lunes, 17 de enero de 2022

El barco

Es todo cuanto tiene.

Las gotas de sudor descienden por sus párpados, los granos de arena se pegan a la carne pálida y cicatrizada. Es el sol más triste de este invierno. Y el desierto no tiene emociones.

Los brazos se resienten con las olas de aire que lamen su cuerpo maltrecho en bocanadas, sobre la proa de un naufragio en ninguna parte. El aire lo rodea como los largos e invisibles dedos de la muerte. Y sus muñecas se aplastan, poco a poco, contra los mástiles que crujen, amenazantes, temblorosos, tan solo sujetos por sus manos ensangrentadas. Los trozos de madera se clavan en sus palmas, rasgan despacio el papel carnoso entre sus dedos, penetran entre las líneas de vida y la sangre se derrama a lo largo de sus blancos brazos. Es lo único que queda en pie del barco.

Ya solo se escucha el rumor de la arena, arañando el casco, reptando entre las astillas, recorriendo las cuerdas deshilachadas que ondean por encima de su cabeza.

Más allá de las dunas, donde el sol se derrite contra la arena, los últimos rayos de la tarde atraviesan el desierto por encima de las huellas desvahídas, hilos de oro que se desvanecen en el aire, como sueños al abrir los ojos.

Es todo cuanto tiene. Un imperio de sal y arena.

Cuando el sol desaparece, la escarcha cubre su piel en silencio. Le susurra con la noche, le arropa con un abrazo final. La piel sangra lentamente sobre el hielo, formando una fina armadura rosada que cristaliza las marcas de su cuerpo, cada historia, cada recuerdo. Los brazos no ceden. Los mástiles aguantan, resbaladizos, quejumbrosos, con las banderas extendidas en la oscuridad, rozándose con una leve caricia que se escucha sobre los crujidos de las astillas y el reptar de la arena sobre la madera.

Es todo cuanto tiene. Un barco en ningún lugar.

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