lunes, 11 de abril de 2022

Amanecer

El paso del tiempo había perdido el sentido. Unas veces, era una humedad que latía despacio, reptando sobre las paredes, recubriendo lentamente la casa con una fina película de escarcha donde las voces de la calle palpitaban contra el yeso. Otras, las horas eran parpadeos, y la realidad era un negativo mal pegado, saltando entre fotogramas de carreteras, gritos, copas y vómitos. Los días eran libros empezados por la mitad, donde la narrativa se agolpaba entre puntos y apartes, diálogos inconexos, espacios mal descritos. Nuevo, extraño, e incómodo, el tiempo avanzaba. Tic: ciudades que quedan atrás. Tac: cuerdas mal afinadas. Tic: un funeral lejano. Tac: otra grieta en la pared.

Reproducía el comportamiento de las manecillas del reloj, sin hacerse preguntas. Era fácil. Subía a la cumbre en un constante estado anfetamínico, donde los delirios dibujaban formas lógicas en el techo y la realidad se condensaba contra la mampara de la ducha. Cuando la melodía terminaba, se precipitaba al vacío, sin aliento ni pensamiento, cayendo con los ojos cerrados para volver a ascender. No había lógica ni propósito. Como las manecillas del reloj, corría creyendo que en algún momento llegaría a algún lugar. Pero tarde o temprano, siempre llegaba la medianoche.

Siempre terminaba en el mismo punto del relato: la nube de humo que se derramaba contra el techo, la luciérnaga de fuego bailando alrededor de sus dedos, la luz del televisor muerto coloreando las paredes de un salón viejo y torcido, el aire frío serpenteando contra la ventana. La historia se repetía en distintos lugares, distintas partes del cuerpo, distintas horas, y el resultado era el mismo. Una mentira. Un sueño. Un veneno. Una explosión. Un final. Una carretera vacía. Un coche sin gasolina.

En aquella habitación de sombras de madera, la soledad lo enfrentó a sus pedazos. De manera automática, recogía cada noche los trozos de sí mismo que caían de las maletas, desbordadas de recuerdos. Hacía inventario de sentimientos, perdido entre las notas roncas de una guitarra vieja mientras contemplaba todo lo que había olvidado frente al espejo. Noche tras noche, los libros servían de alfombra. Las imágenes borrosas de la película se proyectaban contra las paredes, como vídeos de verano de una infancia lejana. Garabatos en cuaderno, notas entre las páginas, púas mordisqueadas, vendas usadas, botes de pastillas vacíos. El blues del drogadicto. Cuentos de una vida inacabada. La entelequia del niño roto. Amnesia y regreso: historia de un viaje.

Esperaba la muerte sentado en el sofá. Anhelaba el final de todas las cosas, la carretera cortada. El golpe y los besos de sangre seca. El relámpago muerto en el fondo del cajón, la mirada clavada en el cristal del coche. No dolía el abandono, ni la mentira, ni la crueldad propia de las mezclas imposibles. El dolor dormía en lo que había hecho consigo mismo, no en lo que los demás habían hecho de él. Y las bolsas se desbordaban de recuerdos extraños, de personas que no eran él pero que daban forma a su silueta, de retazos de tinta grabados en carnes frías que seguían ahí al cerrar los ojos. Todo lo que le hacía ser, sin ser, le había empujado contra el espejo. Y como el viajero que vuelve a ver el mar por primera vez en años, se asomaba a su abismo. No había corales ni estrellas, no había vida. Solo sal y heridas, millas de viaje en silencio. Un horizonte sangrante. Y ni rastro de su isla.

Pasaron los días y las fotografías ardieron bajo la luz del sol de invierno. Llamas lamiendo la nitrocelulosa, intentando saborear una memoria ausente. Los poemas y las promesas se deslizaron entre las grietas de la calle, quemándose despacio con un fulgor púrpura en plena noche. Todo aquello que llegó de la nada, se marchó a la nada, sin preguntas ni respuestas. Nunca había existido. Era libre para seguir corriendo, sin maletas ni palabras en sus manos. Libre de morir despierto, de dormir de nuevo.

Hizo una brújula con sus huesos, para volver a la isla. Para recordar el sabor del viento. Un último viaje a ningún lugar. El ruido de las olas en el fondo de sus oídos, el tacto de la arena enfriándose despacio, de camino a la madrugada. La plegaria del loco tratando de coser su mente, manteniendo los pedazos unidos. Se repitió mil veces que no era una sombra, mientras el sol moría al final de la canción. Con la brújula en la mano, retrocedió a una infancia difuminada y mal dibujada en la pared. Encontrar la X, encontrar el tesoro. 98 pasos al noroeste, se perdió entre los cascarones vacíos, alejándose calle abajo. No volvió a saberse nada de él. Desapareció al llegar la primavera.

· · · · ·

Han pasado las horas y los días, y la ceniza de las fotografías ha volado al amanecer. No hay televisores muertos en la habitación, ni techos torcidos, ni luciérnagas de fuego deshaciéndose frente a sus ojos. No hay maletas ni bolsas, ni coches cubiertos de rocío. Se sienta en un trono de piedra, prometiéndose que no hace frío. Se pone una corona de plástico y un manto de gaviotas muertas, y gira el tambor del revólver con las fases de la luna. 

Solo hay una oscuridad fría y hueca, que hace retumbar sus tambores en las entrañas de la montaña, de manera silenciosa. Hace vibrar las paredes de las cuevas, dibujando ondas en los charcos, despertando aquello que mora en lo profundo. Y cada vez que desciende los peldaños de ese abismo, buscando el último trozo de su propio ser, recorre las galerías rezando en voz baja, suplicando su fin.

Pero en su mano, la brújula palpita. Y cada día, sigue el rumbo marcado sin hacerse preguntas. El trono de piedra se derrumba. La corona de plástico cae sobre el asfalto. El manto de gaviotas se hace mil pedazos. Siente que su piel brilla, que la tinta cuenta historias. Siente la guerra en los huesos, el temblor del mundo que lo persigue. Camina con paso firme, 98 pasos firmes al noroeste, la ruta para escapar de Dios y sus dedos oscuros. Sigue el ritmo de las cuerdas, vibra al son de las canciones, vuelve a la orilla de la isla, siente que puede volar de nuevo. Deja atrás el humo, la noche, la elegía, el sueño, la vida. Se adentra en algo que no entiende, como nunca antes lo ha hecho, se deja llevar por las olas. Siente la furia en el suelo, la tristeza que se evapora con el calor de la hoguera. Siente una brasa que nace, y no muere, entre las costillas y sus muescas.

Deja a la espalda todos sus enigmas y se desnuda frente a las piedras. Cree que puede ser, aunque no lo entienda.

En las noches, dos luceros verdes le susurran al oído. Contemplan su caída en la oscuridad, y le dicen que ya no hace frío. Extienden sus manos y le devuelven un calor que nunca ha tenido. 

Las palabras no saben salir de su boca. Cada caricia nubla todos sus sentidos, y su mente dibuja el mismo rostro minuto a minuto. Sabe lo que siente, no lo dice. No lo quiere. No lo acepta. Es todo aquello que, sin saberlo, ha perseguido. Vivir al día. Morir de noche.

Amanece en algún lugar de la isla. Suena una melodía a lo lejos. La rueda se libera, el sol atraviesa el techo de la cabaña, los labios le saben a viento. Una piel pálida se apoya contra un hombro entumecido.

Se pregunta si, por fin, el mundo se ha rendido.

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