sábado, 27 de abril de 2013

Horizonte.

Se levantó despacio, a pesar de que le parecía extraño no sentir el peso de las armas. Se miró al espejo y se vio desnudo, liviano. Lleno de cicatrices, lleno de golpes, de heridas. Sin ninguna armadura, sin ningún escudo que le cubriese. Le parecía gracioso haber llegado a ese punto en el que un soldado se siente raro al no estar manchado de sangre, al no estar cubierto de las entrañas y la mierda de sus enemigos, al no llevar encima los instrumentos de muerte con los que sobreviviría un día más.

Lentamente se puso la ropa.
Se puso la armadura despacio, saboreando mentalmente cada instante en el que las hebillas se cerraban, cada tintineo metálico entre placas.

Se observó en el espejo de nuevo, cubierto de metal y cuero.
Cogió sus armas, una a una. Las besó y apoyó la frente sobre ellas con los ojos entornados. Sonriente.

Se dirigió al río, a aquella alargada y torcida bestia de agua y hierba que cruzaba el territorio fortificado, a través del frío de la noche y la nieve que comenzaba a caer a su alrededor. Tomó una barca y se introdujo en el agua con ella, encapuchado y con el arco a la espalda.

El mango de la espada junto a su nuca centelleó por un instante, ávida de sangre. Sus ojos se entrecerraron bajo la negra capucha, y descansó la frente sobre sus manos enguantadas.

La barca cruzó lentamente las oscuras aguas. La nieve se posaba sobre la superficie del río como flores de loto, de forma pausada y delicada. Se escuchaban gritos desgarradores en la lejanía. Y las llamas decoraban la línea del horizonte.


La barca llegó a la orilla. Bajó de ella, y arrancó tres tablones. El agua comenzó a entrar, y la barca se hundió en las profundidades. Preparando sus armas, se dirigió a ese horizonte infernal. A un horizonte de sangre, de fuego, de dolor, de ira, de rabia. Cientos de ojos rojos y bocas ensangrentadas clamaban su nombre a lo lejos. Manos cubiertas de las vísceras del enemigo. Demonios. Ratas. Bestias. Humanos. Monstruos. Las pesadillas de todo ser conocido reinaban en aquel mundo. Un mundo que amenazaba con alcanzar a los que habían llegado hasta allí y con él, y que ahora dormían plácidamente. Así que extrajo su espada de la funda y descansó la punta sobre el suelo, caminando y deslizando el arma entre la nieve a su paso, dirigiéndose al infierno.

Todos dormían.

No había vuelta atrás.

El sitio del guerrero está en la guerra.

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