martes, 13 de enero de 2015

El laberinto sin luz.

Y allí me encontré a mi mismo. Yo bajaba las escaleras, a escondidas, para que nadie me viese. Y yo subía las mismas escaleras, a escondidas, para que nadie se diese cuenta. Crucé la mirada conmigo mismo mientras bajaba los peldaños lentamente, congelado por la sorpresa. Mi otro yo me dedicó una mirada de alegría, la que surge del reencuentro feliz. Y se marchó.

Rebusqué entre los papeles. Hojas rotas, diarios quemados, poemas incompletos sobre los que habían escupido. Ahora todo tenía sentido, y me sentía tonto y ridículo por no haberlo visto antes. Tenía las heridas en las palmas de mis propias manos y las buscaba en su espalda. Algún día dejarás de ser patética, flor de loto. Algún día comprenderás el mundo.

El sigilo se perdió al girar las esquinas del laberinto y los manotazos buscaron papeles a los que aferrarse. Cuando encontraron el correcto, mis dedos se relajaron. Pero no me dominó la calma, sino la derrota. Cuando estás a punto de morir, te invade una paz terrible, una paz helada y horrible que sirve como premonición ante la tormenta. Y en ese momento la sentí. La paz de la muerte. Yo mismo había asesinado a la vida, o alguien en mi lugar lo había hecho. No lo recordaba. Pero allí estaba. El papel manchado de sangre y las lágrimas con carmín húmedo. Ahora comprendía los aullidos.

El lobo no comía, no bebía. Solo aullaba y gritaba desde hacía noches. Ahora comprendía los aullidos. Ahora comprendía el dolor del mundo. El camino hacia la derrota se iluminó con grandes faroles de fuego e iluminó la estancia.

No era más que un ser insignificante luchando para no estrangularse a sí mismo, presa de la desesperación al contemplar su propia existencia. Patético. Patético ser inferior. Creías que la gloria de tu propio ego alimentaría el fuego de tu estómago. Pero lo llenó de sangre. Sangre que se ha desbordado y ha empapado las hojas de papel, sus hojas de papel. Y qué iba a hacer yo, si había llegado a dormir en la morada de un Dios. Qué iba a hacer yo, si no sabía en qué gastarme tal enorme tesoro.

Recogí los papeles. Sequé la humedad de las páginas. Recogí mis cosas y subí las escaleras despacio, cargando mis cosas entre los brazos. Alguna se cayó, rebotando con un sonido quebradizo sobre los peldaños. Pero qué importaba. Había quemado mis propias banderas por quedarme dormido con el cigarrillo en la mano. Había arrojado al lago todas mis provisiones sin despertarme en la noche, había roto mis planos y mis mapas, había destrozado mi brújula de una pedrada.

Y ahora estoy en mitad de una selva oscura, sin nada más que una lanza rota para defenderme de mi otro yo, aquel con el que me había cruzado en las escaleras. Porque él estaba allí, merodeando alrededor de mis ruinas. Con esa expresión de alegría fría, como de una estatua que sonríe sin sentirlo. Con esos ojos fríos que se alegran de la derrota, con esa mirada de serpiente. Está ahí fuera, en algún lugar de la noche, observándome y calculando mis movimientos. Calcula los pasos que doy. La comida que como. Las horas que duermo. Los pelos que se me caen y los que me crecen. Calcula las lágrimas que contengo al día. Me observa y yo no puedo verlo. Él está ahí, yo no sé donde me encuentro. Perdido en el laberinto. Con mi lanza rota. Con mi extremo del hilo.

Solo tenía una antorcha para pasar la noche eterna. Y el miedo me hizo ahogarla en el río. Ahora he asesinado el fuego y por mucho que lo intente, no puede encenderse. Ya no ardo.


Ya no ardo.

Ya no sueño.

Ya no sueño.

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