Trazo la línea de salida en la ventana
porque no encuentro la puerta
de este infierno
en el que no recuerdo haber entrado
No sabía que el verano
pudiese ser tan frío
y en este pecho
ya no late una canción.
/
Trazo la línea de salida en la ventana
porque no encuentro la puerta
de este infierno
en el que no recuerdo haber entrado
No sabía que el verano
pudiese ser tan frío
y en este pecho
ya no late una canción.
/
A veces, siento que me deslizo por una tubería húmeda,
sin nada a lo que agarrarme,
sin nadie a quien pedir ayuda.
Noto cómo mis manos se deshacen en sangre mientras bajo,
el aire se convierte en una mano que asfixia,
y la oscuridad me envuelve como el mar
durante una noche de verano:
negro, cálido, cruel.
A veces, siento que nada de lo que he hecho merece la pena.
Que cada paso ha sido en la dirección contraria,
que me quedé sin gasolina antes de empezar la carrera
y que ya no hay nadie más en la autopista.
Que quien está, está por tristeza,
por la dolorosa inercia de un mundo constante
y la terrorífica pregunta de todas sus variables.
Que ya no queda nada de mí,
debajo de todos los adornos,
debajo de todas las letras.
A veces, siento que no soy nadie.
Que ya no importa,
ni importo, ni han importado
todas esas cosas
que siguen doliendo
cuando se apaga la luz.
Y otras veces, hay tormenta;
y a pesar del miedo y la costumbre,
todo desaparece
entre la luz y el agua.
Hoy he comprendido
que no hay nada más bonito
que un gato
mirando la lluvia,
a través de una ventana.
Tuve un sueño abrazado a una espada.
Olía a sangre y a infancias rotas,
a lodo y herrumbre,
a manos clavadas en las sábanas
de una tierra maldita
y a noches que nunca acaban.
Tuve un sueño en la oscuridad más profunda,
donde lobos se ocultaban entre las palabras
y respiraban en mi nuca,
donde los eclipses se alzaban
en un horizonte rojo
y negro,
como el yelmo,
como el huevo,
como la sombra que se cierne
sobre aquellos
que levantan la espada
contra el fuego.
Tuve un sueño
y lo he perdido.
Espero encontrarlo de nuevo.
Dejé mis cosas en algún punto de la carretera,
más allá del Pálido.
Todas las tardes vuelvo a pasar por allí,
pisando sobre mis propias huellas
y girando las manecillas del reloj,
pintando el camino de vuelta
con sangre
sobre el asfalto.
Y cuando cae la noche sobre el desierto,
me hago un ovillo bajo las estrellas
y espero a que llegue la Hora de la Serpiente.
Humeantes,
las siluetas de fósforo
emergen entre las rocas
como fantasmas de otro mundo,
susurrando historias en un idioma antiguo,
cubriendo la arena de una luz fría,
narrando extraños mitos
sobre alcohol
y galaxias muertas
y meteoritos de anfetamina.
Y al despertar, bostezo
con la boca llena de polvo y traumas,
cansado de este cuerpo que ya no es mío,
y de esta mente quebradiza
en la que no me encuentro.
Emprendo el camino de vuelta
sobre la sangre que se ha borrado,
sobre las huellas que se han borrado,
sobre el pasado que he olvidado.
Dejé mis huesos en algún punto de la carretera
más allá del Pálido.
Ojalá deshacerme de estas manos de adicto,
rígidas, frías y temblorosas,
incapaces de soltar nada.
Manos que duelen de sujetar papeles entre los dedos,
esperando ser el protagonista de la obra al menos una vez,
que el piano suene cuando abandone el escenario,
y no cuando rompa el decorado.