Corre.
Una hora tras otra,
un tren tras otro,
una voz tras otra,
un beso tras otro,
una duda tras otra.
Corre.
Se hunde en la luz estática
de un televisor muerto,
y en silencio,
siempre en silencio,
espera un ritmo nuevo.
Lo que dice,
forma una melodía.
Lo que no dice,
no existe.
La realidad es un falso sueño
demasiado cruel para ser cierto.
Puede desvanecerse frente al espejo
si se concentra lo suficiente.
Puede desaparecer entre el humo y el neón,
borrar las huellas sobre la alfombra,
disipar la sombra y el latido
con una luciérnaga de ceniza
que ilumine su oscuro santuario.
Puede morir despacio y vivir deprisa,
tal y como fue diseñado.
Puede sentir que vuela
aún sujeto por frías manos.
Puede cargar con el peso de la tormenta
y seguir envolviendo veranos borrosos
con papel de regalo.
Puede matarse en silencio,
siempre en silencio,
bajo los focos azules
de su propio escenario.
Se muerde los labios y el alma
decidiendo
si seguir
o vivir.
Si coger esta mano de invierno
que se desliza bajo la ropa,
que acaricia sus huesos,
que despierta sus ojos de nuevo.
Si clavarse a la cruz de fuego
en la que ardieron todos sus sueños.
Puede sentir tantas cosas,
en silencio,
siempre en silencio,
que no recuerda que ya está muerto.
Por eso
corre.
Un paso tras otro,
una cara tras otra,
un instante tras otro,
una colisión tras otra,
un adiós tras otro.
Corre.
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