lunes, 14 de febrero de 2022

La canción que encontré en el fin del mundo

Cuando era niño, descubrí que mi brújula no marcaba el Norte.

El Norte lo tengo grabado en los huesos: está en el aire frío que se cuela entre mis costillas después de cada batalla, en la nieve que va entrando en mi cabeza para apagar el fuego y las historias, en las marcas funerarias de mi espalda. 

Cuando era niño, entre cristales rotos, casas vacías y campos quemados, descubrí que mi brújula marcaba el fin del mundo.

Así aprendí a correr. Huyendo en la dirección contraria.

· · ·

Al otro lado del mar, duermo sobre la carne de un corazón muerto. 

Finjo que sueño, y escucho cómo el vacío llena la habitación poco a poco. Le oigo entrar por los agujeros del papel, deslizarse por la rendija de la puerta, filtrarse a través de la luz azul de esta mañana sin fin. Como la niebla estancada de enero, cubre mis sábanas y mi piel, empapa hasta los huesos, trae el invierno a bailar sobre mi cuerpo, a pisotearme en silencio, a hundirme sobre la nieve de mi cama. Enterrado en esta soledad, grito sin voz en la garganta.

Asustado, me levanto de este lecho y comienzo a caminar, con la brújula entre las manos. Creo que conozco el sendero.

En el fin del mundo, se alza una montaña. 

En la montaña, un bosque. 

En el bosque, 

entre la vieja raíz y la fría roca, 

el Dios Ahorcado. 

Herrero de Guerreros. Pastor de Lobos. Duerme bajo un lecho de hojas muertas, con su ojo siempre abierto, su boca siempre cerrada. Vigila el cielo de los que se han perdido y planta estrellas que florecen cuando cae la noche, para marcar su camino. Guarda silencio ante la duda y el tiempo, porque conoce todos los secretos y ninguno de ellos puede resolver el misterio. Su ojo llora por aquellos que lo visitan, pues conocen los secretos y ninguno de ellos ha podido resolver el misterio. De sus lágrimas brota una cascada, y en el fondo del estanque, donde duermen las piedras y los muertos, se escucha el rumor de una canción.

La vida termina allí, en el lugar en el que muere la melodía y empieza el silencio. 

El fin del mundo está en el espacio que ocupa un corazón que no late.

En la ribera del río, lavo mi cuerpo y limpio el barro, y la sangre de mil batallas. Mi piel queda pálida y desnuda al pie de las montañas, sin pinturas de guerra, sin canciones, sin palabras. Y como el sol de la mañana, la luz de mis heridas se derrama. Y mis cicatrices brillan en lo más profundo de este bosque, como las estrellas que florecen en el cielo para aquellos que se han perdido, como pequeñas hogueras en la noche, como viejas almenaras.

En la superficie del agua, esa luz devuelve mi reflejo. Y en los huecos que dejaron otras manos, ahora veo los golpes azulados en mi cuerpo, la carne anudada en las huellas de otras guerras, el paso del tiempo y las marcas de los colmillos. Miro mi reflejo desnudo y carente de sentido.

Todo esto soy. Y bajo este sol de hueso que ilumina el invierno en la montaña, me entiendo.

Hago un barco de papel con mis miedos, para que viajen río abajo. Navegan entre las piedras verdes, siguiendo la ribera hasta el océano. Y allí dormirán para siempre en las profundidades, junto a los huesos de mil historias. Allá donde voy, no los necesito.

Porque mi camino está río arriba, contra las leyes de esta tierra, contra cualquier rumbo o destino, como siempre ha sido. El Herrero lo sabe. Me forjó para luchar contra corriente, para trepar cualquier montaña. Y despacio, sin palabras, sin camino, sin ropa y sin abrazo, subo el risco hasta la cascada. Me siento entre las rocas. Respiro.

Entre las raíces de la ladera, las piedras afiladas y el nacimiento del río, en pleno ascenso, me comprendo. 

Que lo que siento, no entiende de estaciones. No sabe de inviernos ni primaveras. No necesito tocar, no necesito ver. En las profundidades de la tierra, en la cumbre de cualquier montaña, en el fondo del océano, en el vibrar del viento, en el trueno, en las entrañas del volcán, en la ceniza del yermo. No necesito ver, no necesito tocar. No llevo nada conmigo, nada tengo, nada ofrezco. Solo siento. Escalo la montaña hasta lo más alto, en busca del destino de esta brújula, despojado de techos, de lechos y de cuentos, busco una muerte de luz que me consuma, que me haga entender este camino. ¿Cuál es mi propósito? ¿Para qué he muerto? ¿Para qué he nacido?

Más allá del fin del mundo, en lo más alto de la montaña, tras la tumba del Dios Ahorcado, donde mueren los dioses, he dormido. Y allí no hay pesadillas, sombras, escarcha, niebla, soledad, ruido. 

Hay una canción suspendida en el vacío,

compuesta por dos sonidos.

Su voz.

Mi latido.



No era el fin del mundo,

sino el principio.


Dejo la brújula

en el fondo del estanque,

y me acuesto entre los muertos.


Duermo entre las hojas,

sobre el ojo cerrado de Grimnir,

soñando con campos de batalla,

bosques de lobos,

lechos y ríos.


Y en este corazón muerto

sobre el que duermo,

he encontrado todo

lo que había perdido.


No era el final,

sino el principio.


Porque soy el que soy.

En el agua, en la tierra,

en el aire, en el frío.

Soy el que soy.


El que siempre he sido.

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