miércoles, 31 de julio de 2013

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Siento el mundo.
Siento cada partícula de existencia pegada a mi piel.





Cierro los ojos y puedo sentir el universo, aplastándome.
Muevo los brazos y noto como tengo que empujar el aire a mi alrededor.
La vida me asfixia.
Nunca nada es lo que crees, nada es tan perfecto como puedas imaginar en tu mente.
No hay camino de regreso, porque viajamos campo a través.
No hay guía, no hay luz que nos lleve de A a B.
Pero tampoco es de noche.



Veo cómo las equivocaciones riegan los campos. Veo cómo los errores crecen, retorciéndose como árboles malditos, frente a mi.
Pero la existencia es una quimera.


Los humanos no son, los humanos comen.
Se alimentan de "ellos".
Beben.
Cagan sobre su propia obra.

¿Y el sol?
¿Qué hay del sol?
Jubilado, abandonado.
No importa su luz, aún queda leña.
Queda muerte.

Mientras quede sangre en el cuenco,
podremos pasar otra noche en el desierto.
Aunque sea abrazados a las piedras.
Aunque  sea vomitando la esperanza.

Pero tú no temas.
Quédate aquí, junto a mi pecho.
Respira a través de mis poros,
llora por mis ojos.
No pasa nada, el mundo no existe.
Los hombres son de papel,
y el cielo es de cristal.
Todo es teatro, nada es real.
Quédate aquí, junto a mi pecho.
El mundo no nos atrapará.





Pero recuerda el Hagakure.
Recuerda que estamos muertos de antemano.
Recuerda que no hay esperanza.
Recuerda que lo vacías que tienes las manos,
recuerda que las posesiones son inútiles,
estúpidas,
no sirven de nada allá donde vamos.


Malditos los vivos,
que no dejan dormir a los muertos.

Malditos los muertos,
que no dejan despertar a los vivos.

Porque todos,
ángeles o demonios,
bestias o humanos,
pertenecen al mismo Diablo.




Sangra el cielo.

Y el sol vuelve a salir.


La sangre se seca lentamente sobre  mis labios. Su sabor tibio y metálico va abandonando mi boca y mis ojos se entrecierran con cada nuevo rayo de luz. 


Soy un perro abandonado. El husky de las mil correas. Hasta los sabuesos más inmundos de la puta perrera en la que crecí, miraron con recelo mis ojos. 
Mil dueños, ningún amigo.
Mil compañeros vespertinos, ningún compañero.
Mil correas, ni un solo momento de esclavitud.
Morder, destrozar el cuero, enseñar los dientes, salir corriendo.
Saltar al cuello de quien intente robarnos las huellas.
Huir de nuestra propia sombra, es un lastre del que podemos prescindir.



La botella cada vez está más vacía. ¿Qué pasará cuando no queden gotas al fondo?
La noche caerá, y la realidad comenzará a llenar las calles como una densa y macabra niebla negra. Doblará las esquinas, cubrirá los edificios, sumirá en tinieblas los callejones. Se abalanzará sobre nuestras cabezas con una risa psicótica que taladre nuestros oídos y nos susurre con fuerza: "TODO ES MÍO".

No es fácil vivir bajo mil desprendimientos. Subes y subes por la ladera de la montaña, y cuando pareces haber llegado al fin, un desprendimiento te arroja al abismo. 
Y allí yaces, pero el problema no es tu estado.
El problema no es que estés destrozado, aplastado por docenas de rocas.
El problema no es que tus órganos chapoteen como animales moribundos en un estanque de sangre.
Que tu cuerpo no pueda hacer el mínimo movimiento sin que tus huesos crujan y se astillen, clavando los pedazos en las paredes internas de tu cuerpo.
El problema no es estar muerto sin estarlo.


El problema es que cuando caes al abismo caes solo, y nadie más que tú puede levantar esas putas rocas.
Y allí yacen muchos, en el pozo de algún dios.
Arrojados al abismo, aplastados por miles de rocas, cubiertos de sal y preparándose para el gran banquete. Preparándose para ser devorados por los dioses de los hombres.
Pero yo dije que no.




Puede que mi cuerpo esté casi vacío, que no queden lugares en mi interior donde colgar el abrigo de los invitados. Puede que apenas me sostenga en pie y que haya aprendido a llenar la nada con veneno, con muerte, para que me haga compañía.
Puede que no sea más que la sombra del esqueleto de un cuerpo antaño vivo.
Pero supongo que mientras ellos yacen en la nevera, mientras ellos se preparan para ser el almuerzo de los dioses de los hombres, Masa y Olvido, yo sigo en pie.




Yo sigo trepando por esa escarpada montaña.
Seré yo quien me retire de la escalada, ningún ser divino podrá frenar mi camino.
Seré yo quien ascienda desde el infierno, y alcance el cielo, lo toque con las manos, y lo desgarre, para que su sangre riegue el mundo  y alimente las almas que sollozan en soledad.
Seré yo quien sujete el universo.
Seré yo quien cuide.
Quien salve.
Quien viva.


Tan solo grité en la noche, grité en la oscuridad en busca de un abrigo. Y el Barón Samedi apareció de la nada, me otorgó más días, me otorgó la fuerza.
Me susurró mi nombre y me dio libertad. Me dio la vida.

Y ningún Dios frenará mi paso.
Porque mis manos secan mis lágrimas a puñetazos,
porque mis pies no corren, sino que empujan el suelo bajo ellos,
porque mis ojos no miran, sino acuchillan,
porque mi boca no come, se traga el mundo.




Soy el ojo de Odín, la mano de Tyr.
Soy la oreja de Pedro, la garganta del gallo.
Soy Izanagi, escuchando a través del muro.
Soy Sísifo, la roca.
Soy el Hades.


Y tras un largo sorbo a su té, Nietzsche ríe y confirma que los humanos son fascinantes, los humanos cuentan historias y mentiras para amenizar este viaje. Porque no somos más que eso: seres que se sientan en la oscuridad, alrededor de una antorcha, a contar mil historias para pasar el rato. 
Cuando la hoguera se va apagando, nos abrazamos con fuerza, buscamos calor, compañía, refugio. 
Y cuando el fuego se extingue, la soledad, el frío, las tinieblas y la muerte nos envuelven, y ningún cuento podrá salvarnos.

Pero a pesar de eso, seguiremos contándolas. Contándonoslas. Porque en eso consiste ser un patético humano, en tener la capacidad de seguir intentando todo una y otra vez. ¿Qué importa si está condenado al fracaso desde el principio? La clave es intentarlo. El resultado... nunca importa.

Doy un fuerte tirón hacia arriba, y las últimas piedras caen a la inmensidad de la nada. He llegado a la cima, con las manos, la boca y la espalda ensangrentada. Y al echar la mirada arriba comprendo que el mundo me ha contado una historia, junto a esta hoguera. Creí llegar a la cima, pero mi viaje solo había comenzado, supongo. Allí se erigía la gigantesca montaña, frente a mi, que dejaba atrás un viaje triste, solitario y doloroso.
¿Ya está? ¿Eso es todo? Todo un trayecto de sangre y sudor, de sudor y sangre, de hambre, de dolor, creyendo que llegaría a algún lugar. ¿Y es esto? 

¿Una enorme carcajada de la boca del universo, que se descojona en mi cara por haber creído que llegaría a la cima?

Y justo cuando mi desesperación guía mis pies hacia el filo de la muerte, al abandono, al adiós eterno, escucho pasos tras de mí. Observo a alguien que aparece en el camino. Alguien, una de esas personas. Una de esas personas que nunca vi en mi viaje, las personas que nunca me vieron, porque trepábamos por lados diferentes de la ladera. Imbéciles que seguíamos trepando, creyendo que estábamos solos, creyendo que nadie nos ayudaría a escalar. Imbéciles que nunca se preguntaron si al otro lado de la roca habría alguien. Y entonces lo entiendo: todo se trataba de escalar en horizontal para encontrar a alguien, y no en vertical para encontrar algo.

Ahí está ella, con las manos, la boca y la espalda ensangrentada. Víctima de otro trayecto horrible.
Le tiendo la mano y nuestra sangre se mezcla.
Y el Barón Samedi me susurra que no hay final. Que no hay destino.
Él me ha dado mis días, él me ha dado mis momentos.
Y su dedo señala la ladera opuesta de la montaña.
Comenzamos a trepar, el uno junto al otro.
En horizontal.
En busca de otros.
Mi interior vuelve a llenarse de algo, algo caliente y pequeño que palpita y va creciendo poco a poco, insuflando calor y vida a mi cuerpo.

Y el sol vuelve a salir.



domingo, 28 de julio de 2013

Limbo.

Abro los ojos lentamente. Un nuevo día.
La misma sala, el mismo lugar. La misma casa victoriana, los mismos cuadros de grandes personalidades cuyos nombres no recuerdo, pero cuyas caras viajaban de una página a otra de mi libro de historia.
El fuego de la chimenea encendido. El calor es abrasador, y no importa que esté desnudo: el sudor empapa todo mi cuerpo, hasta el último centímetro. Me derrito y me quemo con tanta lentitud que apenas siento la vida escapando de mis poros. El calor es insoportable.

Levanto la mano derecha y contemplo la botella que estoy sujetando, un día más. Es una botella de plástico, la marca está tachada y la superficie del recipiente está completamente cubierta con la palabra "BEBE".
Levanto la mano izquierda y contemplo el cigarrillo que siempre está encendido. Nunca se apaga, no suelta la mínima cantidad de ceniza. Es la cornucopia del alquitrán. Es la eternidad del cáncer.

Acerco la botella a mi nariz con la mano derecha, y cierro los ojos cuando el pesado olor a gasolina penetra a de golpe en mis fosas nasales, como si se tropezase.
El aroma del combustible entra en mi nariz como una muchedumbre enloquecida escapando de un edificio en llamas. Sin compasión. 
Sin mesura. 
Sin humanidad.
Mi mano se aferra al recipiente como los infelices que no tienen techo sobre sus cabezas, y abrazan un abrigo sucio y deshilachado que han encontrado entre la mierda. 
Se aferran a él, se envuelven con él. 
Esperan que no llegue la luz del día, esperan que la noche se los lleve lejos, entre sus brazos, para que nadie descubra su santuario. 
Mis dedos, fríos y rígidos, se abrazan al plástico de la misma manera.
Agito la botella despacio, lentamente, con los ojos cerrados. 
Trato de hipnotizarme, trato de invocar a Morfeo. 
Trato de dormir entre mis propios errores y balancearme, como un despojo solitario, en los trapecios de la cordura.
Siento el martilleo sangrante del perfume sintético, agujereando mi respiración.
Siento el vapor venenoso ascendiendo por mi cráneo, embotando mi cerebro.
Siento el sueño, siento la desolación de la nada.

Doy un trago a la botella y siento el fuego.
El maldito napalm que entra en mi garganta.
Las llamas de Luzbel abriendo las puertas de mi cuerpo.
El infierno debe de ser algo similar a esto.
El hierro líquido que baja por mi esófago, la revolución industrial y el ser humano biónico se abren paso a través de mis cuerdas vocales.
Siento como si me tragase la guerra.
Me bebo la tecnocracia.
Me trago la jodida Gran Guerra, el crack del 29, Vietnam y la puta Guerra del Golfo.
Me bebo el progreso.

No tengo el mínimo sentido común, no tengo el mínimo remordimiento. Levanto la mano izquierda y doy una larga calada, intensa y ponzoñosa. El humo penetra en mi pecho y golpea con fuerza las paredes de los pulmones.
Inhalo el azufre, inhalo los restos de la creación de Dios.
Inhalo la muerte, voluta a voluta de humo, poco a poco.
Pero ese cigarrillo del infierno, ese papel blanco, nunca se consume. Y mis dedos están atados, de manera inexplicable a esa extensión blanquecina que brilla y humea.
Me pudro, me auto-destruyo desde lo más profundo.
Puedo imaginar el humo transformándose en una negra araña que trepa y se come mis órganos.
Puedo imaginar el fin.

Pero el fin nunca llega.
El ritual de auto-aniquilamiento perdura por los siglos de los siglos.
La gasolina que cae sobre el suelo va lentamente pudriendo la madera, haciendo agujeros cada vez más grandes que amenazan con hacerme caer al vacío.
El humo del interminable cigarro pudre las cortinas, ensucia las paredes, llena de humo la estancia y deteriora esa maldita sala.

Pero no muero. Lloro. Grito. Pero no muero.
Es la eternidad lo que me persigue, y yo corro como un niño asustado.
Nunca he querido morir con más fuerza.
Morir y volar en la nada.
Vacío.
Sentir la vida a través de la tapa de mi ataúd.
Condenado al eterno limbo victoriano de retratos famosos y caros, de madera robusta y oscura, vidrieras coloridas y antiquísimas.
Condenado al fuego eterno de una chimenea que nunca se apaga, que nunca deja de crujir, de bailar, de abrasar.

Esto es el infierno.
El veneno, la muerte.
La auto-mutilación perversa a la que someternos los unos a los otros en soledad, en nuestros reductos de dinero, fuego, veneno, humo.
La nada.
La crueldad auto-impuesta de un animal asustado que se recluye en su propia madriguera.

Solo hay algo que desconozco de esta sala, tras siglos encerrado en ella. Solo hay algo que desconozco, algo que no es ni la madera de las paredes y el suelo, los cristales de las ventanas, las coloridas lámparas de araña, el fuego que se contonea como una puta perversa frente a mi cuerpo y quema lentamente mi solidez. Solo desconozco algo: la puerta está abierta tras de mí.

Mi nombre es Hombre, y solo yo puedo escapar del infierno.
Porque fui yo quien entró en él.

lunes, 1 de julio de 2013

Oración del maldito.

Soy hijo del Sol,
el herrero de canciones.
No podrías tocarme
Abrasaría todos tus miedos,
abrasaría todos tus cuerpos,
abrasaría el límite de tu aliento.
¿Y qué es un mortal que no puede morir?
¿Qué sentido tiene quemar la impureza de los mortales,
dejar que vivan para siempre?
Ya no sería vivir.
Ni siquiera sería soñar.
Ya estarían todos muertos.
Por eso la gente no quiere tocarme.
Porque soy hijo del fuego del cielo,
el hermano de la luna.
La gente no quiere tocarme por miedo a no tener su propia historia.



Soy hijo de la sangre,
la cerveza de los cuervos.
No podrías beberme.
Te daría vida,
te daría fuerza,
te daría valor para afrontar tus batallas.
¿Y qué es un guerrero que depende de algo o alguien para afrontar sus batallas?
¿Qué sentido tiene depender de alguien para vencer?
Ya no sería un combate.
Ni siquiera sería ordenar.
Ya estaría todo vencido, no habría lugar para su propia gloria.
Por eso la gente se aleja de mi.
Porque soy hijo del sudor de la guerra,
del rocío de los muertos.
La gente se aleja de mi por miedo a no tener su propia historia.



Soy hijo del escudo,
la manta de la vida
No podrías sostenerme.
Te daría protección,
te daría cobertura,
te daría tu propia vida a cambio de la ira de tus enemigos.
¿Y qué es un guerrero que no puede sentir las heridas en el campo de batalla?
¿Qué sentido tiene el no poseer cicatrices ni heridas de las que alardear tras la guerra?
Ya no sería un soldado.
Ni siquiera sería descansar.
Ya habrían acabado las guerras, no habría lugar para la sangre ni las flechas.
Por eso la gente se aleja de mi.
Porque soy hijo de la tierra de la espada,
de la Luna del guerrero.
La gente se aleja de mi por miedo a no tener su propia historia.


No me queda sino gritar en el abismo.
No me queda sino enfrentarme a mis demonios.
No me queda sino domesticar a las bestias.
No me queda sino aullar a la luna.
No me queda sino sangrar sobre los campos.
No me queda sino resistir hasta el fin de los tiempos de todos,
para traerlos de vuelta al comienzo.

Tregua (II)

Su mano, enfundada en un guantelete de anillas y cuero, acarició con suavidad la corteza del árbol más cercano. El contraste era escalofriante y hermoso al mismo tiempo: una mano hecha para la guerra, un guantelete ensangrentado y polvoriento, acariciando aquella corteza como si fuese el rostro de una niña.

Lentamente se internó en el bosque. Se abrió el broche que portaba al cuello, y el negro y peludo manto que cubría sus hombros cayó tras él, como cae la noche sobre los tejados, abrigando al miedo y ahogando la esperanza.

Sus manos fueron palpando cada corteza con cariño, con respeto. Ni una sola astilla, ni un solo pedacito de madera cayó del tronco. Los guantes pasaban por encima con tanta delicadeza que era imposible demostrar si realmente estaban tocando el árbol.

Soltó las hebillas de los guanteletes, y sus manos desnudas fueron arropadas por el gélido viento que se deslizaba entre los árboles. La niebla cubría absolutamente todo, de forma que era imposible ver más allá de 5 o 6 árboles por delante. El guerrero se internaba en la espesura, en la sombra, en la niebla, en la nada. No tenía miedo, pero tampoco sentía valor ni arrojo. Sentía indiferencia, apatía. Añoraba la muerte. Caminaba con la esperanza de observar a las valkyrias de frente y besarlas entre los ojos, acariciar sus rostros y pedir con los ojos cerrados que le llevasen lejos de aquel lugar. Que le otorgasen su merecido descanso. Que le dejasen ser partícipe de la eternidad.

Una a una, soltó las ataduras de su coraza de cuero y metal. Abriéndola por el frente, sacó los brazos de las mangas y dejó que la prenda cayese con fuerza contra el suelo. Su torso desnudo sintió la agonía helada que sacudía el bosque en silencio, como si un millar de serpientes de hielo acariciasen los troncos y congelasen la zona a su paso lentamente, sin que nadie se percatase.

El guerrero llegó a un claro y extrajo su espada por encima del hombro. Con firmeza, clavó el arma en la húmeda tierra. Se arrodilló, y recitó en voz alta:

"A ti me encomiendo, hermana del sueño. 
A ti encomiendo mi cuerpo, que se convierta en carne para los lobos. 
Que se convierta en árbol para los cuervos. 
Que se convierta en avena para las águilas. 
A ti me encomiendo para no volver".

Frente a la espada, una enorme grieta se abrió desde el filo clavado en la tierra hasta el árbol que presidía el claro. Y con la fuerza de un dragón, una mujer alada salió despedida del interior, dejando tras de sí una estela de luz del color de la aurora boreal. Aquel ser dio una lenta vuelta en lo más alto del cielo y descendió al claro con suavidad. Era una mujer hermosa, de ojos claros y pelo del color de la sangre. Sus alas grisáceas poseían un brillo indescriptible, y al batirlas levantaba remolinos de hojas secas recubiertas de escarcha, dándole a la escena una belleza inexplicable. Su piel era pálida como la nieve de las montañas, y su cuerpo desnudo estaba cubierto de pinturas de guerra, pinturas de águilas, lobos, serpientes, osos, cuervos...pero ningún humano. Solo vestía con harapos sangrientos, manchados con la vida de los caídos en combate. Todos aquellos muertos yacían en el interior de la fosa. El guerrero se asomó, y observó los cadáveres que yacían en la tierra, con sus cuencas vacías, sus ojos fríos y muertos, que lo observaban. Lo llamaban.

La valkyria se inclinó lentamente sobre él. Posó las manos en su cabeza y besó su frente con infinita ternura, susurrando:

"Es la hora. Pero no la tuya".

Aquel mágico ser se dejó caer hacia atrás, hacia la grieta donde yacían los muertos. En su vuelo, cogió con fuerza la espada que el guerrero había clavado en el suelo. La espada que siempre lo había acompañado, la espada que había hecho de él lo que era. Con una mano la sujetó en horizontal, la otra mano acarició la hoja de un lado a otro. El arma emitió un fuerte brillo, y el hierro comenzó a derretirse entre destellos.

Las gotas de hierro derretido cayeron al suelo, frente al guerrero. Una a una, y manteniendo su calor, comenzaron a unirse velozmente en cuanto tocaron el suelo. Se fueron encadenando las gotas hasta que en la mano de la valkyria solo quedó la empuñadura, la cual la mujer colocó en la corteza del árbol que presidía la grieta, como si se tratase del pomo de una puerta infernal. Después se acercó al guerrero, y mirándole a los ojos, habló:

"Esta es tu oportunidad de combatir hacia dentro, no hacia fuera. Ya no estás solo. Cuando comprendas el significado de tu mundo, volverás. Y deberás decidir si vuelves para traerlos del otro lado, o para unirte a ellos. La espada es la llave".

Y una vez dicho esto, la valkyria remontó el vuelo hacia lo alto y penetró en picado en la grieta, cerrándola tras de sí.

Allí quedo el guerrero: desnudo, desarmado, en la soledad del invierno. Y entonces comprendió que no estaba solo: una serpiente de hierro, creada a partir de las gotas candentes de su espada, había ascendido por sus piernas y ahora se enroscaba con delicadeza alrededor de sus hombros. Aquella oscura serpiente lo miró a los ojos, y volvió a enroscarse sobre él lentamente, como si la hubiera domesticado sin ni siquiera conocerla.

Y con el hierro de aquella serpiente al hombro, que lo mantenía más caliente que ninguna otra hoguera, se internó en la niebla.