegar a la bajada del río. No había peces allí, sino sirenas. Sirenas que daban vueltas alrededor de barcas vacías y cargadas de equipajes abandonados. Todos mis intentos fallidos de cruzar ese maldito río flotaban en la intemperie. Puse un pie en la ropa, y me desaté las correas. No necesitaba armadura, no allí donde iba. Dejé caer las piezas de metal que cubrían mi cuerpo y dejé caer la sucia y ensangrentada camisa que llevaba bajo la pechera. Dejé de ser Guerrero.

Volví a cargar las espadas tras de mi, ajusté las correas sobre la carne desnuda, y me introduje en el agua. Crucé sin mirar a aquellas bestias de ojos fríos que me acechaban desde el fondo del río. Ya no eran animales hermosos, curvilíneos y brillantes. El velo de la realidad se había instalado en mis ojos para siempre y la claridad me mostraba bestias escamosas, de largos dedos acabados en punta, ojos vacíos y tenebrosos y dientes afilados y amarillentos. Los demonios de la posesión, los demonios del querer sin amor. Aquellos que nunca supieron tener. Crucé el río y abandoné aquel lugar.

Continué mi camino hasta llegar a un vasto valle sin nada en él. Sin casas, sin árboles, sin muestras de vida humana. Y en el centro de aquel valle, estabas tú.




Tú, con tu cabeza caída y tu mirada cansada.
Tú, con tu cuerpo desnudo bañado por el débil sol que luchaba por competir contigo.
Tú, con tu pelo rojo de fuego y vida ondeando con la tenue brisa.
Tú, ardiente, sujetando el Libro del Amor, sujetando los secretos, las normas y el índice.
Tú, de pie, parada frente a la vida.



Y llegué ante ti con las espadas como ofrenda. Clavé la mía en el suelo y juré permanecer en aquel valle, por siempre, hasta el fin de los tiempos, protegiendo aquel lugar. Creando, deshaciendo, edificando, construyendo tu mundo y el mío, lejos de prados de ceniza, de enemigos, de monstruos, de sangre, de nieve y de frío. Clavé mi espada en el suelo y juré quedarme contigo. Tendí la segunda espada, tu espada, y la tumbé sobre mis manos, como ofrenda. Dejé de ser Hombre. Me tendiste el libro, y así quedamos por toda la eternidad. Tú con tu mano sobre el pomo de mi espada, yo con mi mano sobre la cubierta de tu libro.

La sangre sobre nuestros cuerpos desapareció, humeante, como si los Dioses hubiesen decidido limpiarnos. Las marcas de guerra relucieron como nunca sobre nuestra piel, como si solo fuesen una en ambos cuerpos. 
Sentí tu mano sobre mi cabeza y comprendí que al fin había llegado.

Había llegado al final del camino y había sobrevivido. 
Por primera vez.

domingo, 22 de diciembre de 2013

Concrete Walls.

Sentí las vibraciones en los muros de casa. Eran golpes rítmicos, secos, como decenas de martillos, todos al tiempo, golpeando mi hogar. Al principio no le presté mucha atención, y decidí seguir durmiendo. Pero los golpes se incrementaron, cada vez más rápido, más fuerte. Era imposible conciliar el sueño, y aún así me giré en la fría cama, buscando una postura cómoda. Fue inútil.

A los golpes le siguieron gritos. Gritos desgarradores, los gritos de mil personas, lejos y cerca de la casa. Parecía que la guerra había entrado en mi habitación. Solo escuchaba esos golpes rítmicos y endemoniados, y los gritos. Y los llantos, y los arañazos en mi puerta. El ruido no cesaba. Me incorporé y me acerqué a la ventana. El espectáculo revolvía las tripas.

Madres, sujetando por los tobillos a sus hijos o lo que quedaba de ellos, y golpeándolos contra mi ventana. Con los ojos en blanco, y las bocas desdentadas abiertas, golpeaban el cristal de la ventana con fetos malformados y medios fetos, que cimbreaban desde las manos de sus psicóticas madres. Los cuerpos golpeaban y manchaban el cristal de sangre como pollos colgados de una carnicería.

Hombres fornidos, con las cuencas vacías y sangrantes, golpeaban de forma rítmica las paredes de mi casa con enormes hachas de hojas oxidadas. Sus armas no hacían la más mínima muesca en mis paredes, pero golpeaban con la fuerte suficiente como para destrozarme si salia del lugar.

Enormes arañas, viscosas y peludas, tejían mil telarañas en las ventanas de mi casa. Sus húmedos vientres palpitaban contra los cristales. La pegajosa y blanquecina tela deformaba la imagen de fuera, cubriéndolo todo lentamente, hasta dejarme a oscuras en la habitación.

Tumbado en la fría cama, me acurruqué con fuerza y cerré los ojos en la inmensidad de las tinieblas de aquella casa. Pero ni los ruidos, ni los gritos, ni los hachazos, ni el corretear de las arañas en el exterior de las paredes, cesaron. Sentí el corretear de aquellos pequeños monstruos por todo mi cuerpo, vi los brillantes dientes ensangrentados que me sonreían en la oscuridad, los blancos ojos de las mujeres que cargaban con sus hijos. La sangre de los cadáveres salpicó mi rostro, los gritos trillaron mis oídos. Nada cesó. Los observé.

Y comprendí que el infierno estaba en mí.

martes, 17 de diciembre de 2013

"Always".

Tengo recuerdos que se comen mis miradas, miradas que esconden errores y errores para levantar una fortaleza. Tengo vacíos dentro de mí que no lograrías a abarcar con un solo pensamiento, acantilados por los que se despeñan los sentimientos cuando no los coges de la mano. Tengo aquí dentro desiertos de hielo que tardarías días en cruzar.

Dicen que cuando miras dentro de un abismo, el abismo te devuelve la mirada. Me aterroriza mirar dentro de mí, por si en esa oscuridad aparecen unos ojos que me observen. Tiemblo, solo de pensar que esas tinieblas tienen pies para correr detrás de mi y manos para agarrarme el cuello. Solo de imaginar unos dientes que se cierren en torno a mi brazo cuando intente disipar la bruma de mi interior.

Tengo demasiadas cicatrices, por dentro y por fuera, como para mostrarme a la gente. Marco mi cuerpo con mis errores, mis objetivos, mis miedos, mis sueños. Marco mi cuerpo por si algún día no soy capaz de saber o decir quien soy. Y los días pasan, y las nubes se ennegrecen en el horizonte. Y yo no puedo hacer más que devolverle la mirada al abismo.

Sé que a veces me vuelvo de piedra, sé que a veces las espinas hablan por si solas y la armadura se vuelve de hielo. Sé que mis ojos a veces se esconden por miedo a atravesar la carne, sé que no puedo controlar mis mil capas de hierro y sangre. Sé que a veces no soy más que un Jekyll quebradizo que busca refugio en Hyde. Sólo quiero que siento desaparecer entre mi niebla.

Bajaría al fondo de los oceános a buscarte.
Subiría a la más alta de las nubes.
Atravesaría cualquier montaña o cordillera, buscaría en todas las costas, en cualquier ciudad.
Vivo o muerto, civilización o barbarie, convertido en un monstruo o todavía un débil humano, no te dejaría atrás nunca.
Jamás te dejaría atrás.

Desde que existes en esta dimensión y tu línea temporal se unió a la mía, esta realidad es más feliz que nunca. No sé cuántos yo viven solos, no sé cuántos yo siguen endeudados con la muerte, cuántos siguen creyendo que no vivirán un día más, cuántos tiraron la toalla y deshonraron su pecho. No sé cuántos yo siguen vivos o muertos, o sin ti.
Sé que en este plano, tú existes.
Y ahora todo brilla con mucha más intensidad de lo que nunca ha brillado.
Quédate.


miércoles, 11 de diciembre de 2013

Fragmentos.

Recuerdo cada instante en el que pasabas a lo lejos. Recuerdo verte ondear el fuego al mirar detrás de ti. Recuerdo mis pìernas flaquear, recuerdo mis manos no poder cerrarse. Recuerdo sentirme insignificante y estúpido si me preguntabas por algo, recuerdo sonreír si de forma tonta y despreocupada me hablabas de ti. Recuerdo encerrarme en el infierno y echarte a los perros si me preguntabas por mi. Recuerdo el "qué te has creído" que sonaba en mi cabeza cuando te imaginaba conmigo.


Recuerdo el juego de escalada en el que nos trepamos el uno al otro, intentando dejar atrás la muralla para ver que había al otro lado. Recuerdo subir antes, memorizar todo lo que vi tras tu muro, y tirarme de cabeza para llegar a tiempo a mi muralla y levantar un par de metros más. Hacer trampas, lo llaman... hasta entonces no sabía que se podía morir de culpabilidad por tratar de ser un completo extraño. Recuerdo tu sonrisa triste de "no pasa nada", al ver que por mucho que llamases a la puerta, nadie iba a abrirte.

Recuerdo no saber si todo aquello era posible. Recuerdo el deber, el honor, el no poder, el tener que estar lejos, el sentirse viejo, el quedarse aparte para que las hienas tuviesen su festín. Recuerdo verte de lejos herida, arrastrándote y sonriente, con mil cadenas y mil toneladas a la espalda. Recuerdo romperme las manos contra las paredes para despertarme a mí mismo. Recuerdo las batallas nocturnas dentro de mi cabeza, las botellas vacías, la sangre en la pared y el vómito en el sótano, recuerdo mis manos estrangulando sentimientos, arrancando costras y echando sal. Recuerdo la locura, cariño. Eso sí que lo recuerdo perfectamente. Recuerdo el dolor.

Recuerdo los tropiezos. Recuerdo las caídas. Recuerdo el no recordar mi nombre. Recuerdo el olvido. Recuerdo las voces dentro de mi cabeza intentando levantarme, ayudarme. Recuerdo dejarme llevar por el infierno.

Hoy, recuerdo más cosas. Porque abriste la puerta.

Recuerdo tus manos entre las sábanas. Recuerdo tu rostro envuelto en fuego, sonriendo a lo lejos en una estación de despedidas, o de bienvenidas. Recuerdo tu espalda dibujada, reflejando la luz del alba. Recuerdo tus labios cuando llegas a casa. Te recuerdo cada vez que el frío atenaza mi yo interior. Recuerdo cada instante contigo para multiplicarlo por todo. Recuerdo aquella cama estrecha, recuerdo aquella habitación ajena, recuerdo aquel huerto, aquel autobús, aquella lejana habitación de hotel, y la otra, y la otra, y todos los senderos lejanos y extraños, y cada momento de dolor y de pena y de rabia y de cariño y de vida, y recuerdo cada beso, cada beso en la boca, en la frente o allí donde los ojos no llegan. Recuerdo todo lo que me ha dado la vida y me ha enseñado a respirar.
Recuerdo todo porque es la manera de recordarme a mi mismo, cada día, cada segundo, que contigo empecé a ser humano.

Dicen que si crees en algo con la suficiente fuerza, puede llegar a cumplirse.


Un día quise no sentir dolor, y no ocurrió nada.
Otro día quise curarme de mi locura, y todo siguió igual.
Un día deseé no estar solo.

El resto ya lo sabes.

domingo, 1 de diciembre de 2013

Gurg.

Yo siempre fui el secundario de la historia. El personaje distante, de moralidad ambigua, que aparece cuando menos lo esperas para decirte la verdad, del que nunca se sabe lo que ocurre, sus razones, sus intenciones, su muerte. Ese personaje que cuando todos son felices, todos han conseguido su final soñado, su feliz desenlace, él se mantiene apartado, observando y sin sonreír, porque sabe que al espectador no le importa.

Yo siempre fui el marginado.

No se me cansaría la cabeza ni necesitaría muchos dedos para contar las veces en las que he sonreído, para ser honestos. Tampoco me pondría colorado diciendo que mi papel se comió el personaje, que nunca he sabido escapar de mi propia tortura y que todas mis acciones nunca van dirigidas a salvarme a mí mismo. No, nunca.

Puedo decirte que nunca creí en la vida. Nunca creí en la ayuda desinteresada. Nunca creí en las manos que salvaban de precipicios, en las espadas que luchaban por ti o en los escudos que te protegían de las lluvias de flechas. Durante las batallas, mientras todo morían a mi alrededor, no había honores ni ceremonia para mí. Solo había deshonra y etiqueta de desertor por haber sobrevivido. Créeme: intenté morir más veces de las que nadie puede dar cuenta. Pero nunca hubo recompensa. Solo rencor y vergüenza.

Nunca hubo armaduras que me valiesen, siempre luché a pecho descubierto. Nunca hubo espadas que pudiese manejar, luché con las manos desnudas. Mientras los demás iban a caballo, yo corría tras el ejército. Cuando los demás yacían con mujeres, yo abrazaba mi sombra en el granero. Si nunca me rendí fue para no dar la razón a las voces del infierno que se mofaban de mi mala suerte y de mis derrotas. Siempre fui el caballero manco, el samurai sin amo. Siempre fui un perro ladrando a la puerta de todas las casas, buscando una mano que tocase mi sucio y erizado pelo.

Vagué por las calles sin ganas, con los ojos entrecerrados y la cabeza caída. Deambulé mugriento, cansado y entumecido. Sangré en todas las esquinas de la ciudad, pero ninguna casa me dio cobijo, ninguna cocina me dio las sobras.

Para cuando llegué a tus manos, no recordaba cómo ladrar.
Para cuando llegué a tu pecho, no recordaba mi nombre.

Ahora no tengo alma, no tengo vida. Tengo demasiada historia para ser humano, demasiada cicatriz para tan poco cuerpo.

Pero tengo un escudo que salva de mil batallas.
Tengo unos ojos que me alumbran en la oscuridad.
Tengo una mano que salva de todos los precipios.

Y tengo un lugar donde morir en paz.



Te quiero.

lunes, 18 de noviembre de 2013

Muerto.

-Firme aquí, aquí... y aquí.

Tomé el bolígrafo que aquel tipo me ofrecía, intentando no mostrar flaqueza al levantar las cadenas que colgaban de mis brazos. Lo cogí, sin creérmelo demasiado. Estaba a punto de hacerlo.

Dicen que cuando estás a punto de morir ves toda tu vida por delante. Deja que te diga algo: es mentira. Cuando estás a punto de morir solo ves a la muerte frente a ti. Y tú decides si mirarle a los ojos o agachar la cabeza. Lo cierto es que importa más bien poco, morirás de igual manera. Tú eres quien decide si quiere ser una sabandija que no mira a la cara al final, o un ser finito con un mínimo de honor.

Garabateé mi nombre sobre aquel pedazo de papel amarillento. Eché un último vistazo al cofre, aquel enorme cofre que no se despegaba de mí. Podía escuchar las voces dentro, podía escuchar los reproches y las amenazas.

¿Sabes qué es lo mejor de morirse? Que lo dejas todo atrás. Que no dejas ningún cabo suelto, porque son los demás los que tienen que atarlos. Que no tienes que mirar al mundo a la cara, si no quieres hacerlo. Los hilos se rompen, las marionetas se caen al suelo, los animales dejan de intentar devorarte, los humanos dejan de intentar joderte. Todo se convierte en un pozo oscuro, absoluto, negro e infinito. Todo se va. Y no vuelve.

- Muy bien. Ponga su huella dactilar aquí y entregue todas sus pertenencias.

Hice lo que el tío me dijo. Quién coño era yo para cuestionar a Leteo. Puse mi huella, me desnudé, dejé mis cosas sobre la cinta mecánica. El tipo salió del mostrador con una enorme llave de hierro, que introdujo en la cerradura de mis grilletes y me dejó libre.

- Pase por aquí. Buena suerte.

Desnudo, sin pertenencias.Caminé a través del enorme arco de mármol que me mostraba mi anfitrión, y eché un vistazo tras de mí, observando por última vez el cofre que me había acompañado hasta entonces. Dos hombres fornidos, sin cabeza, cargaron con él y se lo llevaron de mi vista.

Caminé por los pasillos, pisando el frío azulejo que decoraba el lugar. Cuando te pierdes, el instinto de conservación sale a la luz y se aferra a tus poros. No quieres encontrar la salida, no quieres escapar del laberinto, no quieres salvarte. Quieres que alguien lo haga. Quieres desesperadamente que alguien pose su mano sobre tu nuca y te diga que todo va a ir bien, que va a llevarte a la salida.

Giré la esquina y la ví allí. Como fuego en la noche. Como luz en la oscuridad. Y su mano tomó la mía, guiándome a la salida.

El sol cegó mis ojos, la brisa penetró en mi cuerpo. Ella me miró y me sonrió. Pasó su mano por mis brazos, marcados por las cadenas que parecían imperecederas, marcados por los años, marcados por la tortura.

Era libre.
Era completamente libre.

Dicen que cuando estás a punto de morir ves toda tu vida por delante. Deja que te diga algo: es mentira. Cuando estás a punto de morir solo ves a la muerte frente a ti. Y tú decides si mirarle a los ojos o agachar la cabeza.

Yo la vi y la tomé de la mano. Y la besé. Y no dejé que se fuese nunca más.

¿Sabes qué es lo mejor de morirse? Que lo dejas todo atrás. Que no dejas ningún cabo suelto, porque son los demás los que tienen que atarlos. Que no tienes que mirar al mundo a la cara, si no quieres hacerlo.

Yo decidí morir para no miraros nunca más a los ojos. Porque hay diferentes tipos de muerte. Y la mía es la más dulce.

Freya me salvó del laberinto. La valkyria fue mi muerte, voló mi mandíbula, me salvó de un mundo que no quería seguir respirando.

Y ahora estoy muerto.
Para ti.
Para todos vosotros.

Para siempre.

Y me encanta.

martes, 29 de octubre de 2013

...

"All in all, you're just another brick in the wall".


domingo, 27 de octubre de 2013

Fromheretonowhere.

Se detuvo.

Echó la vista atrás, y vio la larga carretera, vacía, polvorienta, como si el tiempo hubiese decidido nunca volver a pisar ese lugar.

Respiró profundamente y sonrió, observando el cartel más cercano y viendo la distancia recorrida.

Echó un último vistazo al camino que dejaba tras él, en el que lo único visible era el sol, la distorsionada línea del horizonte que parecía arder, el polvo y la arena que la brisa levantaba, y el inmenso azul del cielo.

Se acomodó en el asiento de la moto.

Se quitó el casco y lo tiró contra el asfalto.
Se quitó la cazadora y la dejó caer al suelo.
Se quitó la camiseta y la lanzó al aire.

Cerró los ojos. 
Agachó la cabeza.
Sonrió.

Y aceleró hacia ninguna parte.


martes, 22 de octubre de 2013

B. & C.

No necesitamos nada de esto.
No necesitamos nada de nadie.
Las balas más brillantes llevarán nuestros nombres,
el mío en la tuya,
el tuyo en la mía.

El resto llenarán los cargadores,
y los puntos de mira se dirigirán al horizonte.
Aqui parados,
firmes,
temblando,
en medio de un sendero polvoriento,
esperando ver a lo lejos algún enemigo,
alguna luz roja o azul,
alguna cara desgraciadamente conocida.

Pero no más angustia.
Ponte el cinturón.
Nos vamos de aquí.

La carrera y el mundo.

Unos metros más.
Levanto el brazo, cansado, y alcanzo otro saliente.
Levanto el otro, tenso las piernas, me impulso con uno de los pies mientras levanto el otro, y asciendo unos metros más.
Unos metros más.

Puedo escucharlo todo.
Es como si pudiese escuchar la voz del mundo bajo mis pies.
Las voces de todos, atronando en el interior de mis oídos.

Puedo escuchar las voces de todos y puedo distinguir las voces que se dirigen a mí.
Reproches, burlas, risotadas, insultos.
Pego la frente a la roca que escalo, y no quiero mirar abajo.
Siento las miradas de todos clavadas en mi espalda,
sus afiladas ansias de verme caer.
Puedo sentir su mirada incluso cuando llevo tanto tiempo escalando,
intentando escapar de ellos y de esa sensación,
que ya casi he alcanzado las nubes.

Aprieto los párpados durante un segundo,
en un vano intento de borrar esos pensamientos de mi cabeza,
y vuelvo a ascender unos metros más.
No quiero saber cuánto me queda para llegar a la cima:
no quiero llegar a ella, porque eso significaría dejar de escalar.
Sigo trepando por la escarpada pared de la montaña de roca,
sin mirar abajo.
Cada vez que levanto una mano para subir,
veo una mancha de sangre en el saliente anterior.
Noto el espeso y caliente flujo de la vida deslizándose y derramándose entre mis dedos,
empapando las inútiles vendas de mis manos, complicándome el ascenso.
Pero tengo que seguir.
Unos metros más.

Paso a través de las nubes,
siento el frío y el agua calándome hasta los huesos.
Noto el alivio de la humedad en mis mejillas,
y aunque la roca está más resbaladiza que de costumbre,
el agua despierta mis sentidos,
y me anima.
Dejo a un lado en mi mente el dolor de las heridas de mis manos,
el dolor que recorre todo mi cuerpo,
el cansancio,
las constantes ganas de vomitar,
la tensión que amenaza con romper una cuerda invisible dentro de mi cerebro,
mi destrozo,
y asciendo.
Unos metros más.



Y cuando paso a través de las nubes, puedo echar un vistazo alrededor.
Puedo ver todo el cielo desde ahí arriba.
Puedo mirar abajo y ver el tremendo mar de nubes que he dejado atrás,
el inmenso océano blanco que se extiende bajo mis pies y mi montaña,
un falso colchón que parece invitarme a saltar.
Y cuando alzo la vista, lo veo.

Cientos de montañas, separadas entre ellas,
aquí y allá.
Y en todas ellas,
un hombre que escala.
Un hombre que soy yo.
O era.
O sería.
Un hombre que me mira fijamente,
tan fijamente como yo a él.
Y entonces comprendo lo que me cuenta el mundo.

En algunas montañas, el hombre carga con un cadáver a su espalda.
En otras, con dos.
En otras, con tres.
En algunas, incluso, cuelga con toda una legión de cadáveres que subir con él en su ascenso,
colgando de su cintura.
Distintas cargas.
Pero siempre una montaña,
siempre un hombre.

Yo, en mi montaña, subo solo.
Sin peso, sin lastre.

Y sonrío sabiendo
que ganaré la carrera.


Adiós.

- Adelante - dijo el tipo de la puerta.

Echó un vistazo a través de la pequeña ventana de cristal de la puerta, y giró el picaporte.

Entró en el bar y se detuvo sobre la sucia y empapada madera. Una guitarra vieja y de cuerdas oxidadas se lamentaba como un perro callejero, mientras una voz negra entonaba un himno de esclavos. Echó un vistazo a su alrededor y no vio a nadie. El local estaba vacío. Sólo una chica con la mirada perdida y embobada por el humo de su propio cigarro seguía allí.

Caminó hasta la mesa y se sentó frente a ella. La miró fijamente a los ojos. Ella le devolvió la mirada.

Nada. Ni una palabra, ni un gesto. Él no sacó nada en claro.

Miró a su alrededor. Seguía sin haber ni un alma en la sala. Ella miraba nerviosamente a su alrededor de vez en cuando, como si buscase a alguien. A cualquier persona. Algo.

Él suspiró, dejó un par de monedas encima de la mesa, para que la chica pagase lo que había bebido, y salió por la puerta del bar.

- ¿Y bien? - dijo el tipo de la puerta.
- Es inútil.
- Lo siento. Creíamos que respondería a algún estímulo pero...
- No importa. Tarde o temprano ocurriría.
- Si mejora, ¿debo decirle algo?

Él fue a decir algo, pero inmediatamente se calló. Echó un último vistazo a través de la ventana de la puerta.
Dio media vuelta, y se fue del hospital.



Rhea.

Cuentan los hombres que en algún lugar murió el sentimiento,
en algún rincón del bosque más oscuro
se perdió la confianza en el mañana y se empezó a temer el nunca.

Ríe el monstruoso dios que creó la fortuna,
inunda con sus carcajadas el espacio
y tose a causa de la risa.
Cada vez que alguien se salva de la muerte,
resuella con fuerza, frunce el ceño y vuelve a apretar la pluma en su mano,
escribiendo el más triste hado para un alma
que tuvo la mala suerte de tenerla buena.

El perro guardián del infierno jadea,
babea,
gruñe y aguarda impaciente,
buscando el cuello de la vida,
buscando la manera de terminar la historia del mundo.
Espera con calma en el pozo más profundo,
bajo los pies de todos,
bajo la tierra sobre la que descansa el mundo.
Espera para acabar con el dolor.

Y duele pensar que algún día fueron hombres.

lunes, 21 de octubre de 2013

Dime.

Yo ya no tengo tripas.
Yo ya grité "libertad", y me cortaron la cabeza.
Yo apenas me mantengo en pie a causa de las heridas.
Yo apenas tengo sangre en mis venas,
apenas tengo luz en la mirada,
ya no puedo vislumbrar una salida.

Yo no siento mis extremidades en el frío,
en el doloroso frío,
en el vacío.
Yo no siento mi interior por el fuego,
el ardiente fuego que consume mi vida,
mi memoria,
mi conciencia,
mi asquerosa y triste historia.

Yo apenas soy un hombre,
sino una ruina.

Pero yo respiro y no estoy solo.
Yo sonrío.

Ahora dime lo que merezco.
Y después dime lo que mereces tú.

martes, 15 de octubre de 2013

"Hasta mañana".

Canta el borracho tristemente,
de batallas pasadas se alimenta.
Se limpia las babas con la manga,
porque enfadada, de su lado, se fue la sirvienta.

Cuánta nostalgia de celos, mentiras y propaganda.
Cuánta nostalgia de cadenas, correas y bozales.
Cuánta prisa por defenderte, cuánta demanda.

Espejos deformes, rotos y grotescos,
que muestran lo bizarro que es el ser humano,
cuando tiene el poder en su mano,
de hacer daño a quien más quiere
porque ya tiene el corazón muerto.

Espejos sucios, rayados y feos,
que muestran lo patético que es el ser humano,
cuando tiene ansias de poseer y ser adorado,
por aquellos que no saben quererse a si mismos,
porque ya no sienten calor en sus cuerpos.

Pero esto no es un ataque, diminuta lombriz de agujeros pasados,
sino una advertencia, de las que sueltan los seres civilizados, con clase y educados.
Quizá algún día dejes de mirarte en tus espejos,
y comiences a mirarte en los míos,
para comprobar que no hay ápice de pena en ellos,
sino risa, odio y hastío.

Porque ni siquiera sé con quién hablo,
ni conozco a mi enemigo.
Porque mientras sigas alimentándote de mierda,
para no enfrentarte a la luz de las ventanas,
seguirá tu cerebro envuelto en hilos.
No hilos de seda, querida.
Hilos de araña.

Recuerda que soy carta y revólver.
Recuerda lo que vale un as de espadas.
Como dice el refrán:
"a las buenas muy buenas...
...a las malas, muy malas".

Porque recuerda una cosa,
Caperucita Sucia,
mi pequeña niña malcriada:
el leñador se convirtió en lobo.
Un beso,
buenas noches,
y hasta mañana.


Doña Münchhausen.

Triste la dama llorona,
que camina por los pasillos de su subconsciente
como si pudiese perdonarle la vida al mundo.

Triste,
triste infamia humana,
que miente, finge, actúa y pretende
que el universo la arrope,
la adule,
la quiera
y la necesite.


Tú,
hija de Münchhausen,
dictadora de sentimientos y acaparadora de galaxias,
devoradora de vidas,
te crees con poder para dominar sobre las vidas de los que te observan con tristeza.

Tú,
parodia de Minerva,
no cazas animales sino verdades,
las torturas en las profundidades.
Deformas, retuerces y manipulas
todo lo que tocas,
para olvidar la melancolía que rellena tu cuerpo.
Porque no eres capaz de saborear tu vida,
masticas la muerte de otros.

Acabaste con ella,
reptil asesino.
Acabaste con ella.
Acabaste con su color blanco y sus ilusiones huérfanas,
y ya no distingo el odio de la pena.
No soñabas acabar con mis enemigos,
no querías exterminar mis peligros.
Anhelabas morir a tus rivales para ocupar un trono junto a mi mente encadenada.

Porque ya no sabes lo que eres.
Porque la locura mudó tu piel, serpiente.
Porque el odio que le tienes a la nada ha acabado con tu vida.

Porque la mentira nunca fue una buena guía.
Porque tu luz negra se ha comido tu sonrisa.

Porque yo estoy cubierto de flechas, sangres y fuego,
pero tú estás cubierta de fango, de burlas y muertos.

Y los pactos de tinta que yacen en mi cuerpo,
me recuerdan que sigo vivo.

Porque yo estoy solo,
no soy más que un chucho perdido en la montaña con las patas rotas
y la mirada cansada.

Pero tú estás contigo misma,
y te convertirás en tu nueva carnada.

Sigue reptando por los suelos.
Sigue huyendo del mañana.

jueves, 10 de octubre de 2013

Sangra Octubre.


Sangra Octubre,
como todos los años de esta muerte tan larga.
Se abre en canal,
derrama sobre mis heridas recuerdos de vinagre y culpa.
Y la tormenta se desata en mi estómago a cada paso,
a cada memoria envenenada de un infierno de hierba, roca y agua.



El sol no calienta,
la luna no ilumina,
la lluvia no empapa
y la hierba no crece.
Solo puedo escuchar el dolor rodando colina abajo,
estrellándose contra los muros de mi mente,
haciendo temblar los cimientos.





El viento invita a bailar a las hojas.
Giran,
giran y bailan,
dan vueltas en remolinos de patrones extraños,
sin rumbo,
estrellándose contra las paredes y chocando torpemente con todo lo que se encuentra a su paso,
como insectos idiotas que no saben hacia dónde van.
No puedo hacer más que observarlas,
ver su sin rumbo,
sentir como el viento silba a mi alrededor y levanta mi abrigo en vano.
Quien fuera hoja,
quien fuera bolsa de plástico,
y dejarse llevar.
Dejarse llevar hasta el fin.


Cierro los ojos.
Intento no ver el mundo,
transformarlo todo en una cortina translúcida.
Pero los rostros emergen de las profundidades,
dibujan la oscuridad con sus siluetas.
Los dedos afilados señalan desde las esquinas,
las miradas abrasan mi nuca,
los reproches taladran mi pecho.
Ya no están ahí,
pero los siento.


Y sigo buceando en el fondo de los vasos,
buscando una fuga, un desagüe por el que abandonar mi vida.
No puedo apartar los ojos de la calavera de mi piel,
no puedo dejar de leer su mirada: "Ocurrirá".

Tumbarme en colchones de humo,
sentarme de espaldas al tiempo,
ahorcarme en mi suerte,
vivir de mi muerte,
sentir que no quedan momentos,
recuerdos, verdades,
instantes que aviven mi mente.

Apenas puedo
 dar dos pasos
 sin sentir cómo se clavan las imágenes en mi cerebro.
Apenas puedo
tomar aliento
sin sentir cómo el veneno se come mi interior.

Pero no.

No dejaré que el Anciano me mastique.
No dejaré que el monstruo acabe conmigo.
No seré infiel a la promesa de mi pecho.

miércoles, 9 de octubre de 2013

Romance del muerto.

Ya conozco mi sentencia. La conozco desde hace tiempo.

Una triste burla en el lugar más inhóspito del abismo,
me susurró mi destino.
Y desde entonces lucho contra mi mismo,
lucho contra mi propio reproche.
Lucho contra todo lo que se ponga en mi camino.
Lucho para que no roben mi cadáver
y se lleven todo lo que me queda,
desapareciendo en la oscuridad de la noche.


Escuché los tambores ahí fuera, marcando el ritmo del dolor,
junto con los cuernos que anunciaban la llegada del último día.
El sol sintió miedo y huyó del lugar,
tropezando y rodando colina abajo,
rompiéndose contra el fondo del valle
y sumiendo mi mundo en las tinieblas.
Todo llega a su debido tiempo.
Y yo, manos de cuero curtido,
garganta de hielo,
pecho de plata y oro bruñidos,
no descansaría ese día en mi lecho de muerte.
No dormiría envuelto en madera,
bajo el campo de batalla,
donde yacían todas mis memorias.
No moriría ese día,
no cerraría mis ojos y exhalaría mi último aliento,
no volcaría mi triste bolsa de gloria.


Intenté empujar con todas mis fuerzas hasta que mis huesos llorasen,
empujar la tapa del cofre en el que habían encerrado mi cuerpo.
Pero mi jaula de carne y hueso no me respondía,
y comprendí que era inútil: estaba muerto.
Pero el alma de un guerrero solo es el alma de un guerrero si no descansa,
si no se rinde,
si no pide ayuda,
si no se derrota a si mismo,
si no odia a la muerte más que a su cuerpo.
Así que me separé de mi frío y blanquecino cadáver,
envuelto en una vieja armadura ensangrentada,
vestigio de mis últimos logros,
vestigio de mis últimos fracasos,
vestigio de los momentos en los que antes de morir
decidí rebelarme contra el universo,
contra los humanos,
contra el amanecer,
contra el ocaso.


Me levanté despacio,
dejando atrás mi cuna de roble,
dejando a mi inerte yo en el fondo del sarcófago,
con los ojos cerrados,
durmiendo,
y abandoné la muerte a la que mis enemigos sometieron mi cuerpo.
Abandoné la muerte,
y abandoné la gloria,
abandoné toda posibilidad de cenar con los dioses esa noche,
abandoné toda posibilidad de recibir una recompensa por el sufrimiento,
abandoné toda posibilidad de sonreír después de la herida.
Porque la muerte no es opción.
Y llevo abandonando desde entonces
todas mis esperanzas de vida.


Pero renacería con todo mi esplendor.
No abandonaría mi cuerpo allí,
mi único amigo en el fin,
en una explanada de ceniza, sangre y lágrimas,
yermo inhóspito cubierto de flechas, lanzas, escudos y esqueletos,
cadáveres,
miembros amputados,
fracaso y deshonra.
Cargaría conmigo mismo hasta el fin si fuese necesario,
para devolverme la oportunidad sobra la que no me dieron potestad.
Agarré con manos encallecidas mi ataúd
y lo saqué de su fosa.
Mi cuerpo y yo viajaríamos hasta el infinito,
hasta donde la tierra acababa,
hasta donde hubiese un mínimo brote de luz,
una brizna de hierba,
una lluvia cálida que limpiase aquella sangre seca y cuarteada sobre mis ojos.
Tiré del cajón de madera y me aventuré en la noche.



Los cuervos volaban en círculos sobre mi carne,
pero a mi no me hacían caso.
Les atraía el hedor de la podredumbre,
el olor de lo que había terminado.
No les iba a permitir atrapar mi cadáver,
no les iba a dar lo poco que me quedaba.
No les otorgaría lo poco que me daba aliento,
aún cuando ya había fracaso.

Escuché un aullido a lo lejos,
y vi una sombra que se alzaba en la colina,
la silueta de un lobo.
Emocionado,
tiré con fuerza del traje de clavos y madera que mis enemigos me regalaron en combate,
y ascendí la colina a cualquier precio.
Pero ya no sentía dolor,
no sentía el sudor,
no sentía el miedo,
no sentía el frío.
Porque no tenía precio,
no tenía fin,
no tenía principio.
No era uno de los necios
que me dieron muerte creyendo que estaban vivos
sólo por decidir mi suerte.
Ascendí,
ascendí sin despegar mi vista de la luna,
que se alzaba como una dama mortecina en el fondo del cielo estrellado.
Debía llegar al lobo.
Debía volver a la vida como un ser libre,
corriendo entre las bestias que no necesitan distinguir entre el bien y el mal.
Debía renacer como animal de la noche,
animal en manada,
animal que ayuda porque está en su naturaleza
y no siente pena ni fracaso ni odio contra la mañana.









Pero cuando alcancé la silueta,
descubrí el engaño de un tronco partido,
hueco,
por donde el aire pasaba y simulaba un vago aullido.
Observé el tronco e imaginé mi pecho,
frío y muerto,
con un agujero por el que pasaban las desilusiones,
simulando un vago llanto.











Mi mente yacía en ruinas,
desesperanzado.
Todo parecía una burla,
una triste broma que osaba despedazar mi alma.
Como un laberinto cuya única salida está sellada,
aquel yermo se reía de mi.
Proseguí mi camino arrastrando mi final,
y quien sabía si mi principio.
Debía encontrar el por qué,
debía encontrar un sitio.
No podía quedarme allí,
entre las ningunas partes de un ningún lugar,
muerto y patético,
fracaso humano,
cometiendo errores aún donde nadie los ha cometido.
Tiré del cofre a duras penas e intenté no mirarme a los ojos:
no podría perdonarme decepcionar a mi cadáver.
Porque no hay nada tan triste como decepcionarte a ti mismo cuando has muerto.

Seguí el sendero de plata que dibujaba la luna en el valle.
Atravesé montañas, senderos,
prados, desiertos,
acantilados,
ríos,
cuevas,
infiernos.
Y no cesé de tirar de mi cadáver.
No había salida,
no había compañía,
no había nadie a quien llamar,
llorar,
pedir,
gritar.
No había nada ni nadie que me salvase del suelo.
Así que levanté mi plegaria al cielo y contemplé a los oscuros cuervos.
Y comprendí lo que estaban haciendo.



No querían mi cuerpo.
No querían masticar mi carne helada,
arrancar mis venas y bañarse en mi sangre.
Me estaban guiando a un destino incierto.

Con fuerza renovada,
deseoso de saber el rumbo de aquellas oscuras pero esperanzadores aves,
cargué sobre mis hombros un extremo del ataúd y caminé con él a cuestas colina abajo.
Nazareno de la noche pagana,
no me permití detener mis pasos ni por un momento.
Seguí a los cuervos,
seguí a los emisarios de la noche que volaban sobre mi cabeza,
con la esperanza de encontrar una nueva puerta,
un nuevo camino,
un nuevo futuro.
Buscaba la manera de salir de ese lugar de nadie,
de ese purgatorio,
de ese ningún sitio.

Y cuando creí haber llegado a una salida inminente,
guiado al centro de una explanada de ceniza, sangre y lágrimas,
aquella donde los cuervos revoloteaban en círculos de nuevo,
como si quisieran mostrarme a donde me habían traído,
comprendí la burla.


Frente a mí yacía la hendidura de tamaño rectángulo
escarbada en la tierra,
de la que había sacado mi ataúd de roble,
con un mandoble de ébano clavado en la cabecera,
a modo de lápida,
con un triste cartel de madera que cuelga del mango,
rezando:

"Aquí yace Lord Morrigant,
patético bufón revestido de hierro,
torpe soldado engalanado,
oscura vergüenza de su familia,
pobre y maldito,
condenado al eterno vagar de su propia discordia
por morir asesinado por su propia mano en combate,
hasta el día del Fin".

Y desde entonces vago,
cualquiera que sea mi desgarrador destino,
solo y maldecido,
cargando con mi ataúd por un yermo
en el que solo se ve la noche,
solo se ven los cuervos,
solo se ve la nada.
Estoy muerto,
totalmente muerto.
Pero a diferencia del resto de viajeros que pasan por estas tierras,
yo estoy despierto.
Camino con mi culpa a rastras,
mi cadáver es mi único amigo,
y mi muerte,
en este lugar,
es lo único cierto.


jueves, 26 de septiembre de 2013

Roma.

Tras un período de tiempo tan indefinido como la cantidad de estrellas del cielo, llegué a aquel lugar. Y un escalofrío recorrió mi espalda.

Hacía mucho tiempo que no visitaba aquella ciudad. Caminé por sus calles, o al menos lo que quedaba de ellas. Todo derruido, destruido, devastado. Las antiguas estatuas apenas asomaban cuatro palmos sobre la arena, sus pedazos decoraban el lugar como las migas de pan en la mesa de un pobre. El cielo amarillento apenas derramaba luz sobre los trozos de metal carbonizado que yacían incrustados en las paredes o en el suelo, que algún día fueron coches, motos, tanques.


La ciudad de Atreum Ef yacía en mitad de páramo inmenso de polvo y arena radioactivos. La inmensa explosión nuclear que había tenido lugar allí no mucho tiempo antes de mi llegada había devastado todo signo de la antigua hegemonía de ese lugar. Caminando entre sus ruinas, podía recordar la negra roca que antes se erigía por encima del horizonte, las imponentes y oscuras estatuas que adornaban cada esquina.
Los tanques apostados a las entradas de la ciudad, los soldados charlando con rostro severo a la entrada de los bares.
El toque de queda, la cuarentena.
La sangre que se podía oler desde las alcantarillas.

Intentando alejar esos pensamientos sobre la ciudad que un día fue mi hogar, me ceñí el sombrero y me subí el pañuelo para cubrirme el rostro. Caminando, llegué al palacio del tirano que solia gobernar la ciudad. O por lo menos lo que quedaba de él.


En lugar de un edificio, había allí un círculo perfecto en el suelo, enorme, de metros y metros de diámetro en el que sólo había ceniza, polvo y arena. Daba la sensación de que un dios había bajado su dedo índice y había aplastado esa parte de la ciudad. No quedaba allí nada excepto muerte, vacío, soledad, rodeado por todas partes de altos edificios ruinosos y despedazados. Y en el centro, una multitud que se agolpaba. Parecía como si en el centro de aquel sitio, hubiese algo importante. Algo que las gentes de allí no hacían más que repetir como si se tratase de un salmo, como si el motivo de aquella devastación estuviese allí, en el centro de esa desolación de tierra sobre la que nos encontrábamos, y en cualquier momento pudiese estallar de nuevo. Así que me propuse averiguar de qué se trataba.



A medida que caminaba hacia ellos, comprobé como el clima de aquel lugar era extraño. El sol caía con la fuerza de un yunque sobre mi cabeza, pero el viento era intenso, un viento afilado que penetraba entre las trabillas de mi gabardina y me helaba los huesos. Al caminar, mis botas levantaron una nube de polvo tan denso que podía cortarse con cuchillo y repartirse en pedazos a todos los desgraciados que se amontonaban intentando llegar al núcleo de aquella circunferencia terrestre.
Harapientos.
Sucios.
Demacrados.
Y sorprendentemente, sonrientes. Yo esperaba ver rostros de angustia, de pánico, rezando a ese dios de la destrucción que no repitiese su crueldad sobre ellos. Pero encontré sonrisas y lágrimas de emoción, durante aquella monótona oración que salía de sus bocas: "Roma". La palabra "Roma", una y otra vez. Sin parar.

Me abrí paso apartando a la gente y llegue al centro, esperando encontrarme un pedazo de la bomba que debía haber caído en aquella zona.
Busqué un destructor de mundos que aún no había detonado, un monstruo infernal que echase llamas nucleares por la boca.
Busqué un dios.
Busqué al diablo.
Pero no había ningún artefacto explosivo, o animal mitológico, o ser divino allí, entero o por piezas, que explicase la devastación de aquel lugar.

Lo único que había allí, que al parecer era símbolo de adoración para las gentes del lugar, era una mujer arrodillada, desnuda, con la cabeza agachada, una cabeza que en lugar de pelo poseía llamas, llamas rojizas que ondeaban con el viento radioactivo del lugar.



Uno de los hombres que repetían aquella oración me agarró con fuerza de los brazos y con los ojos empapados de emoción, me gritó palabras sueltas, que no parecían tener conexión alguna para mi embotada y cansada mente: Chain. Muerto. Ella. Roma.

Y antes de que pudiese decir nada o siquiera comprender lo que me estaban diciendo, la diosa me miró a los ojos. Y me sonrió.

martes, 24 de septiembre de 2013

Camina.

Naciste entre la espada y la pared.
No te preguntes por los humanos, apenas los conoces.
Tú creciste con las bestias,
te criaste entre los monstruos.
Te amamantaste de las heridas que encontraste a tu paso,
tu leche es la sangre de los que murieron enfermos,
sin ver el campo de batalla ni a través de una ventana de coraje.
Desinfectaste sus llagas con la poca saliva que te quedaba para no morir de sed en el desierto,
pobre imbécil.

Ese cielo que miras fijamente,
buscando tu sitio en este puto infierno,
se ríe de ti.
Se burla de tu boca,
que mastica la tierra que otros lanzaron contra tus sonrisas.
Se burla de tus ojos,
que brillan ilusos ante la puñalada.
Se burla de tus manos,
que sostienen las vidas que envenenarán tus venas.
Se burla de tus piernas,
que corren para huir de ti mismo.
Se burla de tu vida,
que no es más que un chiste mal contado.

El hueco de tu pecho palpita,
ahora sabes que no estás muerto.
Haz honor al pacto que luce tu pecho.
Levántate y escupe al espejo.
Estás vivo.
Eres cierto.

Has elegido no sangrar en esta batalla,
has elegido no caer de rodillas,
desarmado,
ante una avalancha de flechas y lanzas.
Mantente erguido,
mantente firme.

Camina.

lunes, 26 de agosto de 2013

Deyja.

Están todos cubriendo el horizonte.
Sus armaduras, cubiertas de huesos y plumas negras, tiemblan con el viento.
Sus sonrisas están cubiertas de sangre. De odio.
Los dioses juegan a los dados con mi mente.

De rodillas, espero el golpe final.
Espero el momento en el que todos ellos corran hacia mí, con sus armas levantadas, y despedacen mi cuerpo con brutalidad. Con amor.
Espero mi muerte.

Los lobos lloran.
La lluvia cae con fuerza.
Suelto la espada, suelto el escudo.
El dragón cierra los ojos y se relame, afilando las uñas.
Me abro la armadura y me pongo en pie una vez más.

Es todo lo que puedo hacer, en la noche del cuervo.

sábado, 24 de agosto de 2013

Una vez más.

Esta noche no habrá luna.

Esta noche será eterna, será el infierno de lo oscuro.
No dejaré que las estrellas me observen, me internaré en la oscuridad.
No quiero carne humana, no quiero ojos.
Esta noche no habrá sangre, no habrá sonrisas.
Esta noche corro con los lobos como si nunca hubiese dejado de ser uno de ellos.

Esta noche daré la espalda a los dioses.
Daré la espalda a Cloto, y reprimiré mis ganas de apuñalarla.
Esta noche, Fenrir aullará lo más fuerte que pueda.
El Ragnarok comenzará en mi estómago,
esta noche es el principio del fin de los tiempos.

Esta noche dejaré el dinero sobre la mesita de noche.
Me follaré a Fortuna y me largaré del lugar, antes de que despierte.
Esta noche descarrilaré.

Esta noche no habrá luna.
Solo habrá una enorme explosión,
una terrible llamarada de partículas radioactivas que abrasará mi interior.
Esta noche habrá caos.

Pero cuando la noche acabe,
despertaré junto a mí otra vez.
E incrustaré el filo contra el colchón,
contra el espejo,
contra mi pecho.
Libraré otra encarnizada batalla contra mis ojos.
Pero no habrá victoria.

Las valkyrias golpean mi ventana, confundidas, sin saber si llevarme o no.
Guinaré un ojo para ellas,
pues no habrá Valhalla hoy.
Aún queda mucho que hacer.

lunes, 12 de agosto de 2013

Oración de la caja de Pandora.

Parece que no teníamos ni idea.
Creíamos saberlo todo,
todo sobre las personas,
el mundo,
mis noches,
tus gritos,
tus llantos,
mis grietas.
Creíamos saberlo todo,
todo sobre la muerte,
sobre la vida,
sobre las heridas,
sobre la mierda.
Pero no.
Parece que no teníamos ni idea.

No se trataba de salvar al de enfrente,
no se trataba de entrar en su mente,
de recibirlo en tu interior,
alquilarle la habitación,
al precio del dolor,
para siempre.

No se trataba de rescatar al mundo,
de salvarlo de las fauces de la muerte.
No se trataba ni siquiera de ser héroes,
ni villanos,
ni secundarios con suerte.

Tú creías que la clave era vivir con el pecho abierto.
Creías que esa era la manera de evitar todas las mentiras.

Yo creía que la clave era vivir huyendo, escapando del mundo.
Creía que esa era la manera de sobrevivir a una vida.

Pero se trataba de vivir con el pecho abierto,
pegados, abrazados,
cubriendo cada uno con su cuerpo
del otro la herida.

Se trataba de vivir huyendo,
de la mano,
sin mirar atrás.
Alimentándonos de una sonrisa.


domingo, 11 de agosto de 2013

One.

La noche antes de un largo viaje, siempre hace frío.
No importa si cierras o abres la ventana: el frío penetra en tus huesos y te hace arroparte bajo las mantas, pegar los brazos al cuerpo, cerrar los ojos para concentrar el calor.
Vuelves a los 5 años.
Vuelves al terror nocturno.
Vuelves a la soledad.

La soledad.
¿Volver a ella?
¿Cuándo la has abandonado?
Es tu puta preferida, y tú su mejor cliente. Nunca va a dejarte marchar, al fin y al cabo todos estamos durmiendo con ella cuando llega la muerte. Ella es así de ambiciosa.



Soy un mendigo. 
Soy un niño revoltoso y abandonado, que camina por las calles sin más carga que sus fantasmas y una botella de ron. 
Pero hago lo que puedo, ¿no? No soy doblegado, no tengo correa, nadie me ha atrapado.
Soy libre como un perro sin chip.
Vago, solo vago por donde puedo y por donde no puedo.
Camino sin rumbo, y si no tengo permiso para hacerlo, mejor.
No me gusta pedir permiso, no me gusta pedir perdón.
Nunca he jugado a su juego, nunca he sido otra pieza, otro peón.
No.

Pero, ¿de qué me sirve?
En el núcleo de la soledad más absoluta, solo tengo un billete hacia la suerte.
Siempre estuve jodido, maldito. Nunca me salieron bien mis planes, así que vivo al día.
El as de picas.
La carta de la muerte.
Me juego la vida en causas perdidas, me juego mi causa en una vida perdida.
Me juego el alma, y la pierdo mil veces. Y la perderé otras mil.

No sé a donde voy.
No sé de donde vengo.
No sé si este mi sitio,
no sé siquiera si tengo hogar.
Solo sé que estoy hecho pedazos, desde que tengo uso de razón,
y sigo buscando las piezas de este rompecabezas que lleva mi nombre.
Me odio cuando debería quererme,
me quiero cuando debería odiarme.
Soy la veleta del infierno,
el caso perdido.



Y la pregunta no es si tengo remedio, la pregunta ni siquiera es si seguiré alimentándome de rechazo.
La pregunta es si quieres pasar la noche aquí, dentro de mí.
Así que responde, quédate conmigo, hace frío y es tarde.
Ven aquí y cierra los ojos, entre mis brazos.
Quédate conmigo y busca.
Cuatro manos son más que dos.
Y encuentran muchos más pedazos.

jueves, 8 de agosto de 2013

Cloto.

Toda mi vida he bailado con los muertos.
He bajado a mi infierno mil y una veces a buscar razones, a buscar motivos y explicaciones a mis heridas. Lo triste de que un niño de 7 años ya siente que no encaja en ninguna parte no es que no encaje, sino que nadie le explique el por qué. El océano de la incertidumbre es lo que mata las sonrisas cuando se tiene el potencial de sacarlas.


He entrado en el inframundo por condena propia, con los gritos y los reproches taladrando mis oídos desde el origen de los tiempos. He vivido en el Hades, para sentir el calor en las noches más frías. Y allí no he podido hacer otra cosa que matar el tiempo. He empujado la roca una y otra vez. He bebido del Estigia. Me he sentido impotente, pequeño, roto, vacío entre los cadáveres. Incluso sabiendo que solo eran cadáveres, mi cuerpo no era mejor que el suyo, aun vivo. Me he sentido patético frente a sacos de huesos, cubiertos de mierda y moscas, que me miraban con recelo y con burla desde sus cuencas vacías.


Logré como pude salir del Naraka. Salí como pude de mi propia oscuridad. He huido a golpe de puño y a grito de guerra. Ninguna mano logró encerrarme entre los esqueletos, ningún ser pudo encarcelarme en la oscuridad. Con las prisas dejé pedazos de mi... habrá que regresar a buscarlos, poco a poco y con tiempo. Pero he logrado salir. Mi alma ya no le pertenece al Demonio de las Tres Notas. Mi alma ya no está enjaulada.


Mi premio ha sido conocer el hogar que nunca tuve. La incertidumbre se burla de mi, haciéndome preguntar cómo puede echarse de menos lo que jamás has tenido.


He conocido mi mundo, y no pertenezco a él.
He conocido un refugio demasiado puro incluso para un ser como yo.
He encontrado un lugar tan virgen de humanidad, que con mi sola presencia me daba la sensación de estar mancillándolo.




Cloto, qué he hecho para que me hagas sufrir la peor de las condenas. Tejiendo este infierno, esta hebra de la vida que no encaja en ninguna prenda, esta hebra que no va pareja con ninguna otra, esta hebra sola y deshilachada, sucia, semirrota, que nunca termina de romperse.


Pero yo también sé tejer, engendro.
Y tejeré mi propia historia.
Del color que elija, flexible.
Válida.
Útil.


Mañana será otro día.
Otro día en el infierno.
Pero al menos sé que Átropos se ha tomado el día libre.


Siempre hay tiempo de levantarse,
y siempre aparece una razón.












"Si nada nos salva de la muerte, que al menos el amor nos salve de la vida".

Sisyphus.

Cuando has conocido la libertad, es difícil entrar voluntariamente entre los barrotes.

Has sido capitán de un navío muerto, líder de traidores, jefe de villanos. Tu espalda ha recibido tantas puñaladas que apenas puedes distinguir las marcas de la piel virgen.
El callo que muestran tus manos no es fruto del trabajo duro, es fruto de la muerte.
Fruto de la espada, de la pistola, de la botella.
Tienes más ron que sangre en las venas y si pudieses nunca pararías dos veces en el mismo puerto, nunca la misma puta, nunca la misma pelea, nunca la misma taberna, nunca el mismo callejón. Huirías del mundo y de ti mismo.
Has surcado los mares más negros, más profundos, más oscuros. Los monstruos marinos más horribles que se puedan imaginar han rozado tus pies, con sus viscosos lomos.
Sus sombras han pasado bajo tu cuerpo como cuando la noche cae sobre nuestras cabezas.
Has sobrevivido al Kraken, has sobrevivido a la muerte.

Has sido guerrero entre guerreros.
Has atravesado las altas montañas, has regado con la sangre del enemigo las laderas y has formado cascadas con las lágrimas de los que lo merecían. Te has levantado una y otra vez del campo de batalla. Nunca has dejado que te dobleguen, nunca agachaste la cabeza ante los dioses. Nunca pediste perdón, nunca pediste permiso. Nunca fuiste el esclavo de nadie.

Que se jodan los dioses.
Que se joda el destino.
Que se joda la corriente.
Que se jodan los vientos.
Que se jodan las mareas.
Que se joda el cosmos.

Levántate, hijo de puta.
Nunca nadie debería tumbarse.
Carga con tu escudo,
agarra con fuerza la botella,
nunca aflojes la mano de la espada.
Corre.
Corre hasta que el mundo no pueda darte alcance.
Llega hasta el fin del mundo.
Y sigue corriendo.







Es hora de levar anclas...
pero nunca terminas de hacerlo:
aunque la tormenta destruya todo lo que creaste,
siempre hay alguien a quien salvar de este puerto.

jueves, 1 de agosto de 2013

Cállate.

Camino sin rumbo.
Ni siquiera le pongo voluntad a mis pasos, arrastro mis pies de plomo. Pero no dejo huella sobre el asfalto: el mundo no quiere recordarme.
Me siento en el banco más alejado de la calle, ese del rincón. El del olvido.

Antes de sentarme, coloco bien las cadenas del pantalón: no quiero quedarme enganchado. No quiero encadenarme, como tantas otras veces. Esos momentos en los que vas a levantarte para marcharte y no puedes, porque las cadenas tiran de ti. Esta vez no.

Mis ojos observan todo a su paso, analizan cada movimiento de la calle tras las pantallas oscuras de mis gafas de sol. No sé si mis ojos están cansados, o tristes, o abandonados. Tampoco me importa. Supongo que lo importante es que están abiertos. Y puede ver.

Venga ya... ¿así va a ser todo? ¿Esto es el ciclo?
Una y otra vez, ser el antihéroe patético.
Perder el honor una vez tras otra.
Estoy condenado a ser Yukio Mishima, a que los cortes nunca sean limpios.
A viajar al mundo de los muertos encadenado a la vergüenza.
Es el último réquiem por mis sueños.
Es mi brazo amputado el que habla.
Y dice que no soy bueno, que no soy digno.
Que no valgo nada.

Pero...¿y qué si esto es todo? Vivo, respiro.
No hay barrotes.
Vuelo.
¿Bajo, rozando los edificios y siempre al borde de la muerte?
Quizá.
Pero vuelo.
No necesito brazo, ni siquiera necesito piernas.
Me arrastraré con los dientes si es necesario.


Sé lo que ocurrirá en las próximas horas. Acabo de comprar un billete en primera fila para asistir al lanzamiento de la bomba atómica. El Devorador de Mundos vendrá a mí y se comerá mi sombra lentamente.
Mis cadenas comenzarán a masticarse entre sí, acercándose lentamente a mi corazón. Es cuestión de tiempo que el horror empiece a comerse mis pies. ¿Y correr? ¿Hacia donde? 
No importará. 
Solo podré bucear.
Es la erótica del Doppelgänger.
El morbo de la autoaniquilación inconsciente.

Sabemos lo que es una nórdica.
Sabemos lo que es un tubo catódico.
Sabemos lo que es un proxy.
Sabemos la cantidad de calorías de un alimento.
Sabemos que necesitamos dormir una media de 8 horas para estar activos física y mentalmente.
Sabemos que estamos a 384.400 km de la Luna.

Pero no tenemos ni puta idea de cómo enfrentarnos a nosotros mismos.





Pero tiene que haber una salida a este laberinto.
Tiene que haber una manera de reconstruir este interior.
De reparar esta espalda, destrozada y mutilada tras tantas Águilas de Sangre.
De coser este estómago, tras tantos seppukus.

Tiene que haber luz al final de este túnel.

Rompe los barrotes, James.

Límpiate la sangre, Lobo.

Levántate y sécate las lágrimas, Langdon.

No sueltes las botellas, Zdena.

Sigue caminando, Blackhill.

Suelta la pistola, Adam.

Agarra con fuerza la espada, Wander.

Cállate, Chain.






Respira, Jack.
Respira...y no sueltes el aire.




















"Creo que puedo. Sé que puedo".
Kurt D. Cobain

miércoles, 31 de julio de 2013

0

Siento el mundo.
Siento cada partícula de existencia pegada a mi piel.





Cierro los ojos y puedo sentir el universo, aplastándome.
Muevo los brazos y noto como tengo que empujar el aire a mi alrededor.
La vida me asfixia.
Nunca nada es lo que crees, nada es tan perfecto como puedas imaginar en tu mente.
No hay camino de regreso, porque viajamos campo a través.
No hay guía, no hay luz que nos lleve de A a B.
Pero tampoco es de noche.



Veo cómo las equivocaciones riegan los campos. Veo cómo los errores crecen, retorciéndose como árboles malditos, frente a mi.
Pero la existencia es una quimera.


Los humanos no son, los humanos comen.
Se alimentan de "ellos".
Beben.
Cagan sobre su propia obra.

¿Y el sol?
¿Qué hay del sol?
Jubilado, abandonado.
No importa su luz, aún queda leña.
Queda muerte.

Mientras quede sangre en el cuenco,
podremos pasar otra noche en el desierto.
Aunque sea abrazados a las piedras.
Aunque  sea vomitando la esperanza.

Pero tú no temas.
Quédate aquí, junto a mi pecho.
Respira a través de mis poros,
llora por mis ojos.
No pasa nada, el mundo no existe.
Los hombres son de papel,
y el cielo es de cristal.
Todo es teatro, nada es real.
Quédate aquí, junto a mi pecho.
El mundo no nos atrapará.





Pero recuerda el Hagakure.
Recuerda que estamos muertos de antemano.
Recuerda que no hay esperanza.
Recuerda que lo vacías que tienes las manos,
recuerda que las posesiones son inútiles,
estúpidas,
no sirven de nada allá donde vamos.


Malditos los vivos,
que no dejan dormir a los muertos.

Malditos los muertos,
que no dejan despertar a los vivos.

Porque todos,
ángeles o demonios,
bestias o humanos,
pertenecen al mismo Diablo.




Sangra el cielo.

Y el sol vuelve a salir.


La sangre se seca lentamente sobre  mis labios. Su sabor tibio y metálico va abandonando mi boca y mis ojos se entrecierran con cada nuevo rayo de luz. 


Soy un perro abandonado. El husky de las mil correas. Hasta los sabuesos más inmundos de la puta perrera en la que crecí, miraron con recelo mis ojos. 
Mil dueños, ningún amigo.
Mil compañeros vespertinos, ningún compañero.
Mil correas, ni un solo momento de esclavitud.
Morder, destrozar el cuero, enseñar los dientes, salir corriendo.
Saltar al cuello de quien intente robarnos las huellas.
Huir de nuestra propia sombra, es un lastre del que podemos prescindir.



La botella cada vez está más vacía. ¿Qué pasará cuando no queden gotas al fondo?
La noche caerá, y la realidad comenzará a llenar las calles como una densa y macabra niebla negra. Doblará las esquinas, cubrirá los edificios, sumirá en tinieblas los callejones. Se abalanzará sobre nuestras cabezas con una risa psicótica que taladre nuestros oídos y nos susurre con fuerza: "TODO ES MÍO".

No es fácil vivir bajo mil desprendimientos. Subes y subes por la ladera de la montaña, y cuando pareces haber llegado al fin, un desprendimiento te arroja al abismo. 
Y allí yaces, pero el problema no es tu estado.
El problema no es que estés destrozado, aplastado por docenas de rocas.
El problema no es que tus órganos chapoteen como animales moribundos en un estanque de sangre.
Que tu cuerpo no pueda hacer el mínimo movimiento sin que tus huesos crujan y se astillen, clavando los pedazos en las paredes internas de tu cuerpo.
El problema no es estar muerto sin estarlo.


El problema es que cuando caes al abismo caes solo, y nadie más que tú puede levantar esas putas rocas.
Y allí yacen muchos, en el pozo de algún dios.
Arrojados al abismo, aplastados por miles de rocas, cubiertos de sal y preparándose para el gran banquete. Preparándose para ser devorados por los dioses de los hombres.
Pero yo dije que no.




Puede que mi cuerpo esté casi vacío, que no queden lugares en mi interior donde colgar el abrigo de los invitados. Puede que apenas me sostenga en pie y que haya aprendido a llenar la nada con veneno, con muerte, para que me haga compañía.
Puede que no sea más que la sombra del esqueleto de un cuerpo antaño vivo.
Pero supongo que mientras ellos yacen en la nevera, mientras ellos se preparan para ser el almuerzo de los dioses de los hombres, Masa y Olvido, yo sigo en pie.




Yo sigo trepando por esa escarpada montaña.
Seré yo quien me retire de la escalada, ningún ser divino podrá frenar mi camino.
Seré yo quien ascienda desde el infierno, y alcance el cielo, lo toque con las manos, y lo desgarre, para que su sangre riegue el mundo  y alimente las almas que sollozan en soledad.
Seré yo quien sujete el universo.
Seré yo quien cuide.
Quien salve.
Quien viva.


Tan solo grité en la noche, grité en la oscuridad en busca de un abrigo. Y el Barón Samedi apareció de la nada, me otorgó más días, me otorgó la fuerza.
Me susurró mi nombre y me dio libertad. Me dio la vida.

Y ningún Dios frenará mi paso.
Porque mis manos secan mis lágrimas a puñetazos,
porque mis pies no corren, sino que empujan el suelo bajo ellos,
porque mis ojos no miran, sino acuchillan,
porque mi boca no come, se traga el mundo.




Soy el ojo de Odín, la mano de Tyr.
Soy la oreja de Pedro, la garganta del gallo.
Soy Izanagi, escuchando a través del muro.
Soy Sísifo, la roca.
Soy el Hades.


Y tras un largo sorbo a su té, Nietzsche ríe y confirma que los humanos son fascinantes, los humanos cuentan historias y mentiras para amenizar este viaje. Porque no somos más que eso: seres que se sientan en la oscuridad, alrededor de una antorcha, a contar mil historias para pasar el rato. 
Cuando la hoguera se va apagando, nos abrazamos con fuerza, buscamos calor, compañía, refugio. 
Y cuando el fuego se extingue, la soledad, el frío, las tinieblas y la muerte nos envuelven, y ningún cuento podrá salvarnos.

Pero a pesar de eso, seguiremos contándolas. Contándonoslas. Porque en eso consiste ser un patético humano, en tener la capacidad de seguir intentando todo una y otra vez. ¿Qué importa si está condenado al fracaso desde el principio? La clave es intentarlo. El resultado... nunca importa.

Doy un fuerte tirón hacia arriba, y las últimas piedras caen a la inmensidad de la nada. He llegado a la cima, con las manos, la boca y la espalda ensangrentada. Y al echar la mirada arriba comprendo que el mundo me ha contado una historia, junto a esta hoguera. Creí llegar a la cima, pero mi viaje solo había comenzado, supongo. Allí se erigía la gigantesca montaña, frente a mi, que dejaba atrás un viaje triste, solitario y doloroso.
¿Ya está? ¿Eso es todo? Todo un trayecto de sangre y sudor, de sudor y sangre, de hambre, de dolor, creyendo que llegaría a algún lugar. ¿Y es esto? 

¿Una enorme carcajada de la boca del universo, que se descojona en mi cara por haber creído que llegaría a la cima?

Y justo cuando mi desesperación guía mis pies hacia el filo de la muerte, al abandono, al adiós eterno, escucho pasos tras de mí. Observo a alguien que aparece en el camino. Alguien, una de esas personas. Una de esas personas que nunca vi en mi viaje, las personas que nunca me vieron, porque trepábamos por lados diferentes de la ladera. Imbéciles que seguíamos trepando, creyendo que estábamos solos, creyendo que nadie nos ayudaría a escalar. Imbéciles que nunca se preguntaron si al otro lado de la roca habría alguien. Y entonces lo entiendo: todo se trataba de escalar en horizontal para encontrar a alguien, y no en vertical para encontrar algo.

Ahí está ella, con las manos, la boca y la espalda ensangrentada. Víctima de otro trayecto horrible.
Le tiendo la mano y nuestra sangre se mezcla.
Y el Barón Samedi me susurra que no hay final. Que no hay destino.
Él me ha dado mis días, él me ha dado mis momentos.
Y su dedo señala la ladera opuesta de la montaña.
Comenzamos a trepar, el uno junto al otro.
En horizontal.
En busca de otros.
Mi interior vuelve a llenarse de algo, algo caliente y pequeño que palpita y va creciendo poco a poco, insuflando calor y vida a mi cuerpo.

Y el sol vuelve a salir.