viernes, 11 de febrero de 2022

Misa de Atardecer

Llega la hora del Lobo, y huyo hacia el acantilado.

Subo el gris hasta llegar al verde. Acaricio espinas, beso ortigas, limpio el carbón de mis costillas a cada paso. La tregua de Sísifo: ascender por la misma cuesta de siempre, dejar la roca al pie de la colina, cargar con el peso del mundo a cambio.

Recorro la carretera hasta donde mueren las piedras, al lugar donde la hiedra asfixia la ruina. Si cierro los ojos, al otro lado de la valla todavía escucho el silbido de las cariocas girando en el tiempo, el sabor de los besos tempranos, el olor del pan recién robado. Y en la balconada, allí donde termina el mundo, hay un gato. 

Dormido, se estira bajo pinceladas de sol. Cuerpo de nata y chocolate, untado sobre piedra templada, chasquea el hocico en sueños con ratones invisibles que perturban su sueño. Los bigotes largos, la sonrisa despeinada, las pequeñas zarpas se abren y se cierran al ritmo del latido, despacio, amasando el aire caliente que llega desde el otro lado del bosque.

Mi cuerpo se deja caer junto al suyo, al filo de la caída. Siento la atracción del abismo al otro lado de la pizarra, la negantropía de mis huesos y el suelo, el vértigo ausente que se convierte en deseo de vuelo. Siento en las sienes la vibración de las olas, cómo se estrellan al pie del barranco, metros y metros abajo, en monótona sinfonía. Nacen, se estrellan, braman al convertirse en espuma, mueren y vuelven a empezar. La colisión como forma de vida. Los versos de Clyro. Los ojos de Gilligan.

El gato duerme, y las olas se estrellan una y otra vez contra la montaña, buscando un resultado distinto. Estallan en miles de gotas, rezan para volver a cobrar forma, pero el juego está amañado. Las mismas rocas, las mismas mareas, las mismas olas. Matamos la llama hace tiempo. Dios lo sabe. Y el gato duerme.

Tumbado junto a la bola de pelo, reviso mi equipaje. Llevo cadenas que me atan al hielo, para no permitirme soñar. Tengo un lecho de ceniza en el pecho, sobre el que palpita un corazón herido. Viajo ligero, porque lo que siento ya no entra en ninguna maleta. Guardo versos y cartas en la cartera, por si las balas me alcanzan en plena calle. Paso los dedos entre mis costillas, y toco mis cicatrices. A veces pienso que me sacaron el aire cuando era niño, para evitar que volase.

Y el gato duerme, pero yo no lo consigo. Tendido al sol, desnudo y sincero, no duermo. Ya no sueño. No dejo este cuerpo atrás. No encuentro mi sombra. Pero sigo. ¿Por qué sigo?

Vuelvo al camino con melodías de fuego en los oídos, ahogando el ruido de mis botas pisando sobre mis propias huellas. 




Más allá del valle, tras la nube y el colmillo, la luz sangra sobre el océano y deja estelas rosadas en el horizonte. Oleaje de circonita que arrastra recuerdos fosilizados en luz, como insectos en ámbar. Flotan y se mecen con la brisa, cruzan el espacio y el tiempo, llegan a otras costas. Nacen de la espuma de las olas muertas de aquel viejo acantilado, giran y se deshacen mil veces, bañan la arena de otra playa, en la que dos amantes se resguardan de la lluvia bajo una toalla, con un libro a los pies. La circonita se quiebra, se vuelve polvo estelar. Los átomos se elevan y forman un todo que nunca es y que siempre ha sido. Y la espiral atraviesa todo, da vueltas y regresa al principio, al final. Constantes. Variables. La luz de un faro en la noche. Una tarde de invierno. El eco de las botas sobre la carretera. Melodías de fuego en los oídos. Lágrimas en el rostro. Sonrisas apagadas. Manos en los bolsillos.

Mientras camino por la carretera, me detengo junto a las zanjas para ver mi reflejo en el agua y el barro. No reconozco esos rasgos, esas ojeras, esas canas en las sienes, esa barba entristecida. No sé si soy el sueño de un gigante o la sombra de un ratón. No sé si el miedo ha fundido mis sueños, si ha forjado mi pecho con la forma de una jaula. No sé si alguna vez existió una llave, o si existió y la he perdido. Quizá sé dónde está, y no puedo ir a buscarla. Quizá no sé si quiero ir a buscarla. Si alguien más la ha encontrado.

He intentado proteger del frío a otros, y he dejado mi corazón congelado a la intemperie. Le he declarado la guerra a mi mente y no he dejado guerreros que ayuden a los heridos tras la batalla. He llorado en silencio tantas noches, que he secado el rosal que crece entre mis huesos. He volado tan cerca del sol, que he perdido mi sombra.

El agua y el barro ya no me devuelven el reflejo. Estoy solo en la carretera y no existo en el espejo. No hay nadie ahí. Nada ni nadie. Como siempre. De nuevo.


Y al girarme, veo un perro negro junto a mi. A mi alrededor no hay dueños, correas, collares, ni silbidos. La misma historia, años después.

El perro.
El cruce.
Yo.

Noche a pleno sol. Ojos de diamante. Pelaje sombrío, tizón, lomo de sombra y acero. Inmóvil, me mira desde la intersección, con un brillo familiar en los ojos. Me observa de arriba a abajo, pero no espera nada. Nos hemos encontrado en este preciso instante, como nos hemos encontrado tantas otras veces en el mismo lugar, pero nada tiene sentido. He dejado de comprender el mundo, y sin embargo, sigo. ¿Por qué sigo?

Constantes.
Variables.

Me siento en la carretera y me lame las manos. El calor invade mi cuerpo, y dejo de sentir que me falta algo. Y le hablo.

Le hablo de mis días y mis noches. Le hablo de coches robados. De nieve y monedas sucias. De muros caídos y nudillos quemados, de rincones furtivos, de nuevas miradas, de botas cansadas. Le hablo de clavos, de cepillos, de dientes, de la historia cíclica de los reyes muertos. De cuentos torcidos, de leyes de hielo, de páginas arrancadas. Le hablo de sangre y escaleras, de farolas que parpadean, de cerraduras que crujen y portales que respiran, de pistolas que palpitan. De garajes oscuros y ventanas rotas, de cadáveres tibios, de vidas que explotan. Le hablo de miradas a un mar que se pierde en la noche infinita. Le hablo de oraciones silenciosas que hacen eco en las vidrieras, cuando el sol ilumina la vieja iglesia en lo alto de la colina. Le hablo, sin saber que me escucha. Le hablo, sin saber que lo hago.

El Dios de los Muertos me acompaña de regreso a casa. Caminamos juntos, porque no dormimos. Jugamos dentro y fuera de la carretera, nos guiamos de vuelta a un hogar inexistente. Sople el viento con fuerza, quemen los rayos del sol, no importa. El niño y el perro, el amor al relámpago. Paseamos a la sombra de los árboles torcidos, saltamos alambres oxidados sabiendo que no existe ningún destino.

Psicopompo de pelo nocturno y verdad muda, me acompaña más allá del cruce, donde la hiedra vuelve a hundirse en la tierra y la piedra brota de entre las hojas. Donde el verde duerme, y el gris renace. Donde el mundo vuelve a su cauce, una vez más, como todas las otras veces antes de esta. Constantes y variables. Una tarde de invierno. Un banco junto al mar. Una pared cubierta de poesía.

Cuando miro detrás de mí, el perro ya no está.

Cruzo el velo en silencio. Y me quedo al otro lado de algo, con el corazón en la mano. Con la espalda llena de flechas. Con la mirada en el horizonte.



La hora del Lobo ha terminado.

Y escucho una voz que me llama desde el otro lado del desierto.



Un paso tras otro, dejo atrás el acantilado.

Un latido tras otro, camino hacia la montaña.

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