bajo la ventana.
Ya no hay lobos bajo la ventana.
Oigo su aullido
más allá de este cielo
sintonizado en un canal muerto.
Sus voces se diluyen en el tiempo
al otro lado de la bóveda verde
que corona esta sepultura blanca,
donde arriba es abajo,
y ayer será mañana,
donde el aire frío
se cuela
por los huecos
que dejaron tus dedos
al alba.
¿Por qué lloran?
¿No saben que Dios se ha marchado
con sus juguetes de plástico,
a buscar piezas viejas
que encajen con estas entrañas?
Me dejó solo
un corazón de benzopireno
y unas manos de plata:
cada latido es un cáncer
que se extiende y me abraza,
cada caricia
te entierra más y más
bajo esta capa de escarcha.
Tropiezo
con las copas
y sus terrazas,
y sus bares,
y sus nombres
me hablan,
y en el fondo del vaso,
el reflejo de un yo inerte:
ojos vacíos
que olvidaron su verde,
piel pálida
que se estremece sobre la cama,
labios fríos,
tras un viejo pañuelo de lana.
Ya no hay lobos bajo la ventana.
Se marcharon
al otro lado del mundo,
y su canción ya no late
entre estos huesos.
Quizá
nunca existieron
y todavía queda esperanza
de que yo no haya muerto
esta mañana
y solo sueñe despierto
que encuentro
tu mirada
en mi cama.
Ya no hay lobos bajo la ventana,
ni tórtolas
que me despierten al alba.
Cierro los ojos
y mi cadáver se duerme,
buscando un calor
que se apaga.
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