martes, 24 de diciembre de 2013

El Montaraz y La Diosa.

Recuerdo cuando comenzó la travesía.

Me ajusté las correas de los brazaletes y comprobé que la pechera de la armadura estuviese bien colocada.
Cansado, me eché el manto por encima del hombro, cargué a la espalda mi bolsa.
Amarré con fuerza las dos espadas a la espalda.
Una por ti. La otra por mí.
Acomodé el arco en la funda y eché un último vistazo a mi rostro en el agua antes de partir. 

Veía ese mismo reflejo después de dos décadas. Los años habían pasado, los rasgos habían cambiado, pero la mirada era la misma. Vagamente reconocía esos ojos verdes, apagados y cansados tras la batalla. La barba sucia y enredada, y el pelo despeinado. La sangre cruzando mi rostro de lado a lado, cuarteada y seca. Escupí sobre la superficie del agua, y ésta se enturbio repentinamente y se volvió de color rojo, haciendo desaparecer mi cara en un débil remolino de sangre.



Salí de la casa y eché la vista al cielo. Las nubes, negras como el fin, cubrían toda la región. Frente a mí se extendía el desolador espectáculo que había sido mi día a día. Los cráneos de mis enemigos yacían empalados a lo largo y ancho de mi pradera, seca, convertida en ceniza. Dos vigas apuntalaban la puerta de mi cabaña,  vigas en las que los dedos, los amuletos y los dientes de mis rivales en combate oscilaban colgados de cuerdas. Al coger ambos palos y tirar de ellos con fuerza, arranqué los fúnebres muestrarios que sujetaban mi vida y la cabaña emitió un fuerte crujido. Mientras me alejaba, pude escuchar el estruendo de lo que había sido mi hogar, derrumbándose lentamente.

Crucé el bosque nevado, de altos pinos. Me abrí paso dejando tras de mí un reguero de nieve sucia, rojiza y turbia. Llegué al puente y observé las aguas del río, por última vez. Las corrientes entrechocaban, los peces se arremolinaban intentando ascender y la cascada emitía un ruido atronador. Atravesé el puente y corté sus cuerdas, dejando que se precipitara al abismo. Nunca más volvería a aquel lugar. En aquel acantilado dejé caer mi arco, y entregué así toda seguridad. Toda la seguridad de ver venir a mi enemigo, de luchar en la distancia. Dejé de ser Cazador.

Las praderas se tornaban verdes, la nieve se deshacía con los rayos de sol fugitivos que lograban abrirse paso a través de aquellas oscuras nubes, que lentamente, emigraban. Comenzó a llover, empapándome de pies a cabeza. El peso de la armadura, del manto cargado de agua, de las armas, ya no importaba. El viaje había comenzado. Vi restos de hogueras junto a los árboles, todos mis viajes fallidos. Todas las travesías que comencé y que el frío y el agua me había obligado a abandonar, forzándome a calentarme en el fuego y dormir, perdiendo toda esperanza. Pero no esta vez. Dejé caer mi manto sobre uno de los trozos de leña negra y calcinada. Entregué toda comodidad, toda protección contra el frío o la inclemencia del tiempo. Viajaría ligero, llegaría rápido. Allá donde iba no necesitaba calor. Dejé de ser Peregrino.



La lluvia cesó y la nieve desapareció a medida que avanzaba por la región. Continué mi camino apartando helechos y arbustos hasta llegar a la bajada del río. No había peces allí, sino sirenas. Sirenas que daban vueltas alrededor de barcas vacías y cargadas de equipajes abandonados. Todos mis intentos fallidos de cruzar ese maldito río flotaban en la intemperie. Puse un pie en la ropa, y me desaté las correas. No necesitaba armadura, no allí donde iba. Dejé caer las piezas de metal que cubrían mi cuerpo y dejé caer la sucia y ensangrentada camisa que llevaba bajo la pechera. Dejé de ser Guerrero.

Volví a cargar las espadas tras de mi, ajusté las correas sobre la carne desnuda, y me introduje en el agua. Crucé sin mirar a aquellas bestias de ojos fríos que me acechaban desde el fondo del río. Ya no eran animales hermosos, curvilíneos y brillantes. El velo de la realidad se había instalado en mis ojos para siempre y la claridad me mostraba bestias escamosas, de largos dedos acabados en punta, ojos vacíos y tenebrosos y dientes afilados y amarillentos. Los demonios de la posesión, los demonios del querer sin amor. Aquellos que nunca supieron tener. Crucé el río y abandoné aquel lugar.

Continué mi camino hasta llegar a un vasto valle sin nada en él. Sin casas, sin árboles, sin muestras de vida humana. Y en el centro de aquel valle, estabas tú.




Tú, con tu cabeza caída y tu mirada cansada.
Tú, con tu cuerpo desnudo bañado por el débil sol que luchaba por competir contigo.
Tú, con tu pelo rojo de fuego y vida ondeando con la tenue brisa.
Tú, ardiente, sujetando el Libro del Amor, sujetando los secretos, las normas y el índice.
Tú, de pie, parada frente a la vida.



Y llegué ante ti con las espadas como ofrenda. Clavé la mía en el suelo y juré permanecer en aquel valle, por siempre, hasta el fin de los tiempos, protegiendo aquel lugar. Creando, deshaciendo, edificando, construyendo tu mundo y el mío, lejos de prados de ceniza, de enemigos, de monstruos, de sangre, de nieve y de frío. Clavé mi espada en el suelo y juré quedarme contigo. Tendí la segunda espada, tu espada, y la tumbé sobre mis manos, como ofrenda. Dejé de ser Hombre. Me tendiste el libro, y así quedamos por toda la eternidad. Tú con tu mano sobre el pomo de mi espada, yo con mi mano sobre la cubierta de tu libro.

La sangre sobre nuestros cuerpos desapareció, humeante, como si los Dioses hubiesen decidido limpiarnos. Las marcas de guerra relucieron como nunca sobre nuestra piel, como si solo fuesen una en ambos cuerpos. 
Sentí tu mano sobre mi cabeza y comprendí que al fin había llegado.

Había llegado al final del camino y había sobrevivido. 
Por primera vez.

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