martes, 11 de agosto de 2015

O-Ren y el Monstruo.

En los días más oscuros, he aprendido a mantener la vista fija en el camino.

Cuando comenzó la Senda, creía entenderlo todo. Fui Príncipe. El mundo no era un lugar tan complicado como los sabios querían hacer entender. Caminé, avancé, sonreí. Me engalané con mis victorias, viajé bajo el sol, contento y radiante de ser uno más con el Universo. Estaba seguro de poder domesticar a golpe de látigo y mente, señor de mis pasos, poder cabalgar mi historia y galopar, bajo la atenta mirada de aquellos que me aman. "¿Pero quién te ama?", preguntó una voz de pronto. Se detuvo el desfile. Y busqué su mirada entre las personas que me rodeaban, pero nunca la encontré. Esa voz me persiguió por los callejones de todas aquellas ciudades a las que fui.



La búsqueda de la voz me desquició. Dejé el reino a un lado, dejé de ser Príncipe para ser Viajero. La voz me hizo perder la cordura, buscar complicidad en los espejos rotos, abrazarme a camas de clavos y bidones de gasolina. Quise sentir, sentirme. Destruí lienzos preciosos, sentir. Si tuvieses el poder de hacer cualquier cosa, ¿no querrías saber si eres capaz de hacer el mal? Dios solo es el Diablo cuando quiere demostrar que también puede hacer daño. Lo que yo no sabía era que solo era Dios de un pequeño pozo, gris, oscuro, que apestaba a pescado y a mentiras. Yo no sabía que las puertas del Mundo no querían abrirse, y aún me encontraba aporreándolas, pidiendo que me dejasen entrar para demostrar que yo también. Yo también. Pero nunca yo. Nunca.

En la búsqueda de aquella voz, en la búsqueda de mi alma, me topé con una puerta inmensa. Hierro negro, altísima y coronada con pinchos tan afilados como la lengua humana, la puerta estaba decorada con mil ojos. Y esos mil ojos observaban mis pasos, mientras me acercaba a ella. Palpé la superficie con cuidado, y noté las vibraciones. Al apoyar el oído sobre la puerta, me sorprendió escuchar el alboroto, las risas, la gente cantando. Felicidad vivía tras aquel colosal muro de ojos. Ni aporreando la puerta durante noches y días se movió lo más mínimo. Con las manos ensangrentadas y la mente cansada, no encontré más formas de abrirla. Tras un tiempo, comprobé la aparición de una pequeña puerta, una trampilla para perros, a la altura de mis pies, con una sonrisa burlona y desagradable dibujada sobre el hierro. "¿Esa es la única entrada", me pregunté. "Entra", se burló la voz. La voz que me acompañaba desde el inicio de la Senda. La voz que no podía encontrar por ninguna parte.

Furioso y lleno de odio, me olvidé de aquella puerta y marché allí donde el hombre nunca había pisado la tierra. Me dirigí a aquellos páramos grises donde los ríos apestan al alcohol. Donde los árboles dejan caer cuerdas cuando un hombre pasa bajo ellos, allá donde la luna escupe desde lo alto y la hierba mullida se afila y se vuelve rígida a medida que tienes sueño. No volví a ver el Sol. Caminé. No encontré otras puertas. No encontré a nadie. No encontré voces, risas, no encontré luz. No encontré la voz. Escuché las risas y los cantos a lo lejos, viendo las luces que coronaban el cielo allí donde había dejado la puerta de hierro.
. Pero volví la vista y seguí caminando.

Aquellos fueron días tristes y solitarios. En aquellas praderas de ceniza y vodka no encontré consuelo en los brazos de los árboles que me acariciaban con las cuerdas del ahorcado. Bebí de los ríos, y mastiqué las raíces para no desnutrirme durante mi viaje, pero el sentimiento de vacío no desapareció. Hice el amor en cada madriguera que encontré por el camino, descendiendo por cada agujero hasta el centro de la Tierra. Pero allí tampoco encontré paz. Solo frío, cuando caía la noche y la hierba volvía a afilarse.

Para cuando terminé conociendo como la palma de mi mano aquellos páramos, ya no era un Viajero, y lejos quedaba el triste Príncipe que había partido en busca de la Voz. Ermitaño, pordiosero, mendigo, vagabundo, era aquello en lo que me habían convertido aquellos lugares. Con los ropajes sucios y la barba ensangrentada, con los ojos vacíos y las manos llenas de polvo, con la espalda flagelada y la mochila vacía, regresé junto a la puerta. Y me arrastré como un gusano, por la trampilla, para alcanzar el otro lado. Pero ya no había nada.

Nadie cantaba, nadie reía, nadie festejaba, nadie disfrutaba. La gente al otro lado de la puerta estaban lejos los unos de los otros, observándose y cuchicheando entre ellos. Todo había sido una mentira. La búsqueda era falsa, ¿quién sabía siquiera si había voz? Aquellos cantos y aquellas risas, aquella gran fiesta. Todo aquello en lo que creía se iba desmoronando. Si había de ser así, así sería. Derribé a cabezazos la puerta de hierro. Entre el odio, los gritos y la sangre, brotó una flor de loto en la herida de mi frente. Ante tal suceso, la arranqué con todas mis fuerzas y la pisoteé contra el suelo. El suelo e convirtió en ceniza, el cielo se tornó rojo y por siempre cayó una lluvia negra y espesa que cubrió los campos. El gran portón de hierro lloró con todos sus ojos, y se desplomó sobre la ladera, abriendo una grandísima grieta sobre el suelo, partiendo el valle en dos.

El Vagabundo se convirtió en Monstruo, y desde entonces se ocultó en esa grieta. Durmió y se ocultó de la vista de todos. Aquellos que vivían antaño tras la colosal puerta de hierro decidieron darle caza, y día tras noche bajaban a la grieta armados a darle muerte. Con placer, destrozó a mordiscos a todos y cada uno de los candidatos que bajaron a la grieta armados y furiosos. Ante la falta de alimento, masticó su carne. Ante la falta de agua, bebió de su sangre. La humanidad la dejó junto a los restos de la puerta, negando toda oportunidad de existencia.

¿Pero por qué seguía escuchando esa voz? ¿Por qué seguía sintiendo esos ojos? ¿Por qué si escribo del Monstruo temo hacerlo en primera persona, por si acaso las letras trepan del teclado a mis dedos y vuelvo a convertirme en la bestia que empaña mis cristales? ¿De qué puedo tener miedo si no es de mi mismo?

El miedo, el odio, la tristeza, la ira. Todo creció en mi interior. El Monstruo se hizo grande como la noche. Inmenso. La armadura se convirtió en una fortaleza colosal armada con pinchos, engranajes, óxido y desesperación. La locura se grabó a fuego en las paredes de la caverna y me encadenó a ellas con fuerza. Las noches pasaron. Las semanas. Los años. Los siglos pasaron, y cada momento de odio hizo crecer la armadura más y más. Y el Monstruo fue otro que no era yo.



Cierto día dejó de bajar gente armada. Ya ni siquiera pudo alimentarse de su carne y de su sangre. Abandonó toda esperanza de alimento y cerró los ojos, durmiendo en vida. Una niña bajó a contemplarlo, y huyó rápidamente. Al siguiente día, volvió a bajar y se quedó más tiempo. Tímida, al cabo de unos días trajo un cuaderno y se dedicó a estudiar a la Bestia. Con curiosidad y no miedo, escribió en aquellas páginas durante horas, frente a una gigantesca sombra de pinchos y sangre. Pero él no abrió los ojos. Supo que estaba ahí, pudo olerla. Desistió de cualquier contacto. La carne llama a la carne.

 Lo observó durante noches, anotando en su cuaderno. Cada día se acercaba un poco más. Traía comida. No carne ni sangre, sino fruta, agua, una sonrisa y un pedazo de nube. El Monstruo se dio cuenta de que la niña crecía. "Pero no puede estar pasando tanto tiempo", se dijo. ¿O quizá sí? La niña crecía cada día. Cada vez que aparecía por la grieta, parecía haber pasado un año. La niña se convirtió en una chica, la chica se convirtió en una mujer. Cuando el Monstruo quiso darse cuenta, aquella que cada noche traía alimento a la sucia y oscura caverna era toda una guerrera que lo contemplaba con piedad y ojos llenos de vida. Entonces comprendió, a la altura de su mirada, que no solo la chica había crecido: a medida que ella crecía, el disminuía. La fortaleza desaparecía, el armazón se reblandecía. Comenzaba a caminar a dos patas. Su humanidad regresaba despacio.


Cuando ella consiguió acercarse lo suficiente, me trajo la flor de loto pisoteada que había brotado de mi frente, la que había arrojado frente a la puerta de hierro. Y al comer la flor de loto, comprendí. Los cien, mil, millones de caminos. Los cientos y cientos de miles de millones de caminos posibles que podría haber tomado. Las posibilidades, los cambios, las variables, las constantes. Los finales, los principios, las partidas guardadas, los trucos, los secretos, las fases ocultas, los créditos. Las películas, las secuelas, los huevos de pascua. Las verdades, las mentiras, las portadas y contraportadas, las sinopsis, los actores de aquella gran farsa. Los pergaminos, la realidad, el conocimiento. La vida. La muerte. La posibilidad de vivir como algo que no sea una bestia. Comprendí la naturaleza del tiempo y sus posibilidades. La niña crecía, yo disminuía. Yo disminuía, la mujer crecia. La mujer vivía, el monstruo moría. El hombre regresaba, la vida seguía. Comprendí que todo está en nuestra mano. En la mano del hombre, y en la mano del monstruo.

Nunca supe si la Bestia dejó de serlo del todo. Sé que aprendió a escribir con la vida, no con la mano. Sé que supo abrazar para dar calor y no para sentirlo. Que aprendió a besar para aprender a hacerlo, no para comprobar el sabor de la otra persona. Que desde entonces la sangre solo brama, y no alimenta. En esa grieta, su voz aún retumba en las paredes de la caverna, repitiendo: "O Ren. O Ren. O Ren. O Ren.". Solo así recordó su nombre durante tantos años.

Sé que salió de la grieta y se acercó a la hierba del suelo, esa que se afila cuando quieres dormir, Cogió una brizna de hierba del suelo, y se pinchó en un dedo. Con la sangre que brotó de la herida, dibujó un lazo que para siempre unió su dedo meñique con el de la humana que bajó a la grieta desarmada y vestida con palabras. Y con los restos de dicha sangre, juntos escribieron en el suelo, donde yacían los restos de aquella puerta colosal de hierro y miles de ojos. Allí, cuando los viajeros se pierden en busca de una voz que nunca encuentran, se puede leer:


 En la vida hay que saber caminar hacia adelante. Es muy importante caminar, y es importante correr. Avanzar, seguir el sendero, o desviarte del sendero, correr campo a través. Da exactamente igual como lo hagas o donde, lo importante es seguir hacia adelante y no hacia atrás. Hay gente que vive con la mirada siempre por encima del hombro, clavada al pasado, al horizonte que dejas detrás, al punto de partida. Eso no te ayuda a avanzar. Eso solo te hace tropezar con las piedras 
que hay en tu camino, una y otra vez.

Porque mirar hacia detrás solo sirve para saber cuánto has avanzado.



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