Hacía mucho tiempo que no visitaba aquella ciudad. Caminé por sus calles, o al menos lo que quedaba de ellas. Todo derruido, destruido, devastado. Las antiguas estatuas apenas asomaban cuatro palmos sobre la arena, sus pedazos decoraban el lugar como las migas de pan en la mesa de un pobre. El cielo amarillento apenas derramaba luz sobre los trozos de metal carbonizado que yacían incrustados en las paredes o en el suelo, que algún día fueron coches, motos, tanques.
Los tanques apostados a las entradas de la ciudad, los soldados charlando con rostro severo a la entrada de los bares.
El toque de queda, la cuarentena.
La sangre que se podía oler desde las alcantarillas.
Intentando alejar esos pensamientos sobre la ciudad que un día fue mi hogar, me ceñí el sombrero y me subí el pañuelo para cubrirme el rostro. Caminando, llegué al palacio del tirano que solia gobernar la ciudad. O por lo menos lo que quedaba de él.
A medida que caminaba hacia ellos, comprobé como el clima de aquel lugar era extraño. El sol caía con la fuerza de un yunque sobre mi cabeza, pero el viento era intenso, un viento afilado que penetraba entre las trabillas de mi gabardina y me helaba los huesos. Al caminar, mis botas levantaron una nube de polvo tan denso que podía cortarse con cuchillo y repartirse en pedazos a todos los desgraciados que se amontonaban intentando llegar al núcleo de aquella circunferencia terrestre.
Harapientos.
Sucios.
Demacrados.
Y sorprendentemente, sonrientes. Yo esperaba ver rostros de angustia, de pánico, rezando a ese dios de la destrucción que no repitiese su crueldad sobre ellos. Pero encontré sonrisas y lágrimas de emoción, durante aquella monótona oración que salía de sus bocas: "Roma". La palabra "Roma", una y otra vez. Sin parar.
Me abrí paso apartando a la gente y llegue al centro, esperando encontrarme un pedazo de la bomba que debía haber caído en aquella zona.
Busqué un destructor de mundos que aún no había detonado, un monstruo infernal que echase llamas nucleares por la boca.
Busqué un dios.
Busqué al diablo.
Pero no había ningún artefacto explosivo, o animal mitológico, o ser divino allí, entero o por piezas, que explicase la devastación de aquel lugar.
Lo único que había allí, que al parecer era símbolo de adoración para las gentes del lugar, era una mujer arrodillada, desnuda, con la cabeza agachada, una cabeza que en lugar de pelo poseía llamas, llamas rojizas que ondeaban con el viento radioactivo del lugar.
Uno de los hombres que repetían aquella oración me agarró con fuerza de los brazos y con los ojos empapados de emoción, me gritó palabras sueltas, que no parecían tener conexión alguna para mi embotada y cansada mente: Chain. Muerto. Ella. Roma.
Y antes de que pudiese decir nada o siquiera comprender lo que me estaban diciendo, la diosa me miró a los ojos. Y me sonrió.
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