jueves, 28 de abril de 2022

Kumantsi

Hay una flor de loto 
aquí dentro.
No importa cuánto la busque, 
no la encuentro.
Dices que la has visto en las mañanas de perla fría
en las que la luz dibuja ríos sobre las sábanas,
en las noches de fuego y lágrima,
de venas curvas y palabras calladas.
No importa cuánto la busque, no la encuentro.

No sé cuánto queda de mí,
no sé lo que quieren,
no sé lo que ofrezco.
No sé si voy,
si vengo,
si estoy vivo
o camino
a través de los huertos
donde otros
han quemado
mis sueños
para ahumar su carne
en lo más profundo del invierno.

Solo sé que puedo,
contra mí,
contra ti,
contra todos,
contra todo aquello que me busca cada noche,
contra todo aquello que siento.
Enemigo del Corazón que Late,
Perro Negro,
Sangre Negra,
una canción de guerra
en la garganta de un niño.

Pero hay una flor de loto aquí dentro.
Tú la ves.
Yo no la encuentro.

La busco en la superficie de los charcos,
en las huellas de mis pasos,
en el humo de la hoguera,
en las piedras y en los túmulos,
en las estaciones que han pasado.
Solo encuentro una mortaja de oro
y un ajuar hecho de huesos
y romances maniatados,
una cicatriz que duda
de si sangrar hasta matar
o encostrar mis pensamientos.
Solo encuentro un hacha enterrada,
un cuchillo ensangrentado,
cinco latidos,
ocho cuentos,
un salmo retorcido,
una oración para los muertos.

Desde el otro lado del valle,
llegan los gritos de mi sombra,
que me busca desde hace años
vagando por la orilla del río,
abandonada en pleno viaje
junto al pan duro
y la leche agria
que dan forma a mis recuerdos.
Me despierto cada noche
rodeado por las voces y las manos heladas
que me persiguen cuando duermo.

Y tus ojos me guían lejos de la guerra,
y tus dedos recorren mi cuerpo cada vez que muero.
Grabas historias en mi pecho,
dejas notas en las páginas de este libro.
Pones a secar mis dudas
cuando florecen las cartas en tus manos.
Cobra sentido el camino.

Dices que mi carne sigue caliente.
Dices que sigo vivo.

Es extraño.
No lo entiendo.
Enemigo del Corazón que Late,
y toda canción es un latido.
Perro Negro,
y no hay correas
de mi cuello a tu vestido.

Hay una flor de loto aquí dentro.
No importa cuanto la busque, no la encuentro.
Supongo que la he perdido.
Pero si mantengo los ojos cerrados,
te veo.

Te veo,

y no siento
frío.

lunes, 11 de abril de 2022

Amanecer

El paso del tiempo había perdido el sentido. Unas veces, era una humedad que latía despacio, reptando sobre las paredes, recubriendo lentamente la casa con una fina película de escarcha donde las voces de la calle palpitaban contra el yeso. Otras, las horas eran parpadeos, y la realidad era un negativo mal pegado, saltando entre fotogramas de carreteras, gritos, copas y vómitos. Los días eran libros empezados por la mitad, donde la narrativa se agolpaba entre puntos y apartes, diálogos inconexos, espacios mal descritos. Nuevo, extraño, e incómodo, el tiempo avanzaba. Tic: ciudades que quedan atrás. Tac: cuerdas mal afinadas. Tic: un funeral lejano. Tac: otra grieta en la pared.

Reproducía el comportamiento de las manecillas del reloj, sin hacerse preguntas. Era fácil. Subía a la cumbre en un constante estado anfetamínico, donde los delirios dibujaban formas lógicas en el techo y la realidad se condensaba contra la mampara de la ducha. Cuando la melodía terminaba, se precipitaba al vacío, sin aliento ni pensamiento, cayendo con los ojos cerrados para volver a ascender. No había lógica ni propósito. Como las manecillas del reloj, corría creyendo que en algún momento llegaría a algún lugar. Pero tarde o temprano, siempre llegaba la medianoche.

Siempre terminaba en el mismo punto del relato: la nube de humo que se derramaba contra el techo, la luciérnaga de fuego bailando alrededor de sus dedos, la luz del televisor muerto coloreando las paredes de un salón viejo y torcido, el aire frío serpenteando contra la ventana. La historia se repetía en distintos lugares, distintas partes del cuerpo, distintas horas, y el resultado era el mismo. Una mentira. Un sueño. Un veneno. Una explosión. Un final. Una carretera vacía. Un coche sin gasolina.

En aquella habitación de sombras de madera, la soledad lo enfrentó a sus pedazos. De manera automática, recogía cada noche los trozos de sí mismo que caían de las maletas, desbordadas de recuerdos. Hacía inventario de sentimientos, perdido entre las notas roncas de una guitarra vieja mientras contemplaba todo lo que había olvidado frente al espejo. Noche tras noche, los libros servían de alfombra. Las imágenes borrosas de la película se proyectaban contra las paredes, como vídeos de verano de una infancia lejana. Garabatos en cuaderno, notas entre las páginas, púas mordisqueadas, vendas usadas, botes de pastillas vacíos. El blues del drogadicto. Cuentos de una vida inacabada. La entelequia del niño roto. Amnesia y regreso: historia de un viaje.

Esperaba la muerte sentado en el sofá. Anhelaba el final de todas las cosas, la carretera cortada. El golpe y los besos de sangre seca. El relámpago muerto en el fondo del cajón, la mirada clavada en el cristal del coche. No dolía el abandono, ni la mentira, ni la crueldad propia de las mezclas imposibles. El dolor dormía en lo que había hecho consigo mismo, no en lo que los demás habían hecho de él. Y las bolsas se desbordaban de recuerdos extraños, de personas que no eran él pero que daban forma a su silueta, de retazos de tinta grabados en carnes frías que seguían ahí al cerrar los ojos. Todo lo que le hacía ser, sin ser, le había empujado contra el espejo. Y como el viajero que vuelve a ver el mar por primera vez en años, se asomaba a su abismo. No había corales ni estrellas, no había vida. Solo sal y heridas, millas de viaje en silencio. Un horizonte sangrante. Y ni rastro de su isla.

Pasaron los días y las fotografías ardieron bajo la luz del sol de invierno. Llamas lamiendo la nitrocelulosa, intentando saborear una memoria ausente. Los poemas y las promesas se deslizaron entre las grietas de la calle, quemándose despacio con un fulgor púrpura en plena noche. Todo aquello que llegó de la nada, se marchó a la nada, sin preguntas ni respuestas. Nunca había existido. Era libre para seguir corriendo, sin maletas ni palabras en sus manos. Libre de morir despierto, de dormir de nuevo.

Hizo una brújula con sus huesos, para volver a la isla. Para recordar el sabor del viento. Un último viaje a ningún lugar. El ruido de las olas en el fondo de sus oídos, el tacto de la arena enfriándose despacio, de camino a la madrugada. La plegaria del loco tratando de coser su mente, manteniendo los pedazos unidos. Se repitió mil veces que no era una sombra, mientras el sol moría al final de la canción. Con la brújula en la mano, retrocedió a una infancia difuminada y mal dibujada en la pared. Encontrar la X, encontrar el tesoro. 98 pasos al noroeste, se perdió entre los cascarones vacíos, alejándose calle abajo. No volvió a saberse nada de él. Desapareció al llegar la primavera.

· · · · ·

Han pasado las horas y los días, y la ceniza de las fotografías ha volado al amanecer. No hay televisores muertos en la habitación, ni techos torcidos, ni luciérnagas de fuego deshaciéndose frente a sus ojos. No hay maletas ni bolsas, ni coches cubiertos de rocío. Se sienta en un trono de piedra, prometiéndose que no hace frío. Se pone una corona de plástico y un manto de gaviotas muertas, y gira el tambor del revólver con las fases de la luna. 

Solo hay una oscuridad fría y hueca, que hace retumbar sus tambores en las entrañas de la montaña, de manera silenciosa. Hace vibrar las paredes de las cuevas, dibujando ondas en los charcos, despertando aquello que mora en lo profundo. Y cada vez que desciende los peldaños de ese abismo, buscando el último trozo de su propio ser, recorre las galerías rezando en voz baja, suplicando su fin.

Pero en su mano, la brújula palpita. Y cada día, sigue el rumbo marcado sin hacerse preguntas. El trono de piedra se derrumba. La corona de plástico cae sobre el asfalto. El manto de gaviotas se hace mil pedazos. Siente que su piel brilla, que la tinta cuenta historias. Siente la guerra en los huesos, el temblor del mundo que lo persigue. Camina con paso firme, 98 pasos firmes al noroeste, la ruta para escapar de Dios y sus dedos oscuros. Sigue el ritmo de las cuerdas, vibra al son de las canciones, vuelve a la orilla de la isla, siente que puede volar de nuevo. Deja atrás el humo, la noche, la elegía, el sueño, la vida. Se adentra en algo que no entiende, como nunca antes lo ha hecho, se deja llevar por las olas. Siente la furia en el suelo, la tristeza que se evapora con el calor de la hoguera. Siente una brasa que nace, y no muere, entre las costillas y sus muescas.

Deja a la espalda todos sus enigmas y se desnuda frente a las piedras. Cree que puede ser, aunque no lo entienda.

En las noches, dos luceros verdes le susurran al oído. Contemplan su caída en la oscuridad, y le dicen que ya no hace frío. Extienden sus manos y le devuelven un calor que nunca ha tenido. 

Las palabras no saben salir de su boca. Cada caricia nubla todos sus sentidos, y su mente dibuja el mismo rostro minuto a minuto. Sabe lo que siente, no lo dice. No lo quiere. No lo acepta. Es todo aquello que, sin saberlo, ha perseguido. Vivir al día. Morir de noche.

Amanece en algún lugar de la isla. Suena una melodía a lo lejos. La rueda se libera, el sol atraviesa el techo de la cabaña, los labios le saben a viento. Una piel pálida se apoya contra un hombro entumecido.

Se pregunta si, por fin, el mundo se ha rendido.

jueves, 7 de abril de 2022

Morgana

Dime, Morgana:
¿ha llegado la noche?

Ya no siento mis ojos en las cuencas,
solo la nieve entrando en mi cabeza,
el invierno y su olor a quemado.

He corrido para que mi sangre no espese,
que mis huesos sigan en su sitio.
He corrido contra el dragón mil veces,
empuñando un arma rota,
patético intento de héroe mal dibujado.

He corrido hasta romper el espejo
y soltar las cadenas que sujetan
los gritos y las colinas,
para desplomarme en la orilla del lago
y dejar que otros terminen la historia.

Dime, Morgana:
¿qué tal lo he hecho?
Ya no recuerdo el sabor de la comida,
ni el tacto del verano.
Tampoco mis versos,
mi corona,
mis melodías,
mis sueños.
Dicen que ya no escribo,
que ya no siento,
que me he vuelto de piedra
y que hace tiempo que no me observo,
que no lo entiendo.
¿Ya estoy muerto?
¿Este cuerpo que me encarcela
no es más que
un castillo abandonado,
una reliquia de otro tiempo,
saqueada y mancillada,
sin tapices en sus muros,
sin fantasmas,
sin jardines,
sin aposentos?

He corrido
lo más rápido que he podido
para llegar cuanto antes
al final de un cuento
que ya nadie escribía.
No hay dragón,
no hay rey,
no hay montaña.
Solo hay un valle de ceniza
en mi lengua,
unos pulmones perforados,
un pantano de escarcha,
un relato emborronado.
Solo hay un fracaso tras otro
sobre el mapa,
un tesoro vacío
que nadie guarda.
Y las horas pasan sin música,
y la espada se oxida sobre la hierba,
y las leyendas se mueren,
y mi voz se marcha.
Me muero despacio,
como las luces al otro lado del mar,
y el frío me sirve de mortaja
mientras mi corazón se apaga.

Pero

siento.

Mi locura
se enciende
como una
pequeña brasa
en el fondo
de la hoguera,
y vuelve
el fuego.

Escucho tu voz junto a mi cuerpo
sentada en la orilla de este lago,
y mi sombra regresa
para servirte de asiento.

Y me dices que duerma,
que todo va bien.
Me dices que tenemos tiempo,
que la guerra ha terminado.


Dime, Morgana:
¿qué tal lo he hecho?

El día se acaba,
y no quiero seguir corriendo.

Estoy cansado.

No me queda más aliento
que los besos que me prestas

soy todo aquello que no te digo
cada vez que nos miramos.

martes, 5 de abril de 2022

Something in the way

He pasado el invierno dormido
en las tripas de una ballena muerta,
arropado por la carne de las paredes,
abrazado a las espinas y a las palabras,
dibujando mi historia
con ojos y escamas

flotando 
en el mar
creyendo
que duermo
en mi cama

las olas me arrastran bajo el puente,
hundo los dientes en la orilla,
lucho por salir de este sueño prestado
del que no encuentro la salida

Cae la noche
y me arrastro
de vuelta
al útero de madera y ceniza
en el que me oculto
cuando el sol se marcha

y luciérnagas de fuego
centellean en la noche,
trazando rutas imposibles
entre el humo y la mentira.

Tantas horas de oscuridad
en la humedad de mis penas
que los buenos recuerdos
se deshacen
como huesos podridos y abandonados
en la carretera

Y miro al cielo sin párpados
y sin clavos que cierren
el ataúd de mi pecho,
esperando la lluvia
que limpia y ahoga,
la lluvia que salva.
Pero no llega.

Tengo los bolsillos vacíos,
las manos llenas de heridas,
el alma cubierta de rocío,
la vena estrecha,
la sangre fría.

Y miro al cielo sin párpados
y sin clavos que cierren
el ataúd de mi pecho,
esperando la correa
que me ahorque de un árbol
mientras ladro y me retuerzo,
que me sujete mientras me transformo
en algo más,
en algo muerto.

Y en el horizonte,
donde se recorta el mundo
y sus delirios,
una silueta camina contra el tiempo.
Se sienta al pie del árbol
con su melodía y sus cuerdas,
y toca elegías
que hacen florecer
este cadáver.

Carne que arropa,
piel que abraza,
boca que escucha,
alma que canta

tengo en el pecho
una herida
con la forma de tu mirada

pongo el corazón a secar en tu ventana,
colgando de dos alambres,

Soy lo que quiero ser

contigo

Soy lo que no he sido

lo que no pudieron quitarme

cobro forma
entre los acordes que inventas
cuando el silencio
no logra vencernos

sigo siendo lo que queda 
bajo este puente,
quemando libros para entrar en calor,
cada día de frío,
cada noche de hambre,
donde habitan el agua
la espina,
el fuego
la ruina,

pero cuando busco mi reflejo en el agua
te encuentro

y la lluvia pasa de largo
al besarte.