domingo, 22 de diciembre de 2013

Concrete Walls.

Sentí las vibraciones en los muros de casa. Eran golpes rítmicos, secos, como decenas de martillos, todos al tiempo, golpeando mi hogar. Al principio no le presté mucha atención, y decidí seguir durmiendo. Pero los golpes se incrementaron, cada vez más rápido, más fuerte. Era imposible conciliar el sueño, y aún así me giré en la fría cama, buscando una postura cómoda. Fue inútil.

A los golpes le siguieron gritos. Gritos desgarradores, los gritos de mil personas, lejos y cerca de la casa. Parecía que la guerra había entrado en mi habitación. Solo escuchaba esos golpes rítmicos y endemoniados, y los gritos. Y los llantos, y los arañazos en mi puerta. El ruido no cesaba. Me incorporé y me acerqué a la ventana. El espectáculo revolvía las tripas.

Madres, sujetando por los tobillos a sus hijos o lo que quedaba de ellos, y golpeándolos contra mi ventana. Con los ojos en blanco, y las bocas desdentadas abiertas, golpeaban el cristal de la ventana con fetos malformados y medios fetos, que cimbreaban desde las manos de sus psicóticas madres. Los cuerpos golpeaban y manchaban el cristal de sangre como pollos colgados de una carnicería.

Hombres fornidos, con las cuencas vacías y sangrantes, golpeaban de forma rítmica las paredes de mi casa con enormes hachas de hojas oxidadas. Sus armas no hacían la más mínima muesca en mis paredes, pero golpeaban con la fuerte suficiente como para destrozarme si salia del lugar.

Enormes arañas, viscosas y peludas, tejían mil telarañas en las ventanas de mi casa. Sus húmedos vientres palpitaban contra los cristales. La pegajosa y blanquecina tela deformaba la imagen de fuera, cubriéndolo todo lentamente, hasta dejarme a oscuras en la habitación.

Tumbado en la fría cama, me acurruqué con fuerza y cerré los ojos en la inmensidad de las tinieblas de aquella casa. Pero ni los ruidos, ni los gritos, ni los hachazos, ni el corretear de las arañas en el exterior de las paredes, cesaron. Sentí el corretear de aquellos pequeños monstruos por todo mi cuerpo, vi los brillantes dientes ensangrentados que me sonreían en la oscuridad, los blancos ojos de las mujeres que cargaban con sus hijos. La sangre de los cadáveres salpicó mi rostro, los gritos trillaron mis oídos. Nada cesó. Los observé.

Y comprendí que el infierno estaba en mí.

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