miércoles, 9 de octubre de 2013

Romance del muerto.

Ya conozco mi sentencia. La conozco desde hace tiempo.

Una triste burla en el lugar más inhóspito del abismo,
me susurró mi destino.
Y desde entonces lucho contra mi mismo,
lucho contra mi propio reproche.
Lucho contra todo lo que se ponga en mi camino.
Lucho para que no roben mi cadáver
y se lleven todo lo que me queda,
desapareciendo en la oscuridad de la noche.


Escuché los tambores ahí fuera, marcando el ritmo del dolor,
junto con los cuernos que anunciaban la llegada del último día.
El sol sintió miedo y huyó del lugar,
tropezando y rodando colina abajo,
rompiéndose contra el fondo del valle
y sumiendo mi mundo en las tinieblas.
Todo llega a su debido tiempo.
Y yo, manos de cuero curtido,
garganta de hielo,
pecho de plata y oro bruñidos,
no descansaría ese día en mi lecho de muerte.
No dormiría envuelto en madera,
bajo el campo de batalla,
donde yacían todas mis memorias.
No moriría ese día,
no cerraría mis ojos y exhalaría mi último aliento,
no volcaría mi triste bolsa de gloria.


Intenté empujar con todas mis fuerzas hasta que mis huesos llorasen,
empujar la tapa del cofre en el que habían encerrado mi cuerpo.
Pero mi jaula de carne y hueso no me respondía,
y comprendí que era inútil: estaba muerto.
Pero el alma de un guerrero solo es el alma de un guerrero si no descansa,
si no se rinde,
si no pide ayuda,
si no se derrota a si mismo,
si no odia a la muerte más que a su cuerpo.
Así que me separé de mi frío y blanquecino cadáver,
envuelto en una vieja armadura ensangrentada,
vestigio de mis últimos logros,
vestigio de mis últimos fracasos,
vestigio de los momentos en los que antes de morir
decidí rebelarme contra el universo,
contra los humanos,
contra el amanecer,
contra el ocaso.


Me levanté despacio,
dejando atrás mi cuna de roble,
dejando a mi inerte yo en el fondo del sarcófago,
con los ojos cerrados,
durmiendo,
y abandoné la muerte a la que mis enemigos sometieron mi cuerpo.
Abandoné la muerte,
y abandoné la gloria,
abandoné toda posibilidad de cenar con los dioses esa noche,
abandoné toda posibilidad de recibir una recompensa por el sufrimiento,
abandoné toda posibilidad de sonreír después de la herida.
Porque la muerte no es opción.
Y llevo abandonando desde entonces
todas mis esperanzas de vida.


Pero renacería con todo mi esplendor.
No abandonaría mi cuerpo allí,
mi único amigo en el fin,
en una explanada de ceniza, sangre y lágrimas,
yermo inhóspito cubierto de flechas, lanzas, escudos y esqueletos,
cadáveres,
miembros amputados,
fracaso y deshonra.
Cargaría conmigo mismo hasta el fin si fuese necesario,
para devolverme la oportunidad sobra la que no me dieron potestad.
Agarré con manos encallecidas mi ataúd
y lo saqué de su fosa.
Mi cuerpo y yo viajaríamos hasta el infinito,
hasta donde la tierra acababa,
hasta donde hubiese un mínimo brote de luz,
una brizna de hierba,
una lluvia cálida que limpiase aquella sangre seca y cuarteada sobre mis ojos.
Tiré del cajón de madera y me aventuré en la noche.



Los cuervos volaban en círculos sobre mi carne,
pero a mi no me hacían caso.
Les atraía el hedor de la podredumbre,
el olor de lo que había terminado.
No les iba a permitir atrapar mi cadáver,
no les iba a dar lo poco que me quedaba.
No les otorgaría lo poco que me daba aliento,
aún cuando ya había fracaso.

Escuché un aullido a lo lejos,
y vi una sombra que se alzaba en la colina,
la silueta de un lobo.
Emocionado,
tiré con fuerza del traje de clavos y madera que mis enemigos me regalaron en combate,
y ascendí la colina a cualquier precio.
Pero ya no sentía dolor,
no sentía el sudor,
no sentía el miedo,
no sentía el frío.
Porque no tenía precio,
no tenía fin,
no tenía principio.
No era uno de los necios
que me dieron muerte creyendo que estaban vivos
sólo por decidir mi suerte.
Ascendí,
ascendí sin despegar mi vista de la luna,
que se alzaba como una dama mortecina en el fondo del cielo estrellado.
Debía llegar al lobo.
Debía volver a la vida como un ser libre,
corriendo entre las bestias que no necesitan distinguir entre el bien y el mal.
Debía renacer como animal de la noche,
animal en manada,
animal que ayuda porque está en su naturaleza
y no siente pena ni fracaso ni odio contra la mañana.









Pero cuando alcancé la silueta,
descubrí el engaño de un tronco partido,
hueco,
por donde el aire pasaba y simulaba un vago aullido.
Observé el tronco e imaginé mi pecho,
frío y muerto,
con un agujero por el que pasaban las desilusiones,
simulando un vago llanto.











Mi mente yacía en ruinas,
desesperanzado.
Todo parecía una burla,
una triste broma que osaba despedazar mi alma.
Como un laberinto cuya única salida está sellada,
aquel yermo se reía de mi.
Proseguí mi camino arrastrando mi final,
y quien sabía si mi principio.
Debía encontrar el por qué,
debía encontrar un sitio.
No podía quedarme allí,
entre las ningunas partes de un ningún lugar,
muerto y patético,
fracaso humano,
cometiendo errores aún donde nadie los ha cometido.
Tiré del cofre a duras penas e intenté no mirarme a los ojos:
no podría perdonarme decepcionar a mi cadáver.
Porque no hay nada tan triste como decepcionarte a ti mismo cuando has muerto.

Seguí el sendero de plata que dibujaba la luna en el valle.
Atravesé montañas, senderos,
prados, desiertos,
acantilados,
ríos,
cuevas,
infiernos.
Y no cesé de tirar de mi cadáver.
No había salida,
no había compañía,
no había nadie a quien llamar,
llorar,
pedir,
gritar.
No había nada ni nadie que me salvase del suelo.
Así que levanté mi plegaria al cielo y contemplé a los oscuros cuervos.
Y comprendí lo que estaban haciendo.



No querían mi cuerpo.
No querían masticar mi carne helada,
arrancar mis venas y bañarse en mi sangre.
Me estaban guiando a un destino incierto.

Con fuerza renovada,
deseoso de saber el rumbo de aquellas oscuras pero esperanzadores aves,
cargué sobre mis hombros un extremo del ataúd y caminé con él a cuestas colina abajo.
Nazareno de la noche pagana,
no me permití detener mis pasos ni por un momento.
Seguí a los cuervos,
seguí a los emisarios de la noche que volaban sobre mi cabeza,
con la esperanza de encontrar una nueva puerta,
un nuevo camino,
un nuevo futuro.
Buscaba la manera de salir de ese lugar de nadie,
de ese purgatorio,
de ese ningún sitio.

Y cuando creí haber llegado a una salida inminente,
guiado al centro de una explanada de ceniza, sangre y lágrimas,
aquella donde los cuervos revoloteaban en círculos de nuevo,
como si quisieran mostrarme a donde me habían traído,
comprendí la burla.


Frente a mí yacía la hendidura de tamaño rectángulo
escarbada en la tierra,
de la que había sacado mi ataúd de roble,
con un mandoble de ébano clavado en la cabecera,
a modo de lápida,
con un triste cartel de madera que cuelga del mango,
rezando:

"Aquí yace Lord Morrigant,
patético bufón revestido de hierro,
torpe soldado engalanado,
oscura vergüenza de su familia,
pobre y maldito,
condenado al eterno vagar de su propia discordia
por morir asesinado por su propia mano en combate,
hasta el día del Fin".

Y desde entonces vago,
cualquiera que sea mi desgarrador destino,
solo y maldecido,
cargando con mi ataúd por un yermo
en el que solo se ve la noche,
solo se ven los cuervos,
solo se ve la nada.
Estoy muerto,
totalmente muerto.
Pero a diferencia del resto de viajeros que pasan por estas tierras,
yo estoy despierto.
Camino con mi culpa a rastras,
mi cadáver es mi único amigo,
y mi muerte,
en este lugar,
es lo único cierto.


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