lunes, 1 de julio de 2013

Tregua (II)

Su mano, enfundada en un guantelete de anillas y cuero, acarició con suavidad la corteza del árbol más cercano. El contraste era escalofriante y hermoso al mismo tiempo: una mano hecha para la guerra, un guantelete ensangrentado y polvoriento, acariciando aquella corteza como si fuese el rostro de una niña.

Lentamente se internó en el bosque. Se abrió el broche que portaba al cuello, y el negro y peludo manto que cubría sus hombros cayó tras él, como cae la noche sobre los tejados, abrigando al miedo y ahogando la esperanza.

Sus manos fueron palpando cada corteza con cariño, con respeto. Ni una sola astilla, ni un solo pedacito de madera cayó del tronco. Los guantes pasaban por encima con tanta delicadeza que era imposible demostrar si realmente estaban tocando el árbol.

Soltó las hebillas de los guanteletes, y sus manos desnudas fueron arropadas por el gélido viento que se deslizaba entre los árboles. La niebla cubría absolutamente todo, de forma que era imposible ver más allá de 5 o 6 árboles por delante. El guerrero se internaba en la espesura, en la sombra, en la niebla, en la nada. No tenía miedo, pero tampoco sentía valor ni arrojo. Sentía indiferencia, apatía. Añoraba la muerte. Caminaba con la esperanza de observar a las valkyrias de frente y besarlas entre los ojos, acariciar sus rostros y pedir con los ojos cerrados que le llevasen lejos de aquel lugar. Que le otorgasen su merecido descanso. Que le dejasen ser partícipe de la eternidad.

Una a una, soltó las ataduras de su coraza de cuero y metal. Abriéndola por el frente, sacó los brazos de las mangas y dejó que la prenda cayese con fuerza contra el suelo. Su torso desnudo sintió la agonía helada que sacudía el bosque en silencio, como si un millar de serpientes de hielo acariciasen los troncos y congelasen la zona a su paso lentamente, sin que nadie se percatase.

El guerrero llegó a un claro y extrajo su espada por encima del hombro. Con firmeza, clavó el arma en la húmeda tierra. Se arrodilló, y recitó en voz alta:

"A ti me encomiendo, hermana del sueño. 
A ti encomiendo mi cuerpo, que se convierta en carne para los lobos. 
Que se convierta en árbol para los cuervos. 
Que se convierta en avena para las águilas. 
A ti me encomiendo para no volver".

Frente a la espada, una enorme grieta se abrió desde el filo clavado en la tierra hasta el árbol que presidía el claro. Y con la fuerza de un dragón, una mujer alada salió despedida del interior, dejando tras de sí una estela de luz del color de la aurora boreal. Aquel ser dio una lenta vuelta en lo más alto del cielo y descendió al claro con suavidad. Era una mujer hermosa, de ojos claros y pelo del color de la sangre. Sus alas grisáceas poseían un brillo indescriptible, y al batirlas levantaba remolinos de hojas secas recubiertas de escarcha, dándole a la escena una belleza inexplicable. Su piel era pálida como la nieve de las montañas, y su cuerpo desnudo estaba cubierto de pinturas de guerra, pinturas de águilas, lobos, serpientes, osos, cuervos...pero ningún humano. Solo vestía con harapos sangrientos, manchados con la vida de los caídos en combate. Todos aquellos muertos yacían en el interior de la fosa. El guerrero se asomó, y observó los cadáveres que yacían en la tierra, con sus cuencas vacías, sus ojos fríos y muertos, que lo observaban. Lo llamaban.

La valkyria se inclinó lentamente sobre él. Posó las manos en su cabeza y besó su frente con infinita ternura, susurrando:

"Es la hora. Pero no la tuya".

Aquel mágico ser se dejó caer hacia atrás, hacia la grieta donde yacían los muertos. En su vuelo, cogió con fuerza la espada que el guerrero había clavado en el suelo. La espada que siempre lo había acompañado, la espada que había hecho de él lo que era. Con una mano la sujetó en horizontal, la otra mano acarició la hoja de un lado a otro. El arma emitió un fuerte brillo, y el hierro comenzó a derretirse entre destellos.

Las gotas de hierro derretido cayeron al suelo, frente al guerrero. Una a una, y manteniendo su calor, comenzaron a unirse velozmente en cuanto tocaron el suelo. Se fueron encadenando las gotas hasta que en la mano de la valkyria solo quedó la empuñadura, la cual la mujer colocó en la corteza del árbol que presidía la grieta, como si se tratase del pomo de una puerta infernal. Después se acercó al guerrero, y mirándole a los ojos, habló:

"Esta es tu oportunidad de combatir hacia dentro, no hacia fuera. Ya no estás solo. Cuando comprendas el significado de tu mundo, volverás. Y deberás decidir si vuelves para traerlos del otro lado, o para unirte a ellos. La espada es la llave".

Y una vez dicho esto, la valkyria remontó el vuelo hacia lo alto y penetró en picado en la grieta, cerrándola tras de sí.

Allí quedo el guerrero: desnudo, desarmado, en la soledad del invierno. Y entonces comprendió que no estaba solo: una serpiente de hierro, creada a partir de las gotas candentes de su espada, había ascendido por sus piernas y ahora se enroscaba con delicadeza alrededor de sus hombros. Aquella oscura serpiente lo miró a los ojos, y volvió a enroscarse sobre él lentamente, como si la hubiera domesticado sin ni siquiera conocerla.

Y con el hierro de aquella serpiente al hombro, que lo mantenía más caliente que ninguna otra hoguera, se internó en la niebla.

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