domingo, 28 de julio de 2013

Limbo.

Abro los ojos lentamente. Un nuevo día.
La misma sala, el mismo lugar. La misma casa victoriana, los mismos cuadros de grandes personalidades cuyos nombres no recuerdo, pero cuyas caras viajaban de una página a otra de mi libro de historia.
El fuego de la chimenea encendido. El calor es abrasador, y no importa que esté desnudo: el sudor empapa todo mi cuerpo, hasta el último centímetro. Me derrito y me quemo con tanta lentitud que apenas siento la vida escapando de mis poros. El calor es insoportable.

Levanto la mano derecha y contemplo la botella que estoy sujetando, un día más. Es una botella de plástico, la marca está tachada y la superficie del recipiente está completamente cubierta con la palabra "BEBE".
Levanto la mano izquierda y contemplo el cigarrillo que siempre está encendido. Nunca se apaga, no suelta la mínima cantidad de ceniza. Es la cornucopia del alquitrán. Es la eternidad del cáncer.

Acerco la botella a mi nariz con la mano derecha, y cierro los ojos cuando el pesado olor a gasolina penetra a de golpe en mis fosas nasales, como si se tropezase.
El aroma del combustible entra en mi nariz como una muchedumbre enloquecida escapando de un edificio en llamas. Sin compasión. 
Sin mesura. 
Sin humanidad.
Mi mano se aferra al recipiente como los infelices que no tienen techo sobre sus cabezas, y abrazan un abrigo sucio y deshilachado que han encontrado entre la mierda. 
Se aferran a él, se envuelven con él. 
Esperan que no llegue la luz del día, esperan que la noche se los lleve lejos, entre sus brazos, para que nadie descubra su santuario. 
Mis dedos, fríos y rígidos, se abrazan al plástico de la misma manera.
Agito la botella despacio, lentamente, con los ojos cerrados. 
Trato de hipnotizarme, trato de invocar a Morfeo. 
Trato de dormir entre mis propios errores y balancearme, como un despojo solitario, en los trapecios de la cordura.
Siento el martilleo sangrante del perfume sintético, agujereando mi respiración.
Siento el vapor venenoso ascendiendo por mi cráneo, embotando mi cerebro.
Siento el sueño, siento la desolación de la nada.

Doy un trago a la botella y siento el fuego.
El maldito napalm que entra en mi garganta.
Las llamas de Luzbel abriendo las puertas de mi cuerpo.
El infierno debe de ser algo similar a esto.
El hierro líquido que baja por mi esófago, la revolución industrial y el ser humano biónico se abren paso a través de mis cuerdas vocales.
Siento como si me tragase la guerra.
Me bebo la tecnocracia.
Me trago la jodida Gran Guerra, el crack del 29, Vietnam y la puta Guerra del Golfo.
Me bebo el progreso.

No tengo el mínimo sentido común, no tengo el mínimo remordimiento. Levanto la mano izquierda y doy una larga calada, intensa y ponzoñosa. El humo penetra en mi pecho y golpea con fuerza las paredes de los pulmones.
Inhalo el azufre, inhalo los restos de la creación de Dios.
Inhalo la muerte, voluta a voluta de humo, poco a poco.
Pero ese cigarrillo del infierno, ese papel blanco, nunca se consume. Y mis dedos están atados, de manera inexplicable a esa extensión blanquecina que brilla y humea.
Me pudro, me auto-destruyo desde lo más profundo.
Puedo imaginar el humo transformándose en una negra araña que trepa y se come mis órganos.
Puedo imaginar el fin.

Pero el fin nunca llega.
El ritual de auto-aniquilamiento perdura por los siglos de los siglos.
La gasolina que cae sobre el suelo va lentamente pudriendo la madera, haciendo agujeros cada vez más grandes que amenazan con hacerme caer al vacío.
El humo del interminable cigarro pudre las cortinas, ensucia las paredes, llena de humo la estancia y deteriora esa maldita sala.

Pero no muero. Lloro. Grito. Pero no muero.
Es la eternidad lo que me persigue, y yo corro como un niño asustado.
Nunca he querido morir con más fuerza.
Morir y volar en la nada.
Vacío.
Sentir la vida a través de la tapa de mi ataúd.
Condenado al eterno limbo victoriano de retratos famosos y caros, de madera robusta y oscura, vidrieras coloridas y antiquísimas.
Condenado al fuego eterno de una chimenea que nunca se apaga, que nunca deja de crujir, de bailar, de abrasar.

Esto es el infierno.
El veneno, la muerte.
La auto-mutilación perversa a la que someternos los unos a los otros en soledad, en nuestros reductos de dinero, fuego, veneno, humo.
La nada.
La crueldad auto-impuesta de un animal asustado que se recluye en su propia madriguera.

Solo hay algo que desconozco de esta sala, tras siglos encerrado en ella. Solo hay algo que desconozco, algo que no es ni la madera de las paredes y el suelo, los cristales de las ventanas, las coloridas lámparas de araña, el fuego que se contonea como una puta perversa frente a mi cuerpo y quema lentamente mi solidez. Solo desconozco algo: la puerta está abierta tras de mí.

Mi nombre es Hombre, y solo yo puedo escapar del infierno.
Porque fui yo quien entró en él.

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