martes, 30 de diciembre de 2014

Bad-Anon








"I'm bad, and that's good. I will never be good, and that's not bad.
There's no one I'd rather be than me".










lunes, 8 de diciembre de 2014

Paso 2.

Ascender desde la oscuridad.



martes, 11 de noviembre de 2014

Paso 1.

Hacerse con las llaves.



lunes, 3 de noviembre de 2014

Tu sonido.

Me preguntas si te creo cuando me hablas.

Tu boca es mi biblia.

No entiendo una sola palabra de lo que dices, pero tengo fe en su sonido. No entiendo ni comprendo lo que me llamas, lo que dices de mi. Para mi todo eso es simplemente una canción que intenta alcanzar mis oídos. Pero yo estoy tan abajo... tan anclado al fondo del océano...

Tu boca es mi biblia.

No entiendo una sola palabra, no comprendo por qué estás tan segura cuando dices lo que dices. No entiendo nada. Pero me abrazo a tus palabras como si fuesen el único libro en el Infierno.

Porque te tengo, no lo estoy.
Porque amo, no lo estoy.

No rest for the wicked.

Luz. Un sólido rayo de sol que cae desde el infinito, con la furia de un dios, y aterriza con suavidad sobre la hierba. Ligero. Perfecto.

Apenas me atrevo a pasar la mano a través de esa luz. Siento como si mi sola presencia estuviese contaminando aquel lugar. Aquel valle de hierba, verde como la vida. Doy un par de pasos al frente y noto el peso en mis pies. Esas botas de hierro, cubiertas de cadenas y óxido.

Al descalzarme, siento en las plantas de los pies el húmedo tacto de lo que nunca tuve. ¿He estado ciego todo este tiempo o nunca encontré la caja de los fusibles?

Recuerdo el vapor, la madera quemada y la peste a pólvora. Recuerdo el hierro y las carcajadas. La Era de la Máquina. Recuerdo esa vida, pero no recuerdo mi muerte. ¿Qué hicieron con mi cuerpo? ¿Quien se quedó mi rostro? No hice testamento. Joder, ni siquiera hice penitencia.

¿Qué es este lugar? Un enorme valle verde, un cielo azul como la nostalgia. Un mar de nubes que se desplaza lentamente, con la brisa de la mañana. Silencio. Paz. ¿Qué es este lugar? ¿El infierno? He oído acerca de demonios que te muestran el Paraíso en los espejos, para apuñalarte mientras sonríes. 

¿Qué coño es este lugar? ¿Dónde está el alambre y la sangre? ¿Dónde está el dolor? No tengo heridas, ni cicatrices, no recuerdo el sabor de una lágrima. ¿Qué es este lugar?

Me siento sobre el pasto, y contemplo el cielo. Siento el sol, calentando mi cara, y siento la brisa, refrescando ese calor. Siento la perfección en cada uno de mis poros.

Un lobo aúlla a lo lejos, en una montaña que se recorta contra el horizonte. En ese lugar, como si de un cuadro colgado sobre el cielo se tratase, cae con fuerza la tormenta. Caen los rayos y suenan los martillos de los dioses, furiosos.

Estoy lejos de ese lugar, estoy a salvo. En esta pradera, en este lugar tan vivo. Pero no paro de escuchar ese aullido. Una y otra vez.

Me pongo las botas de nuevo y echo un último vistazo al valle. Una amarga carcajada trepa por mi garganta, y trago lo suficientemente fuerte como para evitarla. Debí haberlo imaginado, pero siempre caigo en las mismas estupideces.

Tengo que subir la Montaña.

No puedo dejarle allí.



No puedo dejarme allí.

lunes, 27 de octubre de 2014

Volverá la noche.

El mundo es un cristal roto. Un trozo transparente de algo frágil que, al mismo tiempo, te destrozará los pies si pisas sobre él repetidamente. El mundo es un cristal roto que ha rajado demasiados sacos de carne.

Soy la sombra de un ser que se hacía llamar hombre. Las historias de locura me tocan de cerca, supongo que inspiran las ganas de echar la vista atrás en el camino y contemplar todo el trayecto. Es curioso. La carretera está vacía. Apenas recuerdo nada.

En la madrugada del 23 de septiembre de 2013 solo necesité diez minutos para observarme en el espejo y comprender la naturaleza de aquel instante. Tenía algo en mis manos con lo que no sabía si podría cargar. Tenía algo frente a mi que necesitaba ser rescatado del infierno. Algo que yacía allí abajo, ardiendo lentamente, porque fui demasiado débil para correr cargando con ello. Pero, ¿cómo se sujeta uno a si mismo si tiene las manos ocupadas con cajas llenas de botellas llenas de problemas que se desbordan a todas horas? Hice cuanto pude por apretar y apachurrar aquellas cajas muy dentro de este armario. Muy dentro. Pero no debí colocar bien las botellas, porque por las noches, si me tumbo de costado durante demasiado tiempo, puedo notar los recuerdos derramarse por mi nariz, o el miedo escapándose por una oreja. En esos momentos tengo que sentarme en la cama, dejar que todo baje a su lugar, beber un vaso de agua, añadir algo de humo de fábrica a la mezcla e intentar conciliar el sueño.

Puedes considerarme un héroe de novela. Un héroe épico. Mi epopeya es un terrible viaje por la monótona muerte, la brillante mierda, el ácido invierno, la terrible respiración. Mi historia cabalga por el valle de las sombras como una mota de polvo que se ha escapado de la estantería, huyendo de la justicia de los momentos en los que no pasa nada. He llevado máscara de payaso, pero no me he reído. He llevado luz al sótano, pero no me he encontrado. He encontrado a la chica, pero no he pedido un rescate. ¿A dónde van las personas cuyas únicas acciones son errores?

Hoy me ha despertado otra mañana extraña. Esa sensación de que alguien apoya todo su peso sobre tus brazos mientras yaces boca arriba. El muerto que me persigue a todas horas ha vuelto a intentar besarme mientras dormía. No entiendo por qué. Quizá le gusta el sabor de los problemas que derramo al tumbarme de costado. Solo sé que hoy es otra mañana de otoño falso. Otra mañana de un Octubre corrupto. Y que la pistola que guardo en mi mente, está cargada. Hoy la Makarov está llena, como una puta que acaba su turno. La obra de arte de la guerra rusa yace en una estantería en mi cabeza, lista para ser descargada.

Recuerdo las mentiras. Las verdades falsas. Recuerdo los errores. Recuerdo todos los cadáveres detrás de mi, rodando colina abajo, agarrándose a mis tobillos. Recuerdo todos los cuerpos que quedaron atrás. Recuerdo el sexo sucio y el campo de batalla. Recuerdo. Pero no soy yo. Ese no soy yo, me repito. Es otro. El otro invadió tu cuerpo.

Pero los dos sabemos.

Y la Vorkuta de los sentimientos recibe su motín. Y en mitad de la noche, corro, cuchillo en mano, a través de los sentimientos presos que mueren ante mis ojos. Aparto, con manos llenas de sangre, aquello que una vez dejé encadenados en el fondo de la prisión. Ya es demasiado tarde, tengo que escapar. En la oscuridad de la madrugada, de esa madrugada que comenzó el 23 de septiembre de 2013, corro como si el mundo se acabase debajo de mis talones. Corro y corro, tropiezo y vuelvo a levantarme. Pisoteo la nieve cubierta de sangre mientras escucho el ruido de las ametralladoras y las bombas que destrozan todo a su paso. Consigo entrar en la caseta. 

Consigo ocultarme de las bombas. Todo está a oscuras. Todo está calmado.
"Nada puede hacerme daño aquí", me digo. "Lo he conseguido", me digo.

Pero ella está ahí. Makarov, mi puta. Mi pistola cargada. Está ahí, sobre la mesa, esperando.

Cuando quito el seguro y observo la pequeña pistola en mis manos, noto una separación de 3 segundos entre mi pecho y la nada. Es entonces cuando solo escucho el latido de mi corazón, allá en el infierno. Pidiéndome que vuelva a buscarlo. "No", le digo. "Lo dejé todo atrás para correr, y tú pesabas demasiado". "Vuelve", me dice. "Vuelve. Vuelve".

La puerta se abre con un fuerte clic. Una luz blanca angelical, con un extraño humo rojo que se cuela por todas las rendijas, aparta la puerta lentamente. La luz gana a la oscuridad y vuelve a colocar la pistola sobre la mesa. Me extiende una mano, salimos de la caseta y cierra la puerta con llave, dejando a Makarov sola, sobre la mesa, llorando.

La oscuridad se ha ido durante unas horas. Es de día en Vorkuta.

Pero volverá la noche. 

lunes, 25 de agosto de 2014

La espada rota.

- La venganza es más oscura que una mancha de sangre. La tristeza es como una daga que se te clava en el corazón. Los días pasan, pero solo se vuelven más dolorosos. Lo único que queda es el agudo dolor de su poder. El odio es el sitio al que va un hombre que no puede estar triste.

- ¿Vas a sermonearme?

- Tu forma de vivir no es mala... Pero veo una gran huella en tu corazón. El miedo ha dejado una marca en él.

- Tú no sabes...

- Déjalo. Descansa en este lugar. Si no tienes nada que te preocupe en el mundo, estarás a punto de pasar del todo al otro lado. Cuando llegaste con esa preciosa chica superviviente junto a ti... te echaste a perder a ti mismo. Escapaste de algo bueno, porque no puedes compartir la tristeza con la persona que amas. Escapaste para quemar tu cuerpo en tu propio odio. Abandonaste aquí a la persona que quieres, ¿y sigues pensando que tienes derecho a clamar venganza  por tus amigos? En el momento más importante, elegiste estar solo. Solo para centrarte en todas las batallas. Eres solo una espada desenvainada. Llena de cicatrices y manchas de sangre, con una herida fatal. Eres una espada rota.



sábado, 23 de agosto de 2014

Humo.

Nunca abandonarás este lugar, rezaba la puerta.

Se dijo a sí mismo que ni hablar.
Que se iría para no regresar.
Que abandonaría aquel sitio,
que tenía que olvidar ese lugar.
Aunque toda esperanza estuviese muerta.

Apretó con fuerza aquella cajita dorada y se dio la vuelta,
encarando la puerta.
Allí se erguían los demonios,
con sus cuernos violando el cielo,
con mirada violenta y llena de sangre,
de sed de sangre,
con la sombra de quienes fueron humano
y terminaron de asesinarse.

Sin detenerse más tiempo,
la sacó de allí.
Cruzó océanos de fuego,
desiertos de hielo y sangre,
bosques de cadáveres,
senderos de hierro.

Cruzó universos,
universos enteros de frío y miedo.

Cuando el peso era superior a su voluntad,
se arrancó las partes del cuerpo que no necesitaba,
cargando con su alma con aquel preciado tesoro que sostenía aún entre sus brazos.

Nadie sabe cuánto logro atravesar de lo ancha que es la Realidad.
Nadie sabe hasta dónde llegó.
Para cuando llegó al final del camino,
con la caja entre sus manos, 
prieta y caliente,
solo era un espíritu blanquecino.

Cuando al límite de sus fuerzas vio que la caja empezaba a brillar,
supo que se acercaba a su destino.
Corrió a duras penas por entre zanjas de muerte,
con el fuego calentando el subsuelo
y la Eterna Noche...
...la Eterna Noche pisándole los talones.

Corrió cuanto pudo, sin mirar atrás.
Cada vez, la caja brillaba más,
y más,
hasta ser una pequeña estrella entre sus manos.
Eso solo significaba lo cerca que estaba del final,
de su destino,
del lugar del que venía,
del lugar al que pertenecía.
Conseguiria llegar al reducto de paz que su cabeza ansiaba.
Al lugar al que pertenecía.
Y llegó.

Nunca abandonarás este lugar, rezaba la puerta.

Y el espejo le devolvía la mirada.
Allí se erguía un demonio,
con sus cuernos violando el cielo,
con mirada violenta y llena de sangre,
de sed de sangre,
con la sombra de quien fue humano
y terminó de asesinarse.

Dejó la cajita en la puerta, donde nadie pudiese hacerle nada.
Respiró profundamente el azufre.
Y abrazó el fuego del infierno una vez más.

sábado, 31 de mayo de 2014

Te quiero.

Me gustaría hablarte de la luz, pero nunca he sido muy amigo suyo.
Lo mío siempre han sido las sombras. Las noches largas y sólidas.
Las nubes sin formas.
La lluvia, gris, que se suicida desde las farolas, queriendo penetrar en el mundo.

Lo mío siempre ha sido la muerte y el no.
Las decisiones repentinas, lo veloz y lo sucio.
Lo que se ve y duele.
Lo que escuece.
Lo mío siempre fue la guerra.

Me gustaría hablarte de la vida, de verdad que me gustaría.
Pero sólo se hablar del dolor.

Me gustaría explicarte qué es lo que veo cuando miro dentro de esos ojos tuyos. Me gustaría que supieses lo que se siente al mirar en tus ojos. El niño asustado que hay dentro de mí levanta la cabeza y mira a través de esos dos agujeros de luz que hay en el techo de su cueva. Trepa y se asoma, a duras penas, para ver que hay al otro lado. Y ve tus ojos. Ve esos dos lagos de agua caliente que te abrazan y te prometen que todo va a ir bien. Me gustaría que pudieses ver lo que yo veo cuando miro dentro de tus ojos.

Me gustaría hablarte de la luz, pero nunca he sido muy amigo suyo. Lo mío eran las peleas, no los abrazos.

Cada vez que me tumbo en esta cama, miro al techo y siento calor. Un calor indescriptible, como si llevase años sintiendo un frío penetrante en los huesos que no me deja dormir, y de pronto alguien me acercase una antorcha. Luz y calor. Fuego.

Sé lo que es la intemperie, y sé lo que es el hambre de un alma rota. Sé el dolor de no poder tumbarte a descansar, porque las puñaladas abiertas de la espalda no te dejan dormir tranquilo. Sé lo que es que los monstruos vengan a buscarte cada noche. Ritual de sacrificio, ellos hicieron la ofrenda. Sé lo que es pasarte las madrugadas blandiendo el escudo, defendiéndote de tu reflejo.

Pero entonces llegas tú, como la luz. Llegas tú como si nunca hubieses llegado antes. Llegas como si la vida acabase de empezar.

Siento como si todos mis huesos se convirtiesen en diamante y pudiese levantar el mundo por encima de mi cabeza solo si tú estás mirando. Siento como si mi carne fuese acero que puede parar cualquier flecha. Como si mente estuviese limpia, clara y nítida, para llevar a cabo cualquier proeza.

Me gustaría hablarte de cómo me sentí pequeño. De todas esas veces que me dejé llevar por el odio. Me gustaría explicarte por qué me pasé al lado oscuro en algún momento de mi vida, pero no lo recuerdo. O no quiero recordarlo.

Me gustaría explicarte por qué siento este odio que carcome mi corazón de madera, lleno de clavos, lleno de astillas. Me gustaría explicarte por qué he hecho daño, por qué he gritado y he reído sumergido en la locura. Me gustaría explicarte por qué encarné al diablo en tantas historias, por qué llevo esta cruz en mi espalda. Créeme, me gustaría explicártelo. Pero no tengo ni idea.

No tengo ni idea de nada. Todo lo que sé ahora, es esto, aquí, siempre. Todo lo que sé ahora es este calor, esta luz de verano, este no parar de correr hacia ninguna parte, pero sin huir de nadie. Todo lo que sé ahora es este infinito y perfecto túnel de luz en el que has convertido mi vida. Una única dirección: ninguna parte. Un único destino: el círculo que nunca se rompe. La libertad de esclavizarse al otro. Tú, como única compañía.

Todo lo que sé ahora es que eres todo lo que quiero en mi vida. Que me da igual cuántas vidas empiecen, cuantos faros se iluminen, cuantas dimensiones comiencen. Me da igual el eterno retorno, que se joda Nietzsche. Te buscaré en todas las vidas que empiecen y que acaben. Me dejaré pistas en cada muerte para recordar que en una vida, en algún lugar de aquel océano, tu faro se iluminó y enfocó mi vida. Me dejaré notas que me recuerden que en otra dimensión me salvaste la vida. Te buscaré en los mil infiernos, iré a buscarte a cualquier parte.

Todo lo que sé ahora es que te quiero. Que mi vida es tuya, desde el nacimiento a la muerte. Todo lo que sé ahora es que daría mi sangre por ver tu sonrisa en el reflejo de una ventana, si todo fuese mal. No me importa el invierno más largo del mundo, si tengo tu calor para pasar la noche.

Quédate aquí, conmigo.
Y que el mundo siga girando sin nosotros.
Que tu luz no se apague.
Que todas tus noches sean mis mañanas, que todas tus mañanas sean mis noches.
Que toda tu vida sea la mía.
Que no queden rincones sin caricias.
Que no quede nada sin tocar.

Que no haya nada sin ti.

Te quiero.

martes, 13 de mayo de 2014

Hielo, fuego, sangre.

Observó el mapa tantas veces, que terminó aprendiendo el camino de memoria. La "x" grabada sobre el pergamino, como único Norte.

Aquella mujer viajó a lo largo y ancho de aquel mundo. Dos enormes lobos le pisaban los talones. Algiz, blanco como la luz de invierno. Tiwaz, negro como la soledad de la noche.Cruzaron juntos todo horizonte que se interpuso entre ellos y ninguna parte. Caminó hasta que los pies lloraron sangre, cansados y entristecidos, por querer regresar a casa. Pero ella dijo "No".

La "x" grabada sobre el pergamino, como único Norte. Su equipaje pesaba, era difícil de llevar y hacía más costoso un viaje ya de por sí complicado. Un hatillo con ropa limpia. Un macuto cargado de comida para el viaje, para ella y para los animales. Un arco y un carcaj con una sola flecha. Un bastón para apoyarse durante la caminata. Un gran mandoble a la espalda, que cargaba con esfuerzo. Un pellejo de vino para no morir de sed.

Cruzó los páramos. No fue fácil. Allí donde no hay nada, no debe haber nadie. Ni un solo rastro de vida en millas y millas, la chica y los animales lograron atravesar aquella tierra muerta sin apenas dar bocado. Sin rechistar. Con la sonrisa del viaje recién empezado, lograron cruzar el indómito infierno de nada y llegar a los ríos.

Aquel lugar era enorme. Grandes masas de agua se mecían tan despacio que parecían cristal, en el fondo del valle. Se sentó a descansar cerca del agua, mientras los lobos bebían y ella se refrescaba. Contempló las vistas. Bebió, se limpió. Lejos de todo, cerca de nada. En la más absoluta soledad del valle. Observó el río y se sorprendió dándose cuenta de que nunca te bañas dos veces en el mismo. Y a pesar de eso, lo intentó toda la noche. Y lo intentaría durante toda su vida.

Al reanudar la marcha, las colinas comenzaron a hacerse más empinadas. El terreno olvidó el verde y mostró el gris con orgullo. La chica y los animales ascendieron con dificultad por aquellas colinas. Pronto las cuestas se convirtieron en acantilados, y el camino se mudó a los senderos pedregosos donde los trozos de roca caen al vacío haciendo sinfonías con las paredes. No se amedrentó. Los lobos caminaban, uno delante del otro, sin la más mínima queja. Siempre hacia adelante. Podría haberse sentado a descansar, y regresar a casa. Podría haber olvidado toda aquella locura y volver a la paz del hogar. Pero ella dijo "No".



Cuando hizo cumbre, los vientos y el hielo habían dominado el lugar. La cima era un lugar frío e inhóspito, poblado por la muerte y la nieve. Recordó con añoranza el río en el que se había bañado, el verde, la brisa, la paz. Pero siguió adelante. Los lobos olisquearon el mundo y siguieron hacia adelante. Vislumbraron lo que habían ido buscando: una cueva de hielo, en el centro de la terrible cima de la montaña.



Se adentraron en la cavidad con precaución. Del macuto que llevaba consigo, sacó una botella y empapó el bastón en el que se apoyaba, y con mucho cuidado, prendió la madera para hacer de ello una antorcha en aquel agujero que el viento y tiempo evitaban. Descendió por unas escaleras de hielo y roca, y contempló el abismo. Un enorme agujero en la montaña, que descendía hasta lo más profundo del universo. Armada de valor, se adentró en él y comenzó a descender la escalera, siguiendo a los lobos, que en ningún momento dudaban ni se detenían en su trayectoria, caminando despacio y con solemnidad, como dos espíritus de tiempos pasados. Pero sin retroceder ni un segundo. Cuando llegaron al fondo de aquel agujero, a ella le pareció que había pasado un día entero. Pero habían llegado a su destino. El fondo de aquel agujero era una gran estancia iluminada únicamente por el bastón en llamas que ella portaba en su mano izquierda y la luz de invierno que descendía por las escaleras. Caminó lentamente por la sala circular, y allí lo encontró, al fondo de la estancia.


Sentado, con la espalda apoyada contra la pared y la cabeza caída sobre el pecho, un hombre dormitaba cubierto de escarcha. Su respiración era lenta y costosa, y el vaho que echaba por la boca era más denso que la nieve. Llevaba harapos ensangrentados. La barba que le cubría el rostro y los hombros caídos dibujaban la personificación de la derrota. Su piel estaba cubierta de nieve cubierta de sangre.

Los lobos se acercaron hacia él y comenzaron a lamerle las heridas. La chica se acercó y se arrodilló junto a él, acercando el bastón de fuego para que el calor le aliviase.

- He venido a buscarte - susurró, mientras se deshacía de todo el equipaje que llevaba, colocándolo sobre el suelo.



El hombre levantó la mirada, perdida. Las ojeras se derramaban bajo sus ojos grises como cascadas. Ella le acarició la cara y sus ojos se apenaron. Los de él lanzaron un destello verde.

- ¿A mí? - musitó.

- ¿Qué llevas puesto? - preguntó, observando el traje.

Se observó a sí mismo, y se quedó contemplando su propio aspecto. Estuvo a punto de echarse a llorar. Pero ella dijo "No".

- Un disfraz - dijo él finalmente, como si hubiera estado cavilando la respuesta durante un rato.

- No más disfraces, mi vida - susurró ella.

Lentamente, lo desnudó. Con una pequeña navaja, lo afeitó despacio y le cortó el pelo con ternura. Durante horas,  lo arregló como se arregla a los juguetes rotos. Abrió el hatillo y le puso ropa limpia. Dejó sobre el suelo el macuto que más pesaba, y al abrirlo cayeron rodando piezas de una armadura negra y antigua, sucia y desgastada.Se arrodillaron uno frente al otro. Ella colocó entre ambos el gran mandoble que había llevado a la espalda todo ese tipo. Él se quedó mirándolo todo, intentando recordar. Acercó la mano lentamente, y acarició la armadura con ternura. Después la cerró en torno a la empuñadura de la espada. Era un arma demasiado pesada. Él fue a incorporarse para levantarla. Cuando ella intentó ayudarle, él se negó. Solo se ayudó del lomo del lobo blanco, que gentilmente se había colocado a su lado para hacer de apoyo. Cuando finalmente estuvo de pie, intentó durante un largo rato levantar el arma. Con mucho esfuerzo, la ondeó y la colocó sobre sus hombros. Y un destello de luz verde volvió a cruzar sus ojos. Aunque su mirada y su expresión, siguiese denotando cansancio y tristeza.

- Es un viaje muy largo. No sobreviviremos ambos. Toma toda la comida y regresa - dijo ella, señalando a los macutos. Se arrodilló. Extrajo la única flecha que tenía en el carcaj y se la dio, junto con el arco- Ya sabes para qué es esta flecha.

Ella se quedó inmóvil, con los ojos cerrados, esperando el final. Tiwaz, el Negro, se acurrucó en sus rodillas y le dio calor. El hombre se acercó a ella y se agachó, apoyando la espada en el suelo. Acarició el lomo del lobo negro. Después tomó la flecha con las manos, y la rompió.

Podría haberse ido y haber regresado a casa, solo, para que el viaje de ella tuviese sentido. Podría haber abandonado aquel lugar y haber sido libre de nuevo. Pero él dijo "No".

Recogió todo el equipaje y lo cargó a la espalda. Apoyó el mandoble sobre un hombro y le tendió la mano a la chica. Ella se incorporó y vio como él caminaba hacia las escaleras, a duras penas, acompañado de Algiz. El lobo blanco como la nieve la miró, y dos ojos verdes lanzaron un destello en la oscuridad. Tras subir dos peldaños a duras penas, con la cara consternada de dolor y cansancio, se sentó a recobrar el aliento. Y repitió la operación cada pocos peldaños, seguido de la chica y los dos lobos.

- Has venido a buscarme al fin del mundo. Nadie se queda atrás.





martes, 15 de abril de 2014

El Gran Esqueleto

En una costa lejana, más allá de donde alcanza la vista, se extiende una cordillera de huesos inmensos. El cadáver de un gigante yace tirado sobre la hierba, descansa sobre la arena y muere en el mar, y su esqueleto se alza ante la vista del visitante, que cegado por la intensidad del sol a campo abierto, cree ver una ciudad, en lo que en realidad ve un túmulo.

Aquella aldea de tuétano y graznidos de cuervos, aquel altar de la muerte situado en ninguna parte y de nombre incierto, atraía a las malas gentes del lugar. Bajo la promesa de tesoros y riqueza, bandidos de toda clase y condición se acercaron al esqueleto del gigante, a sacar todo cuanto fuera posible para enriquecerse. Tal fue el saqueo, que las historias se extendieron a los vecinos más lejanos. Aquellos que nunca habían visto el mar, llamaron la Costa Negra a aquel túmulo a caballo entre Poseidón y Hades. Aquellos que habitaban la ya llamada Costa de la Muerte, lo llamaron el Relado, por el estado en el que quedaron los huesos tras el saqueo. Aquellos que ya habían estado, no le pusieron ningún nombre. Se limitaron a no regresar.

El bandidaje se asentó poco a poco entre los huesos del gigante. Comercios, restaurantes, hogares, plazas. Una ciudad en toda regla, enmascarada por un paisaje céltico y una sonrisa falsa que no muchos terminaron de creer. Para la desgracia de quienes cayeron en la trampa, la Costa Negra se los tragó lentamente, hasta asfixiarlos. Pero esa es otra historia.

El Gran Esqueleto tenía su propia Corte de dirgentes. En el país de los ciegos, el tuerto es el rey, dicen. Si entre las gentes del Relado ya había suficientes maleantes para saquear los palacios de 10 reyes, sus dirigentes eran capaces de saquear ellos solos una treintena de palacios, de reyes o emperadores. Tal era su codicia que al llegar al poder, no dudaron en terminar de saquear lo poco que le quedaba al lugar, para después vender el propio hueso del gigante. Organizaban una fiesta en el extremo oriental de la aldea, y mientras los transeúntes miraban hacia esa zona, sus líderes asaltaban el costillar gigante en plena noche y no dejaban nada para los cuervos. La memoria no era nada a respetar cuando se trataba de dinero. Y es que cuando no quedó nada más que comer, cuando ya se hubo saqueado todo lo que se pudo en el Relado, las gentes comenzaron a comerse las monedas. Comenzaron a masticar el cobre con el ansia de quien muere de hambre. Pero no había dinero suficiente en el mundo para calmar el hambre de aquellas gentes.

Las gentes del Relado eran peculiares. Si solo hubiesen sido bandidos, hubiese sido otro pueblo más, como los hunos o los cosacos. Pero si los comparásemos a estos, estaríamos faltando al respeto y al honor del que hacían gala estos pueblos. No, la gente del Relado no sabía de honor. En sus macabros intentos de calmar su sangrienta hambre, las gentes de aquel lugar terminaron comiéndose su honor, masticando y salivando como perros rabiosos en una perrera abandonada. Las gentes que habitaban el Gran Esqueleto se miraban los unos a los otros con desconfianza, con rencor. Todos envidiaban la casa del de al lado, todos miraban con recelo la bolsa de dinero que llevaba el vecino. El hambre y su alma negra hacía que la gente desarrollase un odio intenso hacia todo lo que estuviese fuera de sí mismo. No quedaba comida, bebida, dinero, ni honor que comer. Así que la deshumanización de la Costa Negra comenzó a extenderse poco a poco. La gente se comió los gusanos que aún poblaban el decadente esqueleto. La gente se comió sus principios, acompañándolos de corteza, para que el sabor no los hiciera sentir culpables. La gente masticó la ilusión, escupiendo grandes pedazos, pues la lusión es amarga como un limón podrido. No tuvieron ninguna duda en comerse la felicidad a bocados, como niños desnutridos, y ni siquiera pensaron en lo que estaban haciendo cuando se comieron su libertad. Pero nada de esto sació a las gentes del Relado. Nada.

Cuando uno ha vaciado su bolsa, la más llena y cercana es la del vecino. Pero si el vecino también ha vaciado su bolsa, ¿qué puedes arrebatarle? Las gentes del Relado elaboraron un plan ancestral: todo nuevo habitante traerá consigo una bolsa con ilusión,  felicidad y libertad. Jugosos bocados para un pueblo decadente y monstruoso como el del Gran Esqueleto, que no dudaban en despojar a todo niño o viajero de aquellos bienes para que nunca pudiesen marcharse. La Costa Negra se convirtió en un lugar oscuro, gris, donde el Sol dudaba de sí posar sus rayos, por si aquellas gentes decidían masticarlos. El Gran Esqueleto creció en población, y desde los cielos solo era una montaña de huesos y cuervos, donde las gentes del lugar reptaban y vivían como gusanos, comiéndose lentamente los restos y los cadáveres. Por el día, la sonrisa falsa y demacrada estaba a la orden del día: trataban de robar y comer todo lo que podían. Si el rival era fuerte, en pocos días lo desmoralizaban por completo, arrebatándole todo vestigio de humanidad y de felicidad, pues los hombres tristes son presas fáciles. Por la noche, los vicios corruptos y malsanos de aquellas gentes salían a relucir: algunos cortaban el cuello del vecino, para emborracharse con su sangre hasta caer al suelo, ebrios de crueldad; algunos se masturbaban en los cementerios, jubilosos por la desgracia ajena; otros colgaban a niños de los pulgares y los ablandaban a patadas, como el carnicero que golpea la carne en su establecimiento; otros agarraban en callejones oscuros a las mujeres feas o gordas, las metían en un carromato lleno de espejos, y se reían a su alrededor toda la noche; otros escribían falsas historias y mentiras en papeles, hacían aviones de papel, y dejaban que circulasen por el pueblo, para que alguien lo leyese y hacer caer una desgracia sobre los implicados; otros se hacían cortes en las muñecas y culpaban a su vecino, para poder comerse el buen nombre del enemigo y para alimentarse con la atención de quienes les creían. Todo formaba parte del objetivo total del Relado: comer. Alimentarse de todo. Comer del plato ajeno, comer de la cara ajena, comer del estómago ajeno.

Aquel Gran Esqueleto en podredumbre se levanta aún en la lejanía, y los pocos incautos que caen en el lugar tienen la desgracia de comprobar cuantas tragedias aquí he relatado. Aquellos que estuvieron allí el tiempo suficiente, marcharon a la primera ocasión. Aquellos que siguen volviendo, están malditos. Y aún vagan por el mundo, sin rumbo, buscando un rayo de luz, un lago limpio, una sonrisa sincera, un abrazo y un espejo sin imperfecciones, para librarse de la maldición del Relado.

domingo, 23 de marzo de 2014

El Valle.

Lo observé durante mucho tiempo. Me acerqué lentamente, con temor y con la esperanza de que estuviese muerto. La luna se escondió entre las nubes, lentamente, como si acabase de presenciar un asesinato. El valle se sumó en tinieblas. Una brisa mortecina levantó las hojas marchitas del suelo, que formaron un remolino ascendente, para volver a apagarse contra la tierra gris y yerma: no había vida en aquel lugar. Todo, gris o negro, se mecía despacio, como un cuadro al que no terminaron de darle vida, y lucha por moverse.



La gota de sangre resbaló por el filo frontal de su casco. Descendió como los suicidas descienden por la montaña, directa, sin freno. Se deslizó por el metal sucio y desnudo, y se estrelló contra la tierra, empapando de rojo cada grano. Se escuchó una respiración a través de la pieza de armadura: un denso vaho de color negro salió de ella, como si el mismísimo diablo respirase ahí dentro. El hombre, arrodillado ante la nada, se sujetaba, apoyando la cabeza y las manos, a la empuñadura de una gran espada incrustada en el suelo del valle. La hoja del arma mostraba innumerables grietas. Filo mellado, metal teñido de sangre negra y seca, empuñadura sucia. Si aquel mandoble había sido noble en el pasado, ahora no era más que un instrumento de muerte asesinado. Alrededor del hombre, yacían decenas de cadáveres. Aquel lugar parecía un campo de batalla. El desalmado había acabado en combate con todas aquellas personas. Y se había arrodillado a descansar. Maldecí su presencia, pero no pude evitar observarlo detenidamente.

El arrodillado tenía un porte sombrío, sin esperanza. Creo que aquella escena podría resumirse en eso: no había esperanza alguna en aquel lugar, en aquellas armas, en aquel hombre. A duras penas podía ver mis ojos verdes reflejados en aquella indumentaria: no había pieza de su armadura que no estuviese manchada de sangre, roja y negra. De ceniza. De tierra. La capa, coronada de pelo blanco, era una pieza de tela roida y húmeda, cuyo pelo estaba empapado y sucio hasta el punto de gotear sobre sus hombros. Aquel hombre no olía a caballero, olía a perro. A perro callejero, empapado, y sucio. Las preguntas asaltaban mi mente. ¿A quién podría haberle robado aquella armadura? ¿Quien fue el ingrato que perdió tan nobles vestimentas para acabar en manos de un sucio can humano que las maltrataba de esta manera? Y sobre todo, ¿en qué mil líos había acabado este desalmado, para que sus ropajes estuviesen tan horriblemente destrozados?


Observé que la mano derecha del hombre no la cubría guante alguno. Presentaba decenas de heridas y contusiones, y mostraba un lejano símbolo del Norte. La protección del guerrero, las runas del destino, la brújula de la guerra, la salvación. Y seguía aferrada, hasta la blancura, al pomo de la gran espada. Me acerqué hasta observarlo de cerca, como quien observa una estatua. Me fascinaba aquel vaho negro que salía bajo su casco. Posé la mano sobre la suya, y la descubrí fría. Helada. Aquella era la mano de un muerto. Era como si Hel en persona estuviese abrazada a su alma, decidida a llevarse lo que es suyo. En el momento en que toqué su mano, la negra respiración se agitó y los vientos se tornaron fuertes y fríos. Ya no estaba seguro de si estaba ante una bestia o un hombre. Volví a mirar los cadáveres que lo rodeaban. La naturaleza mortífera que desprendía aquel ser confirmaba que no habría necesitado de ninguna ayuda para acabar con todas aquellas personas.

Lo rodeé despacio, observé cada detalle a su alrededor. A juzgar por aquel tatuaje de su mano, única parte visible de carne humana, aquel ser había venido de muy lejos, y lo único que hacía era yacer de rodillas en el suelo de un valle de ceniza y muerte, respirando lentamente y sufriendo dentro de una armadura inexpugnable. ¿Quién querría ser un instrumento de muerte a costa de su propia vida? Observé detenidamente su casco, y contemplé que no disponía de ninguna correa, de ninguna sujeción. Su cuello no estaba al desnudo, la malla cubierta de sangre seca bajo la armadura tapaba la carne. Todo era una única pieza de metal, que cubría un cuerpo que en mi cabeza cobraba mil formas monstruosas. Pero durante mis divagaciones, contemplé horrorizado la sombría naturaleza del casco: cabezas de clavos asomaban a lo largo y ancho del mismo, en hileras. No eran adornos, no eran simples ornamentaciones. Aquel ser tenía el casco clavado a su cabeza. Inspeccioné su armadura y corroboré mi teoría: aquella armadura estaba clavada a su cuerpo. Metal y carne eran solo uno. Incluso aquella capa estaba atada con alambre al conjunto. No eran vestimentas robadas. No era un intento de porte, de elegancia, no era la imitación barata de un caballero. Era un instrumento de tortura anclado a un hombre. O a una bestia. ¿Qué o quien podría haberle hecho? ¿O qué mal terrible había llevado a cabo aquel ser para recibir tamaño castigo?


Sin duda, su aspecto era terrorífico. No había color en su indumentaria, y no había color alguno en aquel valle. Solo la sangre roja que goteaba por su indumentaria y mis ojos verdes, temblorosos, reflejados en la armadura, aportaban notas de color a aquel infierno sobre la tierra. Volví a dirigir mi mirada a los cadáveres del suelo. No cabía duda de que fuese lo que fuese lo que había hecho para recibir aquel trato, aquel ser lo merecía. La pregunta era: ¿por qué? Y así pasé días y noches junto aquel hombre-estatua, intentando averiguar el misterio que lo rodeaba. Ninguna palabra salió de su boca. Solo aquella respiración lenta, pesada, que dejaba tras de sí un halo negro y frío. Una de las veces acerqué mi mano a aquella bocanada, para no volver a hacerlo: el frío era insoportable. Intenté mirar dentro del casco innumerables veces, buscando unos ojos en aquelal inmensidad. Solo encontré vacío. Aquella armadura parecía una inmensa e inexpugnable fortaleza, y sea lo que fuese lo que había dentro, solo era dolor y soledad. 

Una noche desperté, con las sacudidas de lo que parecía un terremoto. Los ruidos y los gruñidos que retumbaban en el valle me hicieron darme cuenta de que no estaba en el lugar adecuado. Recogí mis cosas y me dispuse a correr a lo alto del valle.

Las tropas que llegaban de la lejanía eran humanas. Altos paladines de armaduras relucientes, martillos y espadas impecables y rocines blancos. Aquellos sí que eran caballeros. Aquellos humanos, eran seres formidables, estandartes de pureza y elegancia. Descendieron al centro del valle, donde yacía mi sombrío compañero, y lo rodearon. Algunos de los recién llegados descendieron de los caballos. Rodearon al arrodillado soldado, y comenzaron a mofarse de él. Las carcajadas llenaron el valle. Observé, impotente, desde lo alto de aquella colina, como lo pateaban, lo atacaban con lanzas y lo escupían. Uno de ellos orinó sobre su capa. Le preguntaron si le gustaban sus tierras. Le trajeron un carro, con un caballo muerto, que se pudría sobre las maderas del vehículo, y se lo dejaron caer frente a él. Los caballeros se taparon la boca entre risas. El hedor a gusanos y muerte llegó hasta lo alto de la colina en la que yo me encontraba. Le dijeron que ahora tenía un caballo, como ellos. Que podía montar y cabalgar por sus tierra como los grandes reyes. Llegó otro carro, y dejó caer otra decena de cadáveres en la llanura, aumentando el número de muertos que rodeaban al arrodillado. Le dijeron que aquí le traían más siervos, que los gobernase como lo haría un gran rey. Más risas. Más carcajadas.

De pronto, de entre todos ellos, una figura blanca se acercó al arrodillado. Los caballeros se apartaron, entre risas, extrañados de aquel acto de espontaneidad. La figura era una dama, encapuchada, fantasmal. La misteriosa mujer se acercó al soldado, y posó su mano sobre el casco. Fue tan solo un gesto, una caricia, un detalle, pero a día de hoy juraría que aquella armadura pareció brillar con un leve destello.



Lo que recuerdo entonces fue muy fugaz. Uno de los caballeros apartó de un manotazo a la mujer, que cayó al suelo y se empapó de sangre y tierra, y otro de ellos trató de agarrarla contra la tierra. El caballero arrodillado, entonces, cobró vida. Aquella armadura de muerte se incorporó por primera vez ante mis ojos. Desclavó la enorme espada del suelo, la volteó con ambas manos y desgarró el pecho del caballero de un solo tajo, cuya herida escupió sangre como si de una fuente se tratase. Sin detenerse, se giró hacia el caballero que había intentado agarrar a la dama, e incrustó el filo de su hoja en la cabeza del hombre. Los demás trataron de arremeter contra él, y el espectáculo de horror cobró vida. Las lanzas se incrustaron contra los costados del guerrero. Las flechas cubrieron su pecho y su espalda. Los cuchillos se clavaron incesantemente en su cuerpo. Pero aquel ser no se detuvo. Su mandoble giró hacia un lado y otro, seccionando cuerpos y asesinando enemigos. Como si el Guerrero de Una Mano hubiese guiado su espada, no quedó enemigo en pie de todos cuantos intentaron atacar. Entonces ella se incorporó, con una sonrisa en su angelical rostro. Posó su mano de nuevo en el hombro del soldado, y éste se detuvo. Con la otra mano, ella hizo un leve gesto. Todos los presentes se convirtieron en polvo, en nada.


Maravillado ante aquella magia, me acerqué tanto al borde de la colina para observar aquella escena que resbalé, y caí rodando, hasta detenerme a unos metros de ambos. El ser al que había acompañado hasta en ese momento, día y noche, intentando averiguar su procedencia, levantó entonces la gran espada y se dispuso a destrozarme. Pero la dama detuvo el filo con el mismo gesto que antes. Aterrorizado, me quedé anclado al suelo, temblando de frío y miedo.

Aquella mujer se quitó la capucha, desvelando un cabello rojo como la sangre que cubría la tierra. Sonrió y se acercó a mi. Vi como su mano se acercaba a mi, y cerré los ojos, con pánico a que el guerrero acabase con mi vida. Sentí la cálida palma de la mano de aquella mujer sobre mi cara.

- Tranquilo. Todo ha acabado.

Abrí los ojos lentamente, y observé como el guerrero se arrodillaba lentamente frente a mi. La dama yacía sentada, sonriente, limpiando la sangre de la espada con un trapo empapado, como quien cuida de una estatua. Era cierto: aquel horror había terminado. Me sequé el sudor de la frente con mi mano derecha. Y observé algo que había pasado desapercibido para mí hasta aquel momento: mi mano revelaba un tatuaje extraño. Una marca. Del Norte. La protección del guerrero. Las runas del destino, la brújula de la guerra, la salvación. Atónito, volví a observar a mi compañero de noches y días, a aquel ser atormentado y arrodillado que yacía frente a mí, con decenas de flechas clavadas a su espalda, cubierto de sangre y tierra.

Y unos ojos vacíos me devolvieron la mirada desde el interior.



(Mejor luchar y caer, que vivir si esperanza) - Volsung Saga, c.12)

miércoles, 19 de febrero de 2014

Levántate.

Eres un cobarde.
Eres patético y lo sabes.
Eres la vergüenza de una legión de almas que han ido muriendo, una tras otra, para llegar aquí.

Ya ni siquiera sabes dónde dejaste tu espada, o por dónde se rompió tu escudo. No recuerdas de dónde vienes, ni a dónde vas. La armadura te pesa, te pesa demasiado, el sudor hace que el metal se deslice y vas perdiendo piezas por el camino.

Tú no eres un titán, eres un ser ridículo. Eres poco más que una piedra en el camino. ¿No escuchas los gritos aquí dentro? Somos nosotros, clamando sangre. Somos nosotros, pidiendo que nos dejes salir. Pidiendo que sueltes las cadenas, que nos dejes abrir las fauces y comernos el rostro de tu enemigo. Déjanos salir de aquí. Deja de caminar, deja de creer que tienes un propósito. No eres más que la sombra de lo que eras. ¿Lo sientes? Es la sangre, que se vuelve negra y espesa. Es la vida, que se te va. Es el odio, es el hielo, es la muerte que controla tu cuerpo. Porque para eso has nacido: para destruir y ser destruido.

No nos hagas reír... No eres un guerrero, no te has ganado ningún título. Eres una deshonra. Mírate, ahí. Tirado en el suelo, cubierto de mierda y sangre, tropezando en el estiércol mientras tus enemigos te miran. Ni siquiera han tenido la decencia de matarte, solo te miran y se ríen. Y si consigues levantarte, te dan una patada en el pecho y vuelves a caer de espaldas al suelo. Tú no eres un lobo, eres poco más que un perro sarnoso.

Deshonras las marcas de guerra. Deshonras las runas. Todas invertidas, deberían sangrar en tu espalda. Nadie te mira, nadie te necesita. Porque ya no eres nadie. ¿Recuerdas el miedo que infligías en el campo de batalla? ¿Recuerdas las heridas, los trofeos, la sangre? ¿Recuerdas la gloria? No eres más que un soldado caído en ruina, un canino abandonado que vaga por las calles con la cabeza gacha.

Tan solo eres la sombra enferma y masoquista del titán que cargaba el mundo a su espalda.


Así que levántate.
Levántate.
Levántate y empuña la vida.

Acaba con el titán.


domingo, 16 de febrero de 2014

Oración del villano.

Somos la noche de invierno.
Somos el mal encarnado.
Somos la bestia y la sirena,
somos demonios,
seres malditos,
malvados.

Somos las espinas de las rosas que nunca os obsequiarán,
somos los besos que nunca recibiréis.
Somos todos los viajes que os saldrán mal;
cuando creáis ver mundo,
os taparemos los ojos y os devolveremos a la sucia dimensión real,
os dejaremos en tierra,
abandonados,
y no habrá forma de que escapéis.
Os seguiréis retorciendo,
como seres heroicos,
escapando de nuestro dictamen,
reclutando a la resistencia,
para combatirnos cual monstruos.

Somos el "no",
la noche solitaria en un piso vacío.
Somos la inocencia que intentáis mantener bajo la cama,
pero que se suicida lentamente,
cogiéndose de la mano con la vida.
Somos vuestra música silenciada,
somos vuestros sueños muertos.

Somos vuestros fracasos,
vuestra virginidad,
vuestra inactividad.
Somos los puñetazos que nunca recibisteis,
las peleas que nunca perdisteis,
que nunca ganasteis,
que nunca tuvisteis.
Somos las relaciones que murieron en vuestras mentes,
sin ni siquiera haber comenzado.
Somos todos vuestros errores.
Somos vuestra demencia,
somos vuestra obsesión.
Somos dos,
somos Dios.
Somos,
y vosotros no.

Y tened por seguro,
que somos crueles,
horribles,
demonios,
putas,
monstruos.
Tened por seguro
que no sentimos ninguna compasión por vuestras vidas,
por vuestras voluntades,
por vosotros.
Y tened por seguro que podéis estar tranquilos,
que si somos abominaciones,
sacrilegios,
villanos,
nos merecemos entre nosotros.



miércoles, 12 de febrero de 2014

The Psycho.

Le arranco el trasto de la jeta a este tipo. 

Trasto, cosa. ¿Cómo coño se llamaba esto? Hasa. Haca. Joder... Cada vez que intento pronunciar ciertas palabras, los sonidos humanos se convierten en gruñidos animales. Cuanto más tiempo llevo sin decir algo, más me cuesta escupirlo. Ha. Hala...

Hacha. Se decía "hacha". Me quedo mirando, jodidamente empanado, viendo como sale la sangre, como un chorro de agua saliendo de un grifo lleno de mierda. Es la hostia. No sé exactamente cuanto tiempo llevo observando esto, pero tengo tanta sed que abriría el puto suelo a cabezazos para buscar un río subterráneo.

Subterráneo... ¿De dónde he sacado esa palabra? Cada día flipo más conmigo mismo. Me miro las manos: enormes manazas llenas de tierra y de sangre. Debería dejar de morderme las uñas, he empezado a hacerme idas. Idas. Oídas. Heridas, joder. Se dice "heridas".

Cojo el hacha y me alejo del notas. He dejado toda la arena llena de sangre y sesos de ese cabrón, no sé si alguien vendrá a recogerlo. A este sitio nunca viene nadie. Camino lejos del trozo de carne muerta que he dejado sobre el pavimento sin dirigirle una última mirada. ¿Para qué? Si algo sé es que los muertos no contestan. Ya no tienen nada que decir.

Escucho la voz en mi cabeza que me pregunta por qué lo he hecho. Intento contestar, pero ni siquiera tengo ganas. Paso. Que le den por el culo, nunca me ha ayudado. Esta ahí porque aún no he podido sacarla de mi cerebro. Esta noche volveré a intentarlo, creo que aún me quedan varillas de metal en la choza.

Vago por el yermo sin rumbo, no tengo a dónde ir. Tampoco quiero ir a ningún sitio. Me duelen los pies de tanto caminar. Que se jodan, a veces se llenan de sangre y de heridas sin que yo se lo diga. Nunca me hacen caso. Mi cuerpo no me hace caso a veces.

Eso es lo último que pensé antes de estrellarme al pavo ese el puto trasto en la cabeza. Claro que intenté no hacerlo, no soy gilipollas. Pero es difícil. Vivo en un puto desierto. Es difícil no ser un monstruo cuando todo lo que te rodea está muerto.

Intenté gritarle y decirle que se largase de aquí, pero antes de que me diese cuenta le estaba incrustando el hacha en la puta cara. Fue divertido. Pero no quería hacerlo. De verdad, puta voz. No quería hacerlo.

Escucho pasos detrás de mi. Tampoco quiero darle mucha importancia, la última vez que escuché pasos fue a solas: me incorporé del sobre y fui a ver quien coño andaba por la casa. Solo encontré un tío sucio, lleno de cicatrices y mirada triste con las manos llenas de sangre. A veces creo que soy tonto porque no entiendo cosas que debería entender. Se supone que las personas entienden las cosas. Yo a veces no. No entiendo cómo aquel tío se metió en mi espejo.

- Eh.

Es la voz de una  fembra. Hembra. Mierda. Me giro y veo a la tía que me ha llamado. Hace siglos que no veo una mujer de verdad.

Es preciosa. No sabría decir lo que me produce. Pero es lo más parecido que recuerdo a estar guay. A estar de puta madre. Cecidad. Fociridad. Joder, no sé cómo se dice.

- Gracias por lo de antes.

¿De qué habla? ¿La conozco?

- ¿Hm? - gruño.

- Me acabas de salvar del tipo ese... ¿Es que no te acuerdas o qué?

Acordarse. No, no me acuerdo de acordarme.

- Hm... Vale - dice.

Le doy la espalda y me piro.

- Espera - dice de repente.

La voz me dice que la escuche. A la voz no, a ella. Que la escuche. Que espere. Me giro. Me siento incómodo si la miro. Puedo sentir como sus ojos miran dentro de mi. ¿Por qué no grita?

- Quédate, por favor.

"Quédate". Nunca he escuchado eso. "Por favor" se utiliza para engañar a la gente y hacerles creer que de verdad necesitas lo que estás pidiendo. Pero no sé lo que es "quédate", no tengo nada de eso. Meto las manos en los bolsillos y saco lo que queda. Un chicle aplastado, un cigarrillo roto y seco, una piedra y una bala. Me acerco y se lo pongo en el suelo. No sé si "quédate" es algo de eso.

Ella me mira, mira las cosas, y se ríe. Vuelve a decir "Por favor, quédate", y se señala a sí misma. Quiere que esté ahí. Con ella.

Quiere que no me vaya.

No sé lo que siento. Ferocidad. Ercidad. Eridad. MIERDA.

 Me acercó al cadáver y le quito la chupa. Le quito la mierda con un par de hostias con la mano y se la paso a ella por encima de los hombros. A veces hace frío en este sitio. Eso dicen algunos. Yo nunca he sentido eso.

Ella curva su boca hacia arriba y entrecierra los ojos. No sé que le pasa. Después pasa sus brazos alrededor de mi y dice "Gracias".

Gracias. Si ella supiera.

- G...gracias-tú - mascullo.

Hace tanto tiempo que no pronuncio una sola palabra, que siento que la lengua se me va a rasgar. Pero no me importa.

Ella está aquí, conmigo. La voz me dice que estoy haciendo "las cosas bien". Ya no escucho gritos, no quiero matar. No quiero sangre, ni ver jetas reventadas, ni animales con las tripas abiertas. No quiero echarme sal en las "heridas" por las noches o buscarme la voz en la cabeza.

Me dice que no me vaya.

Quiero estar aquí, con ella.

"Felicidad". Se decía "felicidad".


Nunca más.

El cielo nunca me ha parecido tan brillante como lo veo ahora en sus ojos.

El fuego nunca dio tanto calor como en su cuerpo.

La vida nunca estuvo tan encendida como en su boca nocturna.

Quédate, aquí, conmigo. Y no habrá nada más.

Nunca más.

martes, 28 de enero de 2014

Sin nombre.

Raíces negras que se extienden
más allá de lo que comprende el alma.
Bosques, tinieblas,
nieve y hielo del color de la sombra
Sangre.
Esa sangre espesa y helada que cubre las venganzas del invierno.
Espadas quebradas,
escudos agrietados,
valkyrias sangrantes,
heridas,
rotas,
perro sin amo.



Brutalizar los cielos con gritos hacia ninguna parte,

heridas en lo más profundo,
cicatrices en lo más externo.
Llantos.
Perder.
Una y otra vez, perder.




El desconocimiento del Sin Nombre,
que no necesita brújula, ni maestro, ni sendero,
porque no conoce ningún rumbo.
Bestia nocturna que se alimenta,
que sobrevive,
aúlla y llora,
a medio camino entre la penitencia y el masoquismo.

Odio autoinfligido de los ángeles de la muerte.
Colores, miles de colores,
diferentes tonos de negro.
Diferentes vacíos.
Diferentes vida,
diferentes errores.



Una habitación cerrada herméticamente,
iluminada,
periódicamente,
con un destello:
en su interior
se miran,
fijamente,
un niño
y el Diablo.




Eso es todo lo que soy.



Espero que sepas qué hacer con ello.


domingo, 26 de enero de 2014

"Todo empezó con unos ojos abiertos".

Todo lo que mi vista abarcaba era un páramo. Un páramo inmenso que llegaba hasta más allá de donde se acostaban las nubes, exhaustas de observar la vida. Una nada colosal que abrumaba, que se abría ante como vi un folio en blanco. El cielo gris ocultaba todo vestigio de luz, dejando que delgados y raquíticos rayos de sol penetrasen a través de su opaca apariencia y llegasen a tocar el suelo con miedo. Aquel valle de cenizas, aquel gigantesco y desolado yermo, era mi hogar. Mi Tártaro personal, que avanzaba hacia el fin de los tiempos como si las horas hubiesen emigrado, como si todos los segundos, los minutos, las horas, los días y la propia vida no hubiesen encontrado su sitio en aquel limbo. No había sitio para raíces, no había lugar para el verde.

No sé cuanto caminé. Lo cierto es que intento recordarlo todos los días, intento echar la vista atrás y saciar mi curiosidad pensando en cuanto tiempo estuve andando, en cuantas aventuras pasé, en cuantas historias entré y de cuantas salí. Porque aunque vacío, aquel lugar era tan hostil como trepidante. Y bien sabe el hombre que no es hombre sin estar al borde de la muerte, al menos, dos veces en su vida. Intento recordarlo, de verdad que lo intento. Pero mi memoria solo está habitada por esa terrible y tranquilizante imagen: un páramo gris, cubierto de ceniza, con un sendero desdibujado y retorcido que no lleva a ningún lugar. No tardé en comprender que nunca necesitaría montura. No necesitaría ayuda, compañía, amistad o mano alguna. Estaba solo, y no había sitio para la caridad en aquel sitio. Cerrar los ojos me parecía lo más útil en aquel momento. Cerrar los ojos, y no asimilar que no era más que una sombra en un mundo gris. Solo. Y abandonado.

"Antes no era así", me digo a mi mismo. Si me paro a pensarlo, la verdad es que no todos los páramos son un paisaje. Me gustaría poder contar esta historia como si tuviese un principio. Me gustaría empezar con un "Todo empezó con". Pero no es el caso. No hubo un principio, no hubo un final. No hubo nunca un motivo como tampoco una solución. No hay héroes en esta historia, no hay villanos, no hay transformaciones, redenciones, salvaciones o pasiones desatadas. Solo hay terror, muerte y frío. Mucho frío.

No sé cuantas veces he llegado a acurrucarme bajo el árbol más bajo del bosque para dormir tranquilo. Pero sí que recuerdo las veces que he deseado poder hacerlo. Durante mucho tiempo vagué en la oscuridad, donde los depredadores no podían dar conmigo. Tenía miedo incluso cuando no había bestias alrededor, cuando había motivos para tenerlo. Caminé y temblé, eso es más de lo que se puede decir de mi existencia antes del dolor. Aunque si te quedas más tranquilo, te diré que todo empezó porque, como un bebé reconoce a su madre, reconocí la soledad en cuanto me abrazó la primera noche. Lo demás, es historia.

Encontré ciudades, pueblos, aldeas al pie del camino. He encontrado gentes de todo tipo, y puedo asegurar que deseé nunca haberlo hecho. Nunca comprendí esas caras planas con los ojos abiertos, enormes, acusadores. Tenebrosas manos llenas de dedos afilados, como ramas de árbol, que me señalaban al pasar. Gritos de horror y golpes, heridas. Recuerdo los latigazos. Creedme, cadenas. Los recuerdo bien.

Aullé lo alto, al cielo, a Xbalanque, rogando que diese caza a mis pesadillas. Pero nunca hubo respuesta. Recé a cada rincón de la naturaleza para que me salvase de esta condición de bestia, de monstruo sin cadenas, de perro sin bozal y de demonio de la nieve y la noche. No hubo respuesta. Reconocí a la soledad a una edad temprana. Y lo demás fue historia.

Experimenté uno de los peores sentimientos que puede sufrir un ser vivo: el de no querer existir en si mismo. El de observar su reflejo en el agua y dejar que Edipo le arrancase los ojos. El de sentir esa savia negra, espesa y caliente, que da vueltas en tu estómago cuando te das cuenta de que nunca podrás escapar de ti mismo. Esas mil espinas que crecen alrededor de tu corazón cuando comprendes que solo te verás reflejado en los ojos de Damballah. En los ojos de la suerte. De la muerte. Del monstruo de ojos verdes. De nadie.

El Dolor comenzó a extenderse y no hubo piedad para mis piernas. No recuerdo las veces que caí al suelo, pero sí las que deseé poder levantarme. Todo se convirtió en una guerra, una guerra inevitable que se repetía cíclicamente y tortuosamente. Una guerra que nunca pude ganar.  Me lamí las zarpas una y otra vez intentando limpiar mi sangre. Borrar mis huellas. Dejar mi pasado lejos, donde nadie pudiese alcanzarlo. Y los muertos, y el dolor, y los aullidos, y las mentiras, y los errores, y los puñales. Y abrí los ojos.

Hoy, puedo decirte que "Todo empezó con unos ojos abiertos". Supongo que fue eso. Abrir los ojos. Volver a contemplar aquel páramo gris en el que la luz no quería alojarse. Y dar media vuelta.

Allí estabas tú, pisándome los talones.
Y lo demás, es nuestra historia.




domingo, 19 de enero de 2014

Arriba.

El tiempo nunca es escaso.

Siempre sobran minutos para volver a levantarse.

Siempre, y digo siempre, es el momento perfecto para no rendirse.

domingo, 5 de enero de 2014

Despropósito de año nuevo (II)

Lo sé, hacía tiempo que no escribía algo natural, hablando directamente contigo, con quien sea que lea esto. Entre tantos gritos, golpes, heridas, cicatrices, arañazos y lágrimas que han llenado este año, no he tenido mucho tiempo de sentarme a reflexionar y a charlar contigo, con quien sea que lea esto. Y es que es lo gracioso de estos textos, que nunca sé quien los recibe, quien los lee o quien no los lee, quien critica, quien se molesta si quiera en acercarse por aquí. Escribir en un blog es como lanzar una piedra a un pozo y no escuchar ningún ruido, nunca sabes cuán profundo has llegado.

No quería que la primera entrada del año fuese nada triste, ni alegre, ni romántico o poético. No quería arte al empezar el año, quería ser sincero. Así que aquí estoy, sentado en el salón de mi casa a la luz de un árbol de Navidad. Y me da por echar la vista atrás, y adelante, y dentro, y fuera, y en todas direcciones. Supongo que debería hacer esto más a menudo. No quiero decir que no lo haga: solo Freya sabe las noches que he pasado sin dormir, pensando en lo que hice mal o lo que no hice, y solo ella sabe cuanto me he torturado y sigo haciéndolo inconscientemente a veces. Cuando digo "esto" me refiero a dar vueltas a todos los temas que echan raíces en mi mente, y publicar mi parecer al respecto. Creo que el último escrito de ese tipo (dejando de lado arranques de ira tan propios de mi persona, que por suerte o por desgracia siguen plasmados en las páginas de este pequeño rincón que empecé ya en 2009, y aquí siguen debido a mi idea de no borrar ningún escrito que aquí se publique) fue justo cuando este 2013 comenzaba, en diciembre del año anterior. Mis "despropósitos de año nuevo" plasmaron más o menos lo que necesitaba decir en ese momento, de la misma manera que ahora intentaré ser totalmente sincero y conciso en lo que voy a decir. Esta vez toca hacer cuentas de nuevo: decir que el año ha sido perfecto sería mentir, pero decir que el año ha sido nefasto sería mentir de la manera más canalla. Y es que realmente, el año impar de la mala suerte me ha dejado sabores de boca que ni siquiera conocía. 

Es cierto que el año empezó con mal pie. Supongo que comenzar con una pelea debería haber sido una metáfora lo suficientemente exacta como para desvelar el carácter de los meses venideros, pero nunca fui un buen vidente. Se sucedió la mierda, se sucedieron los cambios, las traiciones, las mentiras, los abandonos, las peleas, las torturas y los pensamientos oscuros. Nada nuevo para aquel que haya visitado regularmente este pequeño bosque en el que vivo. "El lobo ahuya, nadie llorará por nosotros", dicen al norte del Muro. Y es que el lobo y yo hemos charlando mucho este año. Quizá demasiado.

Cuando pasas mucho tiempo entre bestias solo el Código te distingue de los animales. No hay héroes entre ladrones, quizá olvidé eso demasiado pronto. Me agarré a la Piedra con fuerza y no me desvié del camino en ningún momento. No importaba cuantos muriesen, cuantos gritasen, cuantos luchasen, cuantos mintiesen, cuantos engañasen. No me desvié del sendero. "Ocurra lo que ocurra, no desenvaines tu arma", me dijeron. Y obedecí ciegamente. Quizá fuese esa frase la que no me permitió escuchar los golpes a la puerta de mi cabaña. Los gritos de socorro. La Diosa pidiendo ayuda. Supongo que no fui consciente del poder que tenía, de la responsabilidad que había contraído con el mundo desde el primer momento en que decidí separarme de la manada. El lobo solitario es triste pero conoce todos los caminos. Así que me paré en seco, y me interné en el bosque. Tardé en encontrarla, desde luego. Pero cuando lo conseguí, ya no la solté más. Y es que aquel que viola el código es escoria, pero aquel que abandona a sus seres queridos es peor que la escoria. No hubo Hagakure alguno, el Bushido fue enterrado. Los martillos marcaron el ritmo de la guerra y las espadas brillaron al anochecer, la batalla había comenzado.

Ellos gritaron, me acusaron, me amenazaron y me repudiaron. Ellos se unieron, ellos me condenaron en silencio. Ellos me expulsaron del universo y con una sonrisa falsearon mi amistad. Yo no entablé combate alguno: cargué a Freya en mi lomo y huí del lugar lo más rápido que pude. No sé cuantas flechas tuve que arrancarme en cada hoguera en la que paré a descansar, no sé cuantos cortes en mis patas, cuantos fantasmas me acechan a veces. Sé que escapé y aquí estoy, escribiendo esto.

Y tras mil desventuras, puedo asegurar que no cambiaría absolutamente nada de todo lo que hice para llegar a estar donde estoy, porque si hubo error en mis pasos, fue con otros, no conmigo. Y si hubo, hubo error, no asesinato. No cambiaría ni uno solo de todos los pasos que dí para estar con ella. Y volvería a repetirlo todo, todos los días, hasta el final de los tiempos, como si no hubiese un mañana nunca jamás. Repetiría cada segundo de dolor contigo por toda la eternidad, porque es contigo.

Y ahora acaba el año y es todo cuanto sé. Todo cuanto anhelo, todo cuanto necesito, todo cuanto quiero, ya lo tengo. Todo cuanto sé es que no hay nada en el universo que podría persuadirme para arrepentirme de mis pasos. Conozco los errores que cometí en el pasado, sé de mis fallos en la lucha, sé de mi mal juicio en muchas ocasiones. Pero todo lo que he hecho, y que Hel me encarcele en las raíces del mundo si no es cierto, siempre ha sido porque lo creía correcto.

Si fallé, si dolí, si destruí, espero que, de existir, los dioses tengan perdón para mi alma. Porque yo nunca lo he tenido, no lo tengo y no sé como obtenerlo. Tan solo vago por este mundo con el peso de mis fallos, ahora acompañado.

He aprendido muchas cosas este año. He aprendido a no confiar en las caras sonrientes y compasivas. He aprendido a respirar. He aprendido a aprender a querer. He aprendido a no fiarme de los reptiles. He aprendido a caminar más lejos de lo que nunca llegué antes. Y respecto a los que leéis estos pequeños pedazos de mi que dejo caer en mi bosque, supongo que estas piedras llegarán a diferentes profundidades y cada uno de los que están leyendo esto tendrán diferentes piedras que lanzarme. Algunas más pesadas, algunas más pequeñas.

A todas aquellas personas que una vez ocuparon un lugar en mi interior y ahora habitan Oblivion, quiero decirles, desde lo más sincero de mi oscuro estómago, que hice lo que pude. Y que si les pareció que no fue así, es que a lo mejor esperaban de mi más de lo que yo podía dar. Asumo todas mis culpas, asumo todos mis errores. Pero sobre todo asumo mis límites.

Intento salvar incluso a quien no puedo. No soporto dejar a nadie atrás, y a veces he intentado salvar a costa de mi propia vida, o peor aún, de mi propia cordura. No sé cuantos cadáveres pueblan mi camino, sé que de una forma u otra sigo encontrándomelos. Y sus cuencas vacías me observan mientras paso por su lado, y sus afilados e invisibles dedos acusan mi espalda cuando los dejo atrás de nuevo. Lo juro: hice cuanto pude. Sigo intentándolo, pero no puedo salvar a todo el mundo. Y que los cuervos me arranquen la piel si alguna vez desisto y me rindo, y abandono a alguien a su suerte. Odiadme, consideradme el peor villano, escupidme, maltratadme. Pero que nunca digáis que os abandoné. Nunca os abandoné.

He luchado en mil guerras. He probado el sabor de mi sangre de mil maneras distintas. He hecho muescas en las paredes de mi interior. Me he maltratado de todas formas, he intentado apartarme del mundo y de todas las manadas en las que he estado. He sido el foco de mil odios, he sido un paria, el saco en el que tantas personas han metido piedras para deshacerse de ellas. Me entrenaron para cargarlas, y para ser mercenario en guerras ajenas. Ya no soy el mismo perro guardián que salivaba y sacaba los dientes por sus amos. Ya no soy el monstruo que fui.

Supongo que ahora soy una sombra que busca huesos con los que construirse un cuerpo. Suerte que tengo cuatro manos, que encuentran más que dos, que me acompañan en el camino. A ella, gracias. Y no necesito dedicarle más palabras en este texto, ya que hay y habrá muchos otros para ella, así como todos los días de mi vida para demostrárselo. Por ella acabaría con mil mundos, y me enfrentaría con las manos desnudas a otros mil. Todo lo demás, no es nada.

Pero al final me he extendido más de la cuenta. Aunque supongo que da igual, ya que quien lee esto lo hace porque camina por el bosque, aburrido, sin saber que hacer. O lo hace para buscar más motivos para odiarme. O lo hace solo para decirme que lo ha leído y sonreírme por la calle. Yo que sé. No tengo mucho que decir, solo soy un pringado de mierda que deja sus ideas en una pantalla. He sido un cazador de sueños y de inocencias rotas, un perro maltratado con correa y sin amo, un guerrero urbano de los de nudillos rotos y ojo morado, abogado de mil diablos, pirata sin barco y pólvora mojada, berserker desnudo, ronin sin katana, luz apagada, sombra sin forma ni materia ni pared en la que ser proyectada. Si queréis crucificarme por no entrar en vuestro juego, hacedlo. Morir con una sonrisa siempre fue mi superpoder secreto.

Feliz navidad, y próspero año nuevo. Espero que para vosotros también.