A veces, siento que me deslizo por una tubería húmeda,
sin nada a lo que agarrarme,
sin nadie a quien pedir ayuda.
Noto cómo mis manos se deshacen en sangre mientras bajo,
el aire se convierte en una mano que asfixia,
y la oscuridad me envuelve como el mar
durante una noche de verano:
negro, cálido, cruel.
A veces, siento que nada de lo que he hecho merece la pena.
Que cada paso ha sido en la dirección contraria,
que me quedé sin gasolina antes de empezar la carrera
y que ya no hay nadie más en la autopista.
Que quien está, está por tristeza,
por la dolorosa inercia de un mundo constante
y la terrorífica pregunta de todas sus variables.
Que ya no queda nada de mí,
debajo de todos los adornos,
debajo de todas las letras.
A veces, siento que no soy nadie.
Que ya no importa,
ni importo, ni han importado
todas esas cosas
que siguen doliendo
cuando se apaga la luz.
Y otras veces, hay tormenta;
y a pesar del miedo y la costumbre,
todo desaparece
entre la luz y el agua.
Hoy he comprendido
que no hay nada más bonito
que un gato
mirando la lluvia,
a través de una ventana.
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