martes, 22 de octubre de 2013

La carrera y el mundo.

Unos metros más.
Levanto el brazo, cansado, y alcanzo otro saliente.
Levanto el otro, tenso las piernas, me impulso con uno de los pies mientras levanto el otro, y asciendo unos metros más.
Unos metros más.

Puedo escucharlo todo.
Es como si pudiese escuchar la voz del mundo bajo mis pies.
Las voces de todos, atronando en el interior de mis oídos.

Puedo escuchar las voces de todos y puedo distinguir las voces que se dirigen a mí.
Reproches, burlas, risotadas, insultos.
Pego la frente a la roca que escalo, y no quiero mirar abajo.
Siento las miradas de todos clavadas en mi espalda,
sus afiladas ansias de verme caer.
Puedo sentir su mirada incluso cuando llevo tanto tiempo escalando,
intentando escapar de ellos y de esa sensación,
que ya casi he alcanzado las nubes.

Aprieto los párpados durante un segundo,
en un vano intento de borrar esos pensamientos de mi cabeza,
y vuelvo a ascender unos metros más.
No quiero saber cuánto me queda para llegar a la cima:
no quiero llegar a ella, porque eso significaría dejar de escalar.
Sigo trepando por la escarpada pared de la montaña de roca,
sin mirar abajo.
Cada vez que levanto una mano para subir,
veo una mancha de sangre en el saliente anterior.
Noto el espeso y caliente flujo de la vida deslizándose y derramándose entre mis dedos,
empapando las inútiles vendas de mis manos, complicándome el ascenso.
Pero tengo que seguir.
Unos metros más.

Paso a través de las nubes,
siento el frío y el agua calándome hasta los huesos.
Noto el alivio de la humedad en mis mejillas,
y aunque la roca está más resbaladiza que de costumbre,
el agua despierta mis sentidos,
y me anima.
Dejo a un lado en mi mente el dolor de las heridas de mis manos,
el dolor que recorre todo mi cuerpo,
el cansancio,
las constantes ganas de vomitar,
la tensión que amenaza con romper una cuerda invisible dentro de mi cerebro,
mi destrozo,
y asciendo.
Unos metros más.



Y cuando paso a través de las nubes, puedo echar un vistazo alrededor.
Puedo ver todo el cielo desde ahí arriba.
Puedo mirar abajo y ver el tremendo mar de nubes que he dejado atrás,
el inmenso océano blanco que se extiende bajo mis pies y mi montaña,
un falso colchón que parece invitarme a saltar.
Y cuando alzo la vista, lo veo.

Cientos de montañas, separadas entre ellas,
aquí y allá.
Y en todas ellas,
un hombre que escala.
Un hombre que soy yo.
O era.
O sería.
Un hombre que me mira fijamente,
tan fijamente como yo a él.
Y entonces comprendo lo que me cuenta el mundo.

En algunas montañas, el hombre carga con un cadáver a su espalda.
En otras, con dos.
En otras, con tres.
En algunas, incluso, cuelga con toda una legión de cadáveres que subir con él en su ascenso,
colgando de su cintura.
Distintas cargas.
Pero siempre una montaña,
siempre un hombre.

Yo, en mi montaña, subo solo.
Sin peso, sin lastre.

Y sonrío sabiendo
que ganaré la carrera.


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