Hoy me he desnudado frente al espejo
y he recorrido mi cuerpo con los dedos
intentando encontrar un camino que empiece
donde acaba esta herida.
Hoy me he desnudado frente al espejo
y he recorrido mi cuerpo con los dedos
intentando encontrar un camino que empiece
donde acaba esta herida.
Clac.
Carne viva en los nudillos, sangre en la nariz, un sabor barato en la boca. Hay algo ácido que trepa, clavado en el interior de mi tabique. No sé dónde estoy y tengo la nariz hinchada. Me gustaba esta camiseta, supongo. Ecos de zapatos en un pasillo que no va a ninguna parte y voces amortiguadas al otro lado de las paredes. Son las 2 de la mañana (¿lo son?). Dicen que si quiero llamar a alguien (¿quiero?).
Clac.
Tierra en los pantalones, sudor en la espalda. Está a punto de llover, pero no importa. Se está bien aquí. Aquí no hay nadie, no hay nada. Aquí no soy nadie, no soy nada. El humo me rodea las manos durante unos segundos y el aire se lo lleva, como si no hubiera pasado nada.
Clac.
Tos. Jadeos. No reconozco este sitio. No importa. Mañana tendrás tiempo de preguntártelo. Buenas noches. ¿Quién eres?
Clac.
Dame otro papel.
Clac.
Sangre y yeso.
Clac.
Vodka y luz ultravioleta.
Clac.
¿Qué soy? ¿Quién soy? ¿Por qué no puedo parar? ¿Por qué esta velocidad que arrasa con todo, la sensación de que si me detengo un solo instante el tren saldrá despedido y arrollará a todos aquellos que están dentro? ¿Por qué esta mente saturada de estática, incapaz de sintonizarse, de encontrar un ruido blanco que apague todos los demás ruidos? La necesidad de destrozarlo todo.
Clac.
Arena en los pantalones, sudor en la espalda. Ha empezado a llover, pero no importa. Se está bien aquí. Aquí no había nadie, no había nada. Aquí no era nadie, no era nada. El humo me rodeaba las manos durante unos segundos y el aire se lo llevaba, como si no hubiera pasado nada. Un destello rojo atraviesa el rabillo de mi ojo.
Clac.
No quedan diapositivas. Y sin embargo, la máquina sigue funcionando.
No distingo entre sueños y recuerdos
y mi mente sigue suspendida entre notas distorsionadas.
No quedan espejos.
Solo quedan estas manos rotas
incapaces de conservar nada.
Que yo no soy yo,
si tú no eres tú.
No encuentro tu silueta en las sábanas,
no encuentro tu sombra en mis pasillos,
no encuentro tu voz en mis ecos,
no encuentro tu vapor en mis espejos.
Ya no encuentro las costuras de este pecho,
ni los agujeros de los clavos,
ni los pliegues por dónde solía cerrar.
Ni las cadenas,
ni las sogas,
ni las losas.
No me encuentro.
Que yo no soy yo
si tú no eres tú.
Paso las horas recordando tu sonrisa
porque la mía se borra si no piensas en ella.
Paso las horas recordando tu tacto
porque mi piel se escarcha con cada hora de este invierno.
Que yo no soy yo
si tú no eres tú,
y tú quieres ser más que nunca,
y yo quiero ser más de lo que nunca he sido.
Dame la mano
y seamos juntos,
de mil maneras,
pero juntos,
para ser más que nunca,
para ser más de lo que nunca hemos sido.
Porque si tú no eres tú,
yo no quiero ser yo,
y todo deja de tener sentido.
Debería haber venido más veces
solo para ver en primera persona
aquellas cosas que tengo pegadas a la piel
y que cuanto más intento arrancarme
más extiendo a mi alrededor.
Déjame abrir la puerta,
Y despierta en el asiento de atrás,
sin más ropa sobre la piel que el sudor frío
y el rocío del vodka.
Las gotas laten sobre su pecho,
despacio,
como rostros difuminados,
vibrando con el eco metálico al fondo del
radiocasette,
el beat, beat, beat,
el back, back, back,
las olas y los surcos de un vinilo rayado,
el fin de una era,
infinitos giros de guión rasgando cuerdas,
las miradas a través del museo,
el Sí, el La, el Sol, el Mi,
la cera derretida, el fuego
que se apaga,
el himno de una muerte
que retumba
en una tumba
abierta
que cree
ser una cama,
el trueno de ondas distorsionadas
que destrozan una cabeza
que ya no piensa,
que solo sueña,
que sueña triste
que sueña en calma.
El cigarro se consume entre los dedos
que ya no son suyos,
que ya solo hablan una lengua antigua,
formada por caricias,
lejana y extinta.
Entre los labios forzados a componer el
himno
a la noche infinita;
entre las manos obligadas a recordar cómo
levantar paredes,
tallar efigies,
grabar recuerdos,
para no olvidar quién es,
qué es,
quién fue,
cómo ser,
quién soy.
¿Dónde estoy?,
pregunta,
y el silencio responde.
Los recuerdos caen
como pétalos de rosa frío,
el dolor fantasma trepa
como raíces de color de plata.
Una radio se apaga.
Un motor se ahoga.
Unas ruedas se callan.
Y entre el humo y la duda,
comienza.
A través de las ventanillas,
el mundo se consume en un estallido
de estrellas.
La caótica sinfonía de la nulidad existencial,
los colores de la soledad forzada,
la llegada del Pálido,
del Cráneo Verde,
y lo que mora mas allá,
el viento cósmico que cruza este yermo,
el lamento de la hija del flautista,
el recuerdo del niño perdido,
la Supernova,
el origen del fin
y el fin
de todos
los orígenes.
Se reclina sobre el asiento y exhala
un último suspiro,
contemplando dunas de amor y odio,
riberas de calcio negro,
el bezoar de dudas que se aloja
en sus maltrechas tripas.
Contempla la nebulosa de pensamientos
que se extiende más allá de la música,
que ya solo puede mirar en la oscuridad
mientras su piel se desvanece
en las fotografías que nunca tomó.
Y mientras el polvo cubre sus ojos,
la lluvia inunda el valle
Y el frío abraza sus pulmones,
entona una canción.
Si pudiese
acariciar tus olas una vez más,
respirar a través de tus sueños una vez más,
yacer bocarriba en tu ribera,
mientras la sangre se diluye en el agua,
una vez más.
Si pudiese ser lo que quieres.
Si pudiese,
si pudiese,
volvería a empezar de nuevo.
Lejos de este coche,
de este desierto lunar,
de las notas infernales,
del dolor,
del laberinto de soles muertos.
Déjame volver a buscarte en mis sueños.
Déjame matar la sombra.
Déjate volver a la luz.
Déjame.
Déjame.
No me olvides.
Es la historia de una vida que es,
ha sido
y será.
Suenan los tambores,
los peldaños crecen.
El cristal brilla cada vez más,
el sol de una mañana muerta
se filtra a través del polvo,
nace,
respira
y descansa.
Los pétalos descienden sobre un abismo
que ha olvidado su propio fondo,
cayendo a un vacío que quizá nunca existió.
Dejan de sonar los tambores.
El dios despierta.
La música se apaga al otro lado del mundo,
bajo las luces y el etanol,
bajo la esperanza de que todo aquello que duele
desaparecerá mirando hacia otro lado.
Los peldaños se desvanecen durante la subida,
sin oportunidad de vislumbrar la cima.
El mundo de Mana se desvanece con un susurro.
Los tambores se apagan,
los maullidos anuncian el alba.
Pudo ser,
supongo.
Trazo la línea de salida en la ventana
porque no encuentro la puerta
de este infierno
en el que no recuerdo haber entrado
No sabía que el verano
pudiese ser tan frío
y en este pecho
ya no late una canción.
/
A veces, siento que me deslizo por una tubería húmeda,
sin nada a lo que agarrarme,
sin nadie a quien pedir ayuda.
Noto cómo mis manos se deshacen en sangre mientras bajo,
el aire se convierte en una mano que asfixia,
y la oscuridad me envuelve como el mar
durante una noche de verano:
negro, cálido, cruel.
A veces, siento que nada de lo que he hecho merece la pena.
Que cada paso ha sido en la dirección contraria,
que me quedé sin gasolina antes de empezar la carrera
y que ya no hay nadie más en la autopista.
Que quien está, está por tristeza,
por la dolorosa inercia de un mundo constante
y la terrorífica pregunta de todas sus variables.
Que ya no queda nada de mí,
debajo de todos los adornos,
debajo de todas las letras.
A veces, siento que no soy nadie.
Que ya no importa,
ni importo, ni han importado
todas esas cosas
que siguen doliendo
cuando se apaga la luz.
Y otras veces, hay tormenta;
y a pesar del miedo y la costumbre,
todo desaparece
entre la luz y el agua.
Hoy he comprendido
que no hay nada más bonito
que un gato
mirando la lluvia,
a través de una ventana.
Tuve un sueño abrazado a una espada.
Olía a sangre y a infancias rotas,
a lodo y herrumbre,
a manos clavadas en las sábanas
de una tierra maldita
y a noches que nunca acaban.
Tuve un sueño en la oscuridad más profunda,
donde lobos se ocultaban entre las palabras
y respiraban en mi nuca,
donde los eclipses se alzaban
en un horizonte rojo
y negro,
como el yelmo,
como el huevo,
como la sombra que se cierne
sobre aquellos
que levantan la espada
contra el fuego.
Tuve un sueño
y lo he perdido.
Espero encontrarlo de nuevo.
Dejé mis cosas en algún punto de la carretera,
más allá del Pálido.
Todas las tardes vuelvo a pasar por allí,
pisando sobre mis propias huellas
y girando las manecillas del reloj,
pintando el camino de vuelta
con sangre
sobre el asfalto.
Y cuando cae la noche sobre el desierto,
me hago un ovillo bajo las estrellas
y espero a que llegue la Hora de la Serpiente.
Humeantes,
las siluetas de fósforo
emergen entre las rocas
como fantasmas de otro mundo,
susurrando historias en un idioma antiguo,
cubriendo la arena de una luz fría,
narrando extraños mitos
sobre alcohol
y galaxias muertas
y meteoritos de anfetamina.
Y al despertar, bostezo
con la boca llena de polvo y traumas,
cansado de este cuerpo que ya no es mío,
y de esta mente quebradiza
en la que no me encuentro.
Emprendo el camino de vuelta
sobre la sangre que se ha borrado,
sobre las huellas que se han borrado,
sobre el pasado que he olvidado.
Dejé mis huesos en algún punto de la carretera
más allá del Pálido.
Ojalá deshacerme de estas manos de adicto,
rígidas, frías y temblorosas,
incapaces de soltar nada.
Manos que duelen de sujetar papeles entre los dedos,
esperando ser el protagonista de la obra al menos una vez,
que el piano suene cuando abandone el escenario,
y no cuando rompa el decorado.