domingo, 26 de enero de 2014

"Todo empezó con unos ojos abiertos".

Todo lo que mi vista abarcaba era un páramo. Un páramo inmenso que llegaba hasta más allá de donde se acostaban las nubes, exhaustas de observar la vida. Una nada colosal que abrumaba, que se abría ante como vi un folio en blanco. El cielo gris ocultaba todo vestigio de luz, dejando que delgados y raquíticos rayos de sol penetrasen a través de su opaca apariencia y llegasen a tocar el suelo con miedo. Aquel valle de cenizas, aquel gigantesco y desolado yermo, era mi hogar. Mi Tártaro personal, que avanzaba hacia el fin de los tiempos como si las horas hubiesen emigrado, como si todos los segundos, los minutos, las horas, los días y la propia vida no hubiesen encontrado su sitio en aquel limbo. No había sitio para raíces, no había lugar para el verde.

No sé cuanto caminé. Lo cierto es que intento recordarlo todos los días, intento echar la vista atrás y saciar mi curiosidad pensando en cuanto tiempo estuve andando, en cuantas aventuras pasé, en cuantas historias entré y de cuantas salí. Porque aunque vacío, aquel lugar era tan hostil como trepidante. Y bien sabe el hombre que no es hombre sin estar al borde de la muerte, al menos, dos veces en su vida. Intento recordarlo, de verdad que lo intento. Pero mi memoria solo está habitada por esa terrible y tranquilizante imagen: un páramo gris, cubierto de ceniza, con un sendero desdibujado y retorcido que no lleva a ningún lugar. No tardé en comprender que nunca necesitaría montura. No necesitaría ayuda, compañía, amistad o mano alguna. Estaba solo, y no había sitio para la caridad en aquel sitio. Cerrar los ojos me parecía lo más útil en aquel momento. Cerrar los ojos, y no asimilar que no era más que una sombra en un mundo gris. Solo. Y abandonado.

"Antes no era así", me digo a mi mismo. Si me paro a pensarlo, la verdad es que no todos los páramos son un paisaje. Me gustaría poder contar esta historia como si tuviese un principio. Me gustaría empezar con un "Todo empezó con". Pero no es el caso. No hubo un principio, no hubo un final. No hubo nunca un motivo como tampoco una solución. No hay héroes en esta historia, no hay villanos, no hay transformaciones, redenciones, salvaciones o pasiones desatadas. Solo hay terror, muerte y frío. Mucho frío.

No sé cuantas veces he llegado a acurrucarme bajo el árbol más bajo del bosque para dormir tranquilo. Pero sí que recuerdo las veces que he deseado poder hacerlo. Durante mucho tiempo vagué en la oscuridad, donde los depredadores no podían dar conmigo. Tenía miedo incluso cuando no había bestias alrededor, cuando había motivos para tenerlo. Caminé y temblé, eso es más de lo que se puede decir de mi existencia antes del dolor. Aunque si te quedas más tranquilo, te diré que todo empezó porque, como un bebé reconoce a su madre, reconocí la soledad en cuanto me abrazó la primera noche. Lo demás, es historia.

Encontré ciudades, pueblos, aldeas al pie del camino. He encontrado gentes de todo tipo, y puedo asegurar que deseé nunca haberlo hecho. Nunca comprendí esas caras planas con los ojos abiertos, enormes, acusadores. Tenebrosas manos llenas de dedos afilados, como ramas de árbol, que me señalaban al pasar. Gritos de horror y golpes, heridas. Recuerdo los latigazos. Creedme, cadenas. Los recuerdo bien.

Aullé lo alto, al cielo, a Xbalanque, rogando que diese caza a mis pesadillas. Pero nunca hubo respuesta. Recé a cada rincón de la naturaleza para que me salvase de esta condición de bestia, de monstruo sin cadenas, de perro sin bozal y de demonio de la nieve y la noche. No hubo respuesta. Reconocí a la soledad a una edad temprana. Y lo demás fue historia.

Experimenté uno de los peores sentimientos que puede sufrir un ser vivo: el de no querer existir en si mismo. El de observar su reflejo en el agua y dejar que Edipo le arrancase los ojos. El de sentir esa savia negra, espesa y caliente, que da vueltas en tu estómago cuando te das cuenta de que nunca podrás escapar de ti mismo. Esas mil espinas que crecen alrededor de tu corazón cuando comprendes que solo te verás reflejado en los ojos de Damballah. En los ojos de la suerte. De la muerte. Del monstruo de ojos verdes. De nadie.

El Dolor comenzó a extenderse y no hubo piedad para mis piernas. No recuerdo las veces que caí al suelo, pero sí las que deseé poder levantarme. Todo se convirtió en una guerra, una guerra inevitable que se repetía cíclicamente y tortuosamente. Una guerra que nunca pude ganar.  Me lamí las zarpas una y otra vez intentando limpiar mi sangre. Borrar mis huellas. Dejar mi pasado lejos, donde nadie pudiese alcanzarlo. Y los muertos, y el dolor, y los aullidos, y las mentiras, y los errores, y los puñales. Y abrí los ojos.

Hoy, puedo decirte que "Todo empezó con unos ojos abiertos". Supongo que fue eso. Abrir los ojos. Volver a contemplar aquel páramo gris en el que la luz no quería alojarse. Y dar media vuelta.

Allí estabas tú, pisándome los talones.
Y lo demás, es nuestra historia.




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