Pasan las horas
en esta prisión:
la de dentro
y la de fuera.
Hay una morgue
en mi costillar,
cuyos suelos brillan
con el rocío del benceno
y los recuerdos rotos.
Cuando tengo frío,
bajo allí
y me abrazo a los muertos,
porque ellos tampoco tienen
nada que decir.
Tan solo existen,
entre un sitio y el otro,
con las venas anegadas de químicos
y el cerebro apagado.
Los corazones que no laten
duelen menos.
En el espejo,
unos ojos pintados en sangre
se ríen de mí.
Alguien grita
que desde que tú no estás
en este rincón,
ya no se atreve a pasar
la luz del sol.
El polvo se acumula en las almohadas.
El frío se introduce en los agujeros.
La sangre se seca para siempre.
Nada entra y nada sale.
Esta habitación
es una extensión de mi cuerpo.
En la noche más oscura,
me duermo mirando al este,
esperando un alba que no llega.
He bajado a tu pesadilla
para encontrarte otra vez;
he sentido el hambre en los huesos,
y lo he saciado con veneno.
He bajado a mi pesadilla,
para encontrarme otra vez;
he sentido el odio en los huesos,
y lo he saciado con recuerdos.
Si me quedo en silencio,
cuando amaina el viento,
a lo lejos,
creo escuchar nuestra canción.
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