domingo, 1 de diciembre de 2013

Gurg.

Yo siempre fui el secundario de la historia. El personaje distante, de moralidad ambigua, que aparece cuando menos lo esperas para decirte la verdad, del que nunca se sabe lo que ocurre, sus razones, sus intenciones, su muerte. Ese personaje que cuando todos son felices, todos han conseguido su final soñado, su feliz desenlace, él se mantiene apartado, observando y sin sonreír, porque sabe que al espectador no le importa.

Yo siempre fui el marginado.

No se me cansaría la cabeza ni necesitaría muchos dedos para contar las veces en las que he sonreído, para ser honestos. Tampoco me pondría colorado diciendo que mi papel se comió el personaje, que nunca he sabido escapar de mi propia tortura y que todas mis acciones nunca van dirigidas a salvarme a mí mismo. No, nunca.

Puedo decirte que nunca creí en la vida. Nunca creí en la ayuda desinteresada. Nunca creí en las manos que salvaban de precipicios, en las espadas que luchaban por ti o en los escudos que te protegían de las lluvias de flechas. Durante las batallas, mientras todo morían a mi alrededor, no había honores ni ceremonia para mí. Solo había deshonra y etiqueta de desertor por haber sobrevivido. Créeme: intenté morir más veces de las que nadie puede dar cuenta. Pero nunca hubo recompensa. Solo rencor y vergüenza.

Nunca hubo armaduras que me valiesen, siempre luché a pecho descubierto. Nunca hubo espadas que pudiese manejar, luché con las manos desnudas. Mientras los demás iban a caballo, yo corría tras el ejército. Cuando los demás yacían con mujeres, yo abrazaba mi sombra en el granero. Si nunca me rendí fue para no dar la razón a las voces del infierno que se mofaban de mi mala suerte y de mis derrotas. Siempre fui el caballero manco, el samurai sin amo. Siempre fui un perro ladrando a la puerta de todas las casas, buscando una mano que tocase mi sucio y erizado pelo.

Vagué por las calles sin ganas, con los ojos entrecerrados y la cabeza caída. Deambulé mugriento, cansado y entumecido. Sangré en todas las esquinas de la ciudad, pero ninguna casa me dio cobijo, ninguna cocina me dio las sobras.

Para cuando llegué a tus manos, no recordaba cómo ladrar.
Para cuando llegué a tu pecho, no recordaba mi nombre.

Ahora no tengo alma, no tengo vida. Tengo demasiada historia para ser humano, demasiada cicatriz para tan poco cuerpo.

Pero tengo un escudo que salva de mil batallas.
Tengo unos ojos que me alumbran en la oscuridad.
Tengo una mano que salva de todos los precipios.

Y tengo un lugar donde morir en paz.



Te quiero.

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