miércoles, 22 de diciembre de 2021

Saint-Säens

Sigo sentado al fondo,
en la iglesia más pequeña de la colina,
donde los sueños se escarchan
y los cuerpos se desvanecen
como en una vieja fotografía.

Afuera, en un cielo nocturno
que nunca acaba,
llueven estrellas blancas
y pedazos de mundos olvidados,
más allá del parpadeo de un dios ciego
que olvida mi nombre
cuando más lo necesito.

El martillo de Mahler
se prepara para el estallido,
para atravesar esta sinfonía sin principio
ni fin,
sin más oportunidad que la de esperar su turno.

Morirme sin matarme
sería el punto final de la obra;
convertirse en un suspiro
y no un lamento,
en un recuerdo
y no un tormento.
Convertirse en viento
y volar por encima de puertas selladas
y ventanas maltrechas,
convertirse en la luz fría del sol de la mañana,
y no en un fluorescente barato
que tartamudea,
sin boca para saber qué decir,
sin manos para pulsar el interruptor,
sin saber cómo apagarse
por fin.

Sigo sentado al fondo,
en la iglesia más pequeña de la colina,
sumergido en un sueño de piezas que no encajan,
en un coche sin destino ni brújula,
sin gasolina,
sin un adiós en los labios
ni una caricia en la mañana.

Una bola de espejos gira
en la oscuridad de un salón vacío
y las luces,
que ya no son luces,
recorren unas paredes,
que ya no son paredes,
conteniendo un cuerpo,
que ya no es un cuerpo.

Sigo sentado al fondo,
en la iglesia más pequeña de la colina,
donde los sueños se escarchan
y los cuerpos se desvanecen
como en una vieja fotografía.

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