domingo, 16 de enero de 2022

Misa de Requiem

El respaldo de la silla se incrusta contra mis costillas, agitándome como un bote de pastillas mientras me deslizo por los pasillos de este laboratorio infestado de cadaverina. 

Dicen que al morir vemos una luz al final del túnel, pero no es cierto. Lo más seguro es que nos veamos en un pasillo de hospital rodeados de paramédicos, médicos-paparazzi, paparazzédicos. Repiten preguntas que no quiero responder.

¿Y te duele?
¿Cuánto?
¿Cuándo empezó?
¿Has tomado algo?

Repiquetean mis ventanas como cuervos lunáticos, obsesionados con encontrar el pan de mi cerebro. Puedo medir las ironías de mi vida en cucharillas de café: acabo de cerrar todas las ventanas, y estos cuervos vestidos de azul y amarillo me sobrevuelan en esta película de Disney, de las malas, de las oscuras, de las que luego se convierten en culto. Taron y el Pulmón Mágico.

"Ansiedad".

Alguien deja caer la palabra y la danza termina. Se cierra el telón, te llevan a la parte de atrás del escenario. Ya no te mueres, solo estás loco. Tu pulmón ya no se está colapsando, solo estás nervioso. La preocupación se convierte en condescendencia, el estrellato se difumina entre fluorescentes pálidos. Ya no quiero jugar contigo. Te quedas tirado con el resto de juguetes, sentado en sillas viejas y sucias, sin caramelos, niños malos, como se os ocurre estar locos.

"Loco".

"Loco" designa una realidad tan concreta como amplia, y es un término constantemente instrumentalizado para avasallar a los demás. Sirve para minimizar tus reacciones, para invalidar tus sentimientos, para controlar tus decisiones, para reprimir tu presencia.

Yo solo quiero dormir, abrazado a una vía analgésica. Soñar con un mar de benzocaína, flotando sobre las nubes de gasa, sumergiéndome en un océano de telas ásperas y comida de plástico.

Si tengo que estar loco, al menos dejadme colocarme.

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El dolor va a más. La mitad de mi lo agradece. Volver a sentir, regresar a las puertas de la muerte. La otra mitad se retuerce sobre la silla de ruedas, ahogando un grito y controlando la sensación de que si toso, voy a explotar en mil pedazos.

Puedo medir la ironía de mi vida en cucharillas de café. La última vez que mi cuerpo decidió partirse en dos, acababan de arrancar mi corazón en dos. Enfrentarse a la muerte no da miedo. Lo terrorífico es situarse al borde de ese abismo sin nadie a quien sujetar la mano, nadie a quien contarle el chiste. "Espérame aquí, que ahora vuelvo y te cuento lo que he visto". Pero vuelves tras contemplar el vacío y no hay nadie a quien contárselo, asi que existes al borde de ese abismo por siempre, silencioso y taciturno, con el corazón descansando entre la paz y el horror.

Así como el hueco en mi pecho se expande, el aire comprime el tamaño de mis órganos. Tal vez por eso me río en silencio, a medida que mi corazón se convierte en un leve sostenido al final de la sinfonía. El silbido de un borracho caminando por el muelle, con las olas de gasolina y espuma lamiendo el hormigón. A más espacio, menos latidos.  La plata líquida entra en mi venas y el invierno se cristaliza bajo la piel de mi brazo.

°°°°°°°°°

Me dicen que no es el viejo aguijón, que queda aire en mi jaula, queda espacio para construir. Pero mis ladrillos están al rojo vivo, y aquí dentro hace demasiado calor. El fuego se propaga buscando una salida, mi cabeza estalla por el dolor, los cuchillos se incrustan en mi pleura, sacan filetes de mi pulmón, se recrean a puñaladas con mis grises tanques de oxígeno. El dolor va a más y más y más y traen ibuprofeno.

Aquiles, cruzando las puertas de Troya, con una corona de Burger King.
Ernesto Guevara, armado con un barco de papel encerado.
Satán, rebelándose contra los cielos empuñándo un envase de Starbucks usado.

Pido mares de paz y horror, de crímenes y castigos, de delirios líquidos que se derramen por mi autopistas, ojos que naveguen por mis venas y me descubran los misterios de este templo plástico e  hidroalcohólico, de este trágico osario de plexiglás en el que una adolescente se lía un cigarro en la esquina de la sala de espera junto a una señora sin pelo, superviviente de la Guerra del Cangrejo, en el que un chico se urga el dolor de muelas a través de la mascarilla como un taladro en la montaña, babeando como un simio en busca de hormigas para la cena.

Esta sala se empequeñece, mi cuerpo tiene frío. El dolor va a más y mis huesos se reducen a la nada. Y los paparazzédicos vuelven a la gran gala, persiguiendo mi cara y mis ojos con preguntas desdeñosas. La ansiedad es mi pastora, nada me falta. Camino por los valles de los pirados y mi cuerpo no recibe golpes ni heridas, existo en la inmortalidad del tarado, el signo divino de Cassandra, la Gran Medalla al Hombre Hueco.

Pero no importa. Sé mi condición de paria, dentro y fuera de este templo. Sé lo que ofrezco y lo que tengo, lo que parezco y lo que no sé presentar sobre el altar. Sé de todos los cuchillos que acarician mis tobillos  cuando intento correr, los punzones cuando intento ver. Las respuestas a los enigmas que yacen sobre lechos de sílice, pétalos moribundos que sobrevuelan un futuro absurdo.

Pero no importa.


"El manto de la noche me esconderá de ellos, con tal de que me quieras que me encuentren aquí. Más vale que acabe mi vida por su odio, que postergar la muerte sin tener tu amor".

Tal vez esto es morir de amor, de sentir sin hacer nada. Tal vez esto es la retribución kármica del caballero, tan necio, tan ciego, para dejar escapar un amor así.

Puedo medir la ironía de mi vida en cucharillas de café. Pero sus cafés siempre fueron mejores que los míos. Mi vida sabe a agua de cañería. Las cucharillas se desparraman a mis pies. Ya no entiendo el chiste en el que me he convertido. Quizá eso es lo que pasa: ya no me queda gracia para soportarme a mi mismo, y el motor se ahoga de camino al desierto.

Me siento solo.
No tengo miedo.
Pero me siento solo.

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Como ejemplo del ultraliberalismo rampante heredado del milagro económico de los 80, la excusa de los fenómenos sísmicos, la curiosidad innata por la innovación weird y la cada vez más opresiva y sobrepoblada circunferencia demográfica nipona, Tokyo cuenta a día de hoy con más de 30.000 hoteles cápsula a lo largo y ancho de su territorio. Puertas Gibson con cierres magnéticos, pase y disfrute dentro de su propio supositorio, disfrute de las ventajas de abrirse la cabeza al despertar de una breve siesta, practique el contorsionismo follando en un tubo de pasta de dientes con una esterilla de yoga que finje ser su nuevo jardín. 

Hoy he entrado en mi primer hotel cápsula. Me han inyectado algo en el brazo, que no he sentido; oculto, tras una puerta invisible en la vía. Con los brazos levantados como el Cristo de la Santa Euforia, he penetrado en el ano de plástico rezándole a mi propio cerebro que me ayude a mantener la cordura en este manicomio de cómic noventero.

Y el contraste ha atravesado mi cuerpo como fuego en la forja, hierro fundido recorriendo cada vena, mil espadas surcando mi carne como tatuajes tribales, una hoguera invisible que me aplasta el vientre y enciende mis testículos como el aliento de un dragón que brota de una letrina. Y el sabor, el yodo, el plástico quemado, el licor viejo instalándose en mis empastes, embadurnando de forma invisible cada uno de mis dientes, mi lengua, mi paladar. El Hotel Cápsula gira y gira, y yo cierro los ojos y me imagino en mi propia nave espacial. Una que me lleve lejos de aquí. Lejos de esta realidad en la que estoy tan solo.

°°°°°°°

Mi pecho es una trinchera. La Última Batalla de Ypres, la zanja en la que moran los muertos, hinchados, flotando en su propia sangre. Un valle de gas mostaza, una arada de carne maltrecha recorrida por raices venosas.

Dos espías coagulados se han infiltrado en los Pulmones, las bases más débiles de la Alianza. Y el flujo de tropas se atasca en las granulosas carreteras bajo mi pecho.

Vuelvo a demostrar mi tesis de inmortalidad, contra todo pronóstico. Y sin embargo, estoy triste.

Mastico comida insípida sobre las telas de mi mortaja. Me prohíben utilizar mis piernas, siquiera para mear. Existo, como años atrás, como un simbionte del organismo de mi cama, fundido con el lino como una vieja momia, contemplando el trono vacío a mi diestra, esperando, esperando una silueta que nunca llega. 

Brotan recuerdos en el fondo de la memoria, de cuerpos abrazados en la oscuridad, sobre una diminuta cama de Cuidados Intensivos. Recuerdos de piernas volando hasta impacientes taxis, de sonrisas cargadas a pulso por una vieja escalera. Brotan recuerdos que me hacen pensar si nada es real en mi mente. Si todo ha sido un sueño. Si la figura que me acecha en sueños solo es un fantasma carmesí de alguien ya asesinado, por la silueta que no reconozco y que vive en los ángulos muertos de mi realidad. El amor no existe en la tabla periódica. El amor no es química. El amor es y no es. Y esto no sé que es, pero sabe a yodo, a ardor en las venas, a Hotel Cápsula, a fuego en las venas, a sentirse solo en una sala de espera rodeado de muertos en vida, congelado bajo una cazadora de cuero colocada sobre los hombros como un viejo capitán que contempla su naufragio. Me han inyectado tantas cosas que no sé si se les ha olvidado inyectarme paz.

Permanezco en un estado de dolorosa lucidez. La vieja crueldad que asoma entre mis costillas se erige, como ya buscaba erigirse sobre la orilla de mi cuerpo. Ritual de paso, hoy muere una bestia que jugó a ser hombre, nace un hombre que quiso ser una bestia. Un lobo soñando que es un hombre, un hombre soñando que es un lobo. Zuangzi se revuelve en su tumba y hace temblar la cordillera. Pero no vencerá.

Esta noche la paso entre los muertos, abrazado a la delicada sensación de aquellos que han sido olvidados. Pero se fragua un abismo en este pecho, él lo sabe, yo lo sé, ellos lo sabrán. Un pozo tan ancho y crudo que los peces brotarán de la tierra nadando contracorriente para tener el honor de morir en este suelo. Este suelo de fuego y sal, que recorre mi éxtasis de arriba a abajo, mi as de picas, mi magnum opus. Gira el volante y adéntrate en el desierto al ritmo de la melancolía y el tedio.

"Te lo ruego: háblame en la lengua de tus propios pensamientos y dale al peor de ellos la peor de tus palabras"

Contemplo el techo borroso, sin lentes, con los gritos agónicos de los muertos al otro lado de la pared. Espero la siguiente dosis de plata líquida, el sueño eterno, el delirio final que me traiga de vuelta a la jaula de huesos a la que se pega mi piel.

"Dudad que las estrellas sean fuego, dudad de que el sol se mueva, dudad de que la verdad sea mentira; pero no dudéis nunca de que os amo".




En algún lugar de la ciudad, alguien lucha contra mi recuerdo.


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